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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (22 page)

BOOK: Las tres heridas
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Debía de ser casi media tarde porque la noche ya empezaba a tragarse las nubes oscuras que seguían descargando una lluvia persistente sobre la ciudad, todavía activa. Mi atención, centrada en la lectura, se precipitó sobresaltada a la realidad por un zumbido apenas reconocido; miré a un lado y a otro, aturdido, como si acabase de despertar de un sueño profundo, desubicado; hasta que me di cuenta de que se trataba del sonido sordo y constante del móvil que, a un lado de la mesa, se iluminaba con sutiles destellos. No reconocí el número que aparecía en la pantalla y a punto estuve de pasar de la llamada, pero al final me decidí a contestar. La voz de Carlos Godino provocó que, como si lo tuviera delante y en un gesto de cortesía, me levantase del sillón. Miré mi reloj; eran casi las siete. Llevaba horas encerrado, con apenas un plato de macarrones recalentado en el microondas, donde me lo había colocado Rosa antes de desaparecer. Mientras hablábamos de cosas banales pero necesarias para introducir la conversación, aproveché y salí a la cocina en busca de un café cargado. La casa estaba en penumbra.

—Verá —me decía Carlos—, estoy en casa de mi abuela Genoveva, y me dice que ayer, cuando usted se marchó, se acordó de que conserva como oro en paño la agenda de su padre. Por lo visto, mi bisabuelo era un hombre muy metódico y apuntaba los nombres, teléfonos y direcciones de todos los colegas que conocía. Por lo que puedo ver, aquí hay al menos cien nombres con todos sus datos; ahora bien, no le arriendo las ganancias con la letra, esto sí que es letra de médico; si consigue descifrar algo en este montón de garabatos será usted un lince. No sé si le interesará…

—Claro que me interesa —contesté con vehemencia, sin dejarlo terminar. La anciana había dicho que Mercedes y su madre habían ido a casa de un médico, probablemente pensó que su nombre, incluso la dirección de ese médico, podrían estar apuntadas en esa agenda—. ¿Cuándo le viene bien que vaya?

—Mañana la tengo que llevar a que le hagan unas pruebas.

—¿Le ocurre algo? —pregunté, con tono preocupado.

—No, nada que no pueda achacarse a la edad. Pero nos llevará toda la mañana, y si le digo la verdad, se queda un poco pachucha —noté que bajó el tono de voz en sus últimas palabras—. Es mucho trajín para ella: salir de casa, el ajetreo de las pruebas, bueno, sacarla de su rutina diaria la deja más que agotada… —lo interrumpió la voz de Genoveva reprochándole algo—. Ella me dice que no, pero ya le digo yo a usted que sí, y tampoco quiero que venga hasta aquí para nada, ¿me comprende?

—No hay problema, lo menos que querría sería molestar a su abuela, bastante hace con recibirme, es un encanto de mujer.

Mientras hablaba sabía que Carlos Godino atendía a mis palabras y a las que le decía la anciana.

—¿Le viene bien el viernes?

—¿Por la mañana o por la tarde?

—Véngase por la mañana, a eso de las once. Dice que le espera. Le ha caído usted en gracia. No crea que es así con todos, le aseguro que a otros nos trata a patadas.

Oí protestas cariñosas de la anciana.

Nos despedimos y me preparé un café caliente.

Regresé a mi estudio reconfortado por el café, pensando en lo que me podía encontrar en aquella agenda del padre de Genoveva. Repasé de nuevo mis notas. Lo único que había recordado la anciana era que el médico, en cuya casa de Madrid se habían cobijado Mercedes y su madre al principio de la guerra, trabajaba en el hospital de la Princesa. Abrí el Google y busqué algo sobre la situación del hospital durante la guerra. Con sorpresa, descubrí que en el año 2001 se había cumplido el ciento cincuenta aniversario de la fundación y que, con ese motivo, se había abierto una exposición sobre la historia del centro, con datos y fotos de los médicos más destacados, directores y jefes de servicio que habían pasado por sus instalaciones. Decidí que al día siguiente me acercaría al hospital para intentar conseguir información acerca de los médicos que ejercían allí en el año 36; cruzando aquellos datos con los de la agenda, tal vez el círculo se estrechase y pudiera llegar a tener otro hilo del que tirar.

Aquella noche dormí bien, sin sobresaltos y con un sueño reparador.

Salí de casa antes de que llegara Rosa, no sin antes haber recogido un poco el desorden de mi mesa, porque sabía que, ante mi ausencia, aprovecharía la oportunidad de cumplir con el ritual de la limpieza. Me dirigí a la calle Diego de León donde se encontraba el hospital de la Princesa. Dejé el coche en un aparcamiento y me adentré en aquel enorme edificio, atestado de gente que entraba y salía con prisas. Tardé un rato en ubicarme y saber exactamente hacia dónde tenía que dirigirme. Después de preguntar en varios mostradores, llegué ante una puerta y llamé con un par de golpes suaves. Oí la voz de una mujer que me indicaba que pasara.

—Buenos días. —Accedí decidido, y le tendí la mano. Ella me la estrechó con energía sin llegar a levantarse—. Me han dicho que usted podría informarme sobre la historia del hospital durante los primeros meses de la Guerra Civil.

—¿Es usted investigador?

—Bueno, sí —como siempre, contesté balbuciente, inseguro de lo que me consideraba realmente—, podría llamarse así. Estoy buscando datos sobre un médico que debió de ejercer aquí en aquella época.

La mujer que tenía enfrente era rubia, con mechas, pelo largo y peinado de peluquería; debía de rondar los cuarenta. Vestía una blusa negra y sobre ella caían desde el cuello una serie de collares de colores vivos que iluminaban su cara. Era atractiva, no sólo por sus facciones, simétricas, perfectas, casi de diseño, sino por una sonrisa abierta y cercana que mostraba unos dientes blancos, alineados, en sintonía con el resto de su cara.

—Siéntese —me indicó, mientras retiraba a un lado el teclado del ordenador y posaba los antebrazos sobre la mesa en la que debía de haber estado trabajando hasta que yo la interrumpí—. Dígame qué busca exactamente.

—Me gustaría saber el nombre de los facultativos que trabajaban en el hospital al comienzo de la guerra.

—Pero ¿busca algún nombre en concreto?

—Bueno, sí, busco un nombre, el problema es que no sé cuál es, al menos todavía.

La mujer me miró enarcando las cejas, como si se preguntase qué me podía interesar de un listado de médicos ya fallecidos.

Yo no me inmuté. Tenía la esperanza de que no me hiciera muchas preguntas, no quería dar demasiadas explicaciones sobre lo que buscaba. La mujer se retiró un mechón de pelo que le caía por la frente y me sonrió.

—Bueno, vamos a ver si podemos ayudarlo. —Con resolución, cogió el teclado, lo centró y empezó a teclear fijando la vista en la pantalla que tenía a su izquierda—. Aquí está, 1936…

Manejó el ratón y la impresora se puso en marcha, expulsando dos folios. Ella los cogió y me los tendió, no sin antes asegurarse de que la impresión había salido bien.

—Aquí tiene. Éstos son los médicos que formaban la plantilla del hospital en 1936 hasta el momento de su traslado al colegio del Pilar, en la calle Castelló; se tuvo que llevar allí durante la guerra porque la zona de Alberto Aguilera, que era donde estaba situado el viejo edificio, se encontraba muy cerca del frente.

Cogí los folios y ojeé su contenido. Por orden alfabético, se detallaban los apellidos, el nombre, la especialidad y, en su caso, el cargo que ocupaba cada médico.

—¿No sé si le sirve?

Levanté los ojos del folio y desplegué una sonrisa amable y satisfecha.

—Sí, por supuesto, se lo agradezco muchísimo.

—Le deseo suerte.

—Gracias, creo que voy a necesitarla.

Capítulo 10

Luisa Sola se apeó del tranvía y anduvo hasta dar con la calle del General Martínez Campos. Buscó el portal número 25. Cuando lo divisó desde el otro lado de la calle se detuvo para mirar la casa. Era un edificio de tres plantas, además del sotabanco. No había duda de que se trataba de una vivienda de postín, como diría su padre, con la diferencia de clases bien marcada de acuerdo con la altura: los más pudientes en el principal, los arrendados en la buhardilla. Una hilera de balcones recorría toda la fachada a lo largo de los tres primeros pisos, con sus barandillas de hierro forjado, los ventanales con fraileros de buena madera y cristales brillantes e impolutos, a través de los que se podía atisbar visillos de encaje y cortinones de telas caras y tupidas que amparaban la intimidad de sus moradores.

Luisa seguía indecisa. Le había dado muchas vueltas hasta decidirse a llegar allí. Sabía que se la jugaba, pero no sólo ella, sino también ponía en peligro a los que moraban en la casa cuya visita pretendía. Nadie le había dado permiso para hacer aquello y podrían acusarla de traición, de chivata o de lo que les viniera en gana por haber actuado por su propia cuenta sin contar con los que se habían erigido en jefes, o, mejor dicho, responsables, porque aquella palabra, al igual que muchas otras, había sido desterrada del vocabulario por sus connotaciones humillantes para el obrero. Pero cada noche pensaba en aquel chico, en sus ojos, en su ruego; se imaginaba por lo que debían de estar pasando sus padres, ignorantes de la suerte de su hijo. La conciencia le remordía y le resultaba difícil conciliar el sueño. En el fondo, les llevaba la noticia de dónde se encontraba su hijo Mario, porque tenía la remota esperanza de que pudieran hacer algo para sacarlo de allí; aquella gente tan importante seguro que tenía contactos. Y luego estaba lo del amigo fascista. Le resultaba una crueldad incomprensible no dar cuenta a las familias de la suerte de esos chicos.

Tomó aire y cruzó la calle hasta quedar frente a la enorme puerta que daba acceso al vestíbulo. Una vez más, alzó la mirada hacia arriba, y después empujó con decisión. Cuando la puerta se cerró a su espalda se encontró en un amplio portal de mármol reluciente. Olía a limpio y el aire resultaba refrescante. Toda la claridad y el calor del exterior se habían quedado en la calle. De frente, una puerta de cristal, cruzada por una celosía dorada de formas onduladas hecha del mismo material que el picaporte; al otro lado, una escalera ascendía haciendo una hermosa curva.

De nuevo se quedó inmóvil, observando, alerta, a su alrededor, consciente de que no estaba en su terreno. Antes de que pudiera dar un paso, la sobresaltó la voz cavernosa y seca de Modesto.

—¿A quién buscas? Aquí sólo vive gente decente.

Modesto salió de su cuchitril con gesto desafiante, sabedor de que aquel portal pertenecía a sus dominios. Luisa se sintió incómoda cuando percibió la mirada suspicaz que le echó de arriba abajo.

—¿La casa de Mario Cifuentes?

La pregunta le salió de los labios débil, sin apenas fuerza, como si las palabras se ahogasen en la garganta.

El portero le mantuvo la mirada.

—¿Para qué lo quieres?

Luisa se envaró, molesta.

—¿Vive aquí la familia de Mario Cifuentes?

—¿Qué sabes tú del señorito Mario? —le espetó el portero.

Luisa bajó la mirada y se volvió sobre sí misma, dispuesta a marcharse por donde había venido.

—Será mejor que me vaya —balbució.

—Espera, no te he dicho que te marches, es sólo que… bueno, como hay tantas cosas ahora, pues…, compréndelo…, uno no sabe cómo acertar.

Luisa lo miró un instante a la espera. Convencido el portero de que aquella miliciana no le iba a contar nada del asunto que la llevaba a casa de los Cifuentes, bajó la guardia.

—Es el principal derecha, pero él no se encuentra…

Luisa reaccionó y echó a andar de inmediato. Llegó a la puerta de cristal, cohibida, la abrió, temerosa de que se quebrase en sus manos o de dejar sus dedos marcados sobre su superficie impoluta; luego, inició el ascenso por las escaleras, ignorando la presencia de aquel hombre que la seguía con la mirada desde el pie de la escalinata hasta que desapareció de su vista.

Cuando Luisa alcanzó el descansillo del principal, miró la puerta sobre la que había un cartel de madera con letras doradas que ponía «Derecha». Se acercó y se detuvo frente a ella. Levantó la mano lentamente hasta poner el dedo sobre el timbre. Todavía tardó unos segundos en pulsarlo. Notaba los latidos de su corazón desbocado. Por fin presionó el botón, y en el interior resonó un timbre.

Mientras esperaba, inconscientemente, se colocó la ropa y se atusó el pelo. Levantó la cara y esperó dispuesta. Le costaba admitirlo, pero estaba nerviosa.

Oyó unos pasos al otro lado de la puerta; se abrió y apareció Joaquina.

—¿Es ésta la casa de Mario Cifuentes?

La criada dudó un instante al ver las trazas de la mujer que tenía delante.

—¿Para qué le requiere, si se puede saber?

Luisa se hartó de dar explicaciones.

—Dígale a su madre que su hijo está en la cárcel Modelo.

—¿Cómo… cómo dice?

—Ya me ha oído.

Luisa se dio la media vuelta para marcharse, pero antes de dar un paso, se giró de nuevo para mirar a Joaquina, que permanecía con la boca abierta con gesto de pasmo.

—Y a la familia de Fidel Rodríguez Salas —calló un instante, sin saber si hablar o no— díganles que lo busquen en el cementerio de San Justo, allí encontrarán su nombre.

Reinició su marcha, y se perdió por la escalera.

Joaquina intentó llamar a doña Brígida, pero el primer grito se le ahogó en un gemido lastimero y nervioso.

—¡Señora! —el tono de su voz, aumentaba a cada paso que daba hacia el salón—. ¡Señora! ¡Señora! ¡El señorito Mario, que está vivo, señora, que lo tienen encerrado en el abanico!

A medio pasillo, ya se había encontrado con las tres mujeres de la familia. Don Eusebio, que seguía convaleciente de la rotura de dos de sus costillas, descansaba en el mejor sillón del salón.

—Pero ¿qué ocurre, Joaquina? ¿Qué escándalo es éste?

Joaquina llegó frente a doña Brígida con la respiración acelerada y la cara desencajada.

—El señorito Mario, que le tienen en el abanico, que está vivo, señora… Está vivo…

—Por Dios, cálmate, Joaquina, y aclárate. No entiendo nada de lo que me estás diciendo.

—Señora, ha venido una mujer, una libertaria de estas que van con los petos en vez de con faldas, como Dios manda, y me ha dicho que el señorito Mario está preso en el abanico.

Doña Brígida se puso tensa.

—¿Me quieres decir qué es el abanico?

—La Modelo, señora, la cárcel Modelo —le contestó extrañada, pues a su parecer, todo el mundo sabía que a esa cárcel se la conocía con ese nombre—. A la Modelo la llaman el abanico, por su forma…

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