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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (11 page)

BOOK: Las tres heridas
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—Bueno, Carlos, no quiero entretenerlo más. Ha sido usted muy amable conmigo.

Metí la foto en la carpeta.

—Espere, déjeme los nombres y apellidos. Preguntaré a los viejos que conozco si saben algo, pero no le prometo nada. Los que pasaron la guerra y viven todavía, o eran muy pequeños y tienen muy vagos recuerdos, o están muy cascados de cabeza. La edad no perdona.

Apunté los nombres de mis dos personajes, además del mío y de mi móvil.

—Si averigua algo, lo que sea, no dude en llamarme. De verdad, tengo muchísimo interés en el asunto.

Nos despedimos en la puerta de la cafetería después del forcejeo normal de quién de los dos pagaba la escueta cuenta. Cuando llegué a casa, Rosa ya se había ido, así que estaba solo. Lo agradecí. Me fui directamente a mi escritorio. Cerré la puerta, puse la música de Bach y me senté en el sillón con la novela de
El conde de Montecristo
. Me sentía incapaz de enfrentarme al teclado. Antes de centrarme en el libro, miré a través de los cristales al piso de enfrente. Había luz tras los visillos de encaje, pero no vi a ninguna de mis nuevas vecinas.

Absorbido por la inteligente y mordaz astucia de Edmond Dantès, percibí algo extraño que se colaba en mi mente. Alcé los ojos del libro; me costó un instante identificar el zumbido del móvil. Me levanté y lo busqué con prisa en el bolsillo de mi chaqueta, colgada en el respaldo de la silla. Miré el número en la pantalla y no lo reconocí.

—¿Sí?

Con un gesto mecánico miré a través de la cristalera y mientras escuchaba mi nombre al otro lado del teléfono me pareció ver algo en la ventana de enfrente, pero apenas le presté atención, porque el que me llamaba era Carlos Godino.

—Ernesto, tengo buenas noticias que darle. He llevado los nombres a mi abuela Genoveva. Ya le dije que tiene la cabeza muy mal, pero, como le comenté esta mañana, estos viejos, si se trata de cosas que sucedieron en el pasado, recuerdan como si lo hubieran vivido ayer. En cuanto ha oído los nombres se le ha cambiado la cara. Creo que le puede interesar hablar con ella.

En un intento de que no se notase en exceso mi alegría, me encogí en silencio y, con una amplia sonrisa marcada en mi rostro, cerré alborozado el puño que tenía libre.

—Pero ¿los ha conocido? ¿Sabe algo de ellos?

—Resulta que eran vecinos, puerta con puerta. Mi abuela tenía diez años al comienzo de la guerra. Pero será mejor que se lo cuente ella misma.

Habían desaparecido todas las reticencias sobre la aparente arrogancia de aquel hombre y ahora me deshacía en palabras amables, cargadas de emoción.

—¿No será mucha molestia? —pregunté, falseando un sentimiento de preocupación que no tenía.

—Para nada, ella encantada y, además, le hará un favor, a ella y a la pobre Doris que es la que la cuida. Mi abuela no tiene más entretenimiento que ver la calle desde la ventana. Ya no aguanta ni la tele. Le vendrá muy bien hablar con alguien que le ponga oídos.

Quedamos para el día siguiente a las cinco de la tarde en la fuente de los Peces. La casa en la que vivía su abuela estaba justo al lado, y él me acompañaría. Le agradecí varias veces su interés. Cuando colgué el teléfono me quedé un poco desconcertado, como si no terminase de asumir que había encontrado el primer extremo del hilo que podría ayudarme a tirar de la historia de los protagonistas de aquel retrato. Posé la mirada sobre la foto, colocada sobre la pantalla del ordenador. Me senté en la silla para acercarme más, puse la mano sobre la mesa, y apoyé la barbilla en mi puño.

—Andrés y Mercedes —murmuré, entusiasmado—, si me contáis vuestra historia, la escribiré, y os prometo que será lo mejor que haya escrito nunca.

Capítulo 4

En el reloj del salón se oyeron cinco campanadas. Teresa bostezó y se estiró sin reparo.

—Niña, compórtate —la reprendió su madre—, no olvides que eres una señorita.

Sin hacerle mucho caso, se levantó y se asomó al balcón. Hacía ya un rato que había amanecido y, a pesar del calor que se anunciaba, el ambiente era agradable gracias a una suave brisa que corría como estela del frescor de la noche. Aspiró el aire para despejar su modorra por la falta de sueño. En ese momento, se oyó en la lejanía el estruendo hueco de un cañonazo, al que siguió lo que parecía el repiqueteo de un tiroteo.

—¿Qué es eso?

La voz de su madre resonó a su espalda.

—No lo sé; parece que viene del centro.

Doña Brígida masculló una retahíla de rezos que, desde hacía horas, bisbiseaba de forma intermitente. Teresa había estado toda la noche a su lado, en el salón, a la espera de que las horas transcurrieran lentas, sin que sonara el teléfono o el timbre de la puerta que les trajera alguna noticia sobre el paradero de Mario. A medianoche, habían llamado a los padres de Fidel y de Alberto; ninguno de los dos había aparecido; estaba claro que les había sucedido algo grave. Los gemelos se habían acercado a la Dirección General de Seguridad para denunciar la desaparición, pero les dijeron que posiblemente se hubieran excedido en alguna fiesta, y que lo más probable fuera que estuvieran de vuelta con el día. Habían llamado a todos los hospitales y a las comisarías. Nadie sabía nada, ni de ellos, ni del coche en el que iban. No quedaba más remedio que esperar.

Apoyada sobre la baranda, Teresa vio acercarse con paso apresurado a dos hombres.

—Eh, oiga, ¿de qué son esos cañonazos?

Los hombres alzaron la mirada sin detenerse.

—Es el cuartel de la Montaña. Lo están asaltando.

No le dio tiempo a preguntar nada más porque cruzaron la calle y se alejaron con prisa en dirección al centro.

Teresa se fue directa al aparato de radio que había sobre la cómoda y, algo nerviosa, buscó la sintonía de Unión Radio, mientras le contaba a su madre lo que había oído. La reacción de doña Brígida fue un ataque de nervios acompañado de frases grandilocuentes que auguraban terribles desgracias. Su hija, ignorándola, intentaba oír algo en el receptor pegando la oreja al aparato. Cuando consiguió captar la sintonía, lo único que radiaban era una música chillona. Miró el reloj de pared al otro lado del salón; debía de haber pasado ya el parte, tendría que esperar el siguiente. Bajó el volumen y decidió preparar una infusión que calmase a su madre. Algo más sosegada, con el agotamiento rozándole los párpados, doña Brígida fue cayendo en un duermevela involuntario. Teresa aprovechó para correr todas las cortinas, dejando el salón en penumbra, con la esperanza de que se durmiera. Procurando no hacer ruido, salió de nuevo al balcón. La quietud de la mañana se rompía con el nítido estruendo de las explosiones. Un humo negro se elevó hacia el cielo, presagio de algún incendio, incluso le pareció oír en la lejanía el ronquido del motor de un aeroplano. Cuando comprobó por fin que había caído en un sueño profundo, con los ojos cerrados, la boca abierta y la cara ladeada, roncando levemente al expulsar el aire, decidió ir a ver a su novio. Tal vez él supiera dónde buscar a Mario; eran compañeros de carrera y conocía los lugares en los que se movían los hombres cuando salían a correrla.

Se movió muy despacio hacia la cocina donde oyó trastear a Petrita.

—Petra, ¿me podrías prestar uno de tus vestidos?

La cocinera la miró sorprendida.

—¿Para qué quiere la señorita un vestido mío?

—Tengo que bajar al centro, Petra, y sé que a los que van bien vestidos los detienen.

Las dos mujeres hablaban muy bajito.

—Ay, señorita Teresa, no se vaya usted a exponer, a ver si le va a pasar como al señorito Mario.

—A Mario no le va a pasar nada —replicó ceñuda—. Tengo que salir antes de que mi madre despierte. ¿Puedo contar con el vestido?

Petra tenía unos años más que Teresa, pero las dos mujeres eran de una constitución similar.

De forma apresurada, Teresa se colocó el vestido de la cocinera. Era Arturo el que le había advertido que si salía a la calle se pusiera la peor ropa que tuviera, porque desde la pensión veía cómo grupos cada vez más numerosos de gente armada, apostados en cada esquina o patrullando las calles a pie o en los coches requisados, detenían a todo aquel hombre que fuera con sombrero y corbata, y a las mujeres que vestían bien y llevaban el peinado de peluquería; les pedían la cédula de identificación, y a muchos les metían en un coche y se los llevaban, nadie sabía muy bien adónde. Incluso había oído que a algunos les habían dado un tiro en plena calle y a la vista de todo el mundo, sencillamente porque tenían cara de fascistas, o pinta de cura, o una mirada traidora.

—Salga ahora, señorita Teresa —le indicó Petrita—. Su madre sigue dormida.

Las dos recorrieron el pasillo de puntillas, intentando que la madera del suelo crujiera lo menos posible.

—Estaré de vuelta a la hora de comer. Si alguien pregunta por mí, di que estoy durmiendo.

—Ay, señorita Teresa, que ya sabe cómo se las gasta su señora madre, que si me descubre en una mentira y me echa a la calle…

—No te preocupes. Si eso ocurre, yo saldré en tu defensa.

Petrita no se quedó muy conforme porque sabía del mal carácter de doña Brígida, y más con todos los acontecimientos que estaban ocurriendo, que la hacían todavía más irascible y antipática.

Bajó la escalera deprisa. Modesto, el portero, barría el portal con desgana.

—Buenos días, señorita Teresa, ¿qué temprano sale usted?

Teresa no se detuvo. Musitó un saludo rápido y salió a la calle.

—Tenga usted cuidado, señorita, que las cosas no están bien.

Ella se volvió, antes de cruzar la calle.

—Gracias, Modesto, tendré cuidado.

La ciudad empezaba a desperezarse, pero no era una mañana normal. La gente caminaba deprisa, inquieta. Vio pasar hacia el centro varios coches parecidos al de su padre, con la carrocería pintarrajeada con letras grandes y blancas, llevando a gente subida incluso a los alerones de los bajos. El tranvía de Santa Engracia bajaba desde la glorieta de Cuatro Caminos atestado de hombres, algunos armados, cantando y gritando como si estuvieran ebrios. Lo dejó pasar, y se dirigió hacia Bravo Murillo para ver si tenía más suerte. Echó a andar hacia el centro mirando hacia atrás, pendiente del tranvía. Oyó el sonido agudo de la campana que se acercaba a su espalda y se detuvo a esperarlo. Venía medio vacío; al llegar a su altura, se subió. Pagó sus quince céntimos, oteó el interior y se dirigió hacia el asiento del fondo. Estaba habituada a coger el tranvía, y siempre se sentía observada por los hombres cuando pasaba a su lado; pero aquel día, nadie se fijó en ella; parecían abstraídos, con los ojos perdidos en el horizonte restallante de lejanos bombazos. Pensó que era por su aspecto astroso. Además de haberse puesto el vestido de Petrita, que no le sentaba nada bien, se calzó unas alpargatas y se había recogido el pelo con una coleta. No llevaba maquillaje ni se había pintado los labios, y por supuesto, no se había rociado con el agua de colonia que solía dejar un sugerente aroma de azahar a su paso. Sin embargo, cuando llegó al final del vagón, comprendió que aquellos hombres no la miraban, no por su aspecto diferente de otros días, sino porque empezaba a extenderse por toda la ciudad un estado de desasosiego y sobre todo de miedo que no les abandonaría en mucho tiempo.

Mecida por el lento traqueteo, pensaba en lo que había sucedido en las últimas horas. Le parecía que habían transcurrido una eternidad desde que, el viernes por la tarde, Arturo y ella salieron a dar un paseo por el Retiro. Fue la primera vez que hablaron seriamente sobre su futuro juntos. Desde aquella conversación no había dejado de darle vueltas a los obstáculos con los que chocaba su ansiado matrimonio con aquel apuesto muchacho. Había demasiadas cosas en su contra. Sus recursos eran escasos; nació en un pequeño pueblo de Zaragoza; su madre murió a los pocos días del parto, y con diez años también perdió a su padre. Doña Matilde, viuda y sin hijos, prima hermana de la madre de Arturo, se hizo cargo del niño. Vendió la casa del pueblo y se lo trajo a Madrid donde acababa de montar la pensión La Distinguida en el piso que la había dejado en herencia su difunto esposo. Intentó criarlo como un hijo, pero Arturo dejó claro desde el principio que no quería madre ni padre ya que los había perdido, y doña Matilde lo entendió, intentando siempre que esa distancia reclamada no empañase el cariño que ella sentía por el chico. Estudió la primaria en la escuela pública, y gracias a la llegada de la República y a las primeras reformas que se hicieron en el sistema educativo, pudo terminar el bachillerato en el instituto de San Isidro, becado por sus excelentes resultados académicos. De niño, mientras su padre trabajaba en el campo, Arturo leía los libros de Salgari que le prestaba el maestro de la escuela. La lectura le embobaba tanto que su padre le llegó a prohibir los libros, aunque se las ingeniaba para hacerlo a escondidas. Una vez se iniciaban los ronquidos de su padre, prendía una vela que guardaba bajo su cama, y leía con la tranquilidad de que, durante horas, nadie le interrumpiría. Ya en Madrid, nada le impidió leer, si no era la falta de dinero para comprar libros. Pero eso nunca resultó un problema; siempre se las arregló para pedir prestado en bibliotecas, en el colegio, a profesores o a compañeros con más recursos. Cualquier libro que alguien tuviera era objeto de su petición. Los cuidaba con esmero, y una vez leídos, los devolvía impolutos, como si entre sus manos hubiera tenido un preciado tesoro. Uno de sus sueños era tener una gran biblioteca, pero mientras se nutría de la fantasía y la ficción de otros, le fue surgiendo la vena de la escritura. Continuaba las historias leídas, rellenando cualquier espacio en blanco de las libretas escolares. Escribía cuentos y relatos, incluso se atrevió con algo de poesía que desechó por empalagosa y mortífera. Le hubiera gustado estudiar magisterio, pero le había prometido a su padre antes de morir que se haría abogado, convencido de que los abogados, además de ganarse bien la vida, estaban menos expuestos al engaño de las leyes y las normas. Cuando terminó el bachillerato, entró en la Universidad Central con el fin de cumplir su promesa. Allí conoció a varios de los intelectuales que, en aquellos tiempos, se movían por Madrid con la intención de cambiar el mundo a través de la cultura. Fue en esa época en la que tuvo algunos contactos con la Residencia de Estudiantes, un lugar que le fascinaba tanto como le amilanaba. Para paliar su faceta frustrada de maestro de escuela se apuntó a las misiones pedagógicas que se habían creado en el año 31. Viajó hasta los rincones más remotos de la España profunda, a pueblos recónditos a los que llegaban con una camioneta destartalada, o con burros y mulas en algunos casos, para llevar a aquellas gentes libros, cine o teatro. La experiencia fue impactante para él, y sus ideas, o mejor, sus ideales políticos y sociales se formaron cuando comprobó todo lo que había que hacer para cambiar aquella sociedad en la que él se consideraba un privilegiado por el solo hecho de tener acceso a la cultura. En junio había terminado su carrera y se había convertido en un abogado. Hacía tan sólo unos días que había acudido a una entrevista en el bufete del prestigioso abogado don Niceto Sánchez Lomo. El resultado había sido esperanzador: el día 1 de septiembre empezaría como pasante; en principio, por seis meses sin cobrar una peseta, pero con la posibilidad (siempre y cuando demostrase su valía) de quedarse como abogado del bufete, debido al ingente trabajo que se les acumulaba. A pesar de que se abría para Arturo un buen futuro profesional y de que en muy poco tiempo podría estar ganando mucho dinero como abogado, Teresa sabía que ello supondría truncar las aspiraciones de Arturo, obligado a dejar en un segundo plano su verdadera pasión que era escribir. En aquella conversación por los jardines del Retiro calcularon que podrían casarse en tres años, cuando Teresa cumpliera la mayoría de edad, porque, además del sustento, había trabas más peliagudas que sortear para conseguir su futuro juntos; la resistencia de sus padres hacia él se había hecho evidente unos meses atrás, cuando Teresa contó a su madre que la pretendía. Lo conocía porque, en varias ocasiones, había acudido a su casa con el grupo de Mario, donde celebraban tertulias y charlas (demasiado vehementes a veces, incluso exaltadas en ocasiones) con las que proyectaban arreglar el mundo. Cuando doña Brígida supo de quién se trataba, montó en cólera y le negó cualquier posibilidad de noviazgo, alegando que se trataba de un muerto de hambre, sin clase, que vivía en una mísera pensión del centro, becado en los estudios, y que no era a ella a la que pretendía, sino a su posición social y patrimonial. De nada sirvieron las protestas de Teresa y, al sentirse acorralada, le echó en cara la humilde procedencia de su propio padre, un asunto del que nunca nadie hablaba en la casa. Don Eusebio Cifuentes Barrios, antes de atribuirse el «don» y de convertirse en un médico distinguido, también había sido un muerto de hambre, sin clase, como tildaba doña Brígida a los que no alcanzaban una cierta categoría social, carente de cualquier fortuna, que había hecho la carrera trabajando por las noches en los más diversos empleos, y que, una vez licenciado, se ganaba la vida pasando consulta en los barrios más míseros de Cuatro Caminos, Bellas Vistas o en el asilo de La Paloma, con unos ingresos muy alejados del sueldo percibido en el hospital de la Princesa, al que había accedido, le recordó Teresa a su madre sin disimular una fina ironía, no por méritos propios, sino por los contactos que su suegro (médico que fue de ese hospital durante muchos años, y hasta su muerte) tenía en dicho centro. Aquellas palabras encendieron una fingida indignación a doña Brígida, de tal forma, que simuló un ademán de desmayo, y se mantuvo durante dos días en cama convaleciente por el disgusto. Por supuesto, la culpa del estado de ansiedad al que se precipitó la buena mujer, a pesar de que era cierto todo lo que había dicho, recayó sobre Teresa, y por ello recibió la reprobación de todos, incluso de la mocosa de su hermana Charito, que se empeñaba en meterse con ella en cuanto tenía ocasión. El resultado de aquella accidentada conversación fue la prohibición de salir de casa hasta que entrase en razón y, por supuesto, el rechazo absoluto del incipiente noviazgo. Después del disgusto, y una vez asumido el asunto, Teresa urdió un plan para eludir las prohibiciones y recuperar la confianza de su madre. En primer lugar, con un ánimo falsamente afligido, la dio a entender que, después de reflexionar, había comprendido que tenían razón en que ese chico no le convenía. La madre, sintiéndose vencedora, se relajó. Después de unas semanas, en las que Teresa se las arregló para verse a escondidas con Arturo, buscó el momento adecuado para plantear que quería aprender algo de costura, y que había oído hablar de una academia muy reconocida en la calle Hortaleza, a la que se quería apuntar. Doña Brígida, regocijada en su creencia de haber doblegado la rebeldía de su hija, aceptó complacida la propuesta. De ese modo, y desde hacía ocho meses, acudía todos las tardes a Hortaleza, no para aprender las artes de la costura, sino para encontrarse con Arturo.

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