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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (36 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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La Comandante levantó su máscara, se acercó más y bramó:

—¿No me has oído? ¡Haz lo que te mando!

Los dos ogros se miraron con una risa burlona, y aquel al que Kolanda se había dirigido escupió al suelo.

—No me da la gana —gruñó. Hazlo tú misma.

Con creciente ira en los ojos, Kolanda Pantano Oscuro desenvainó la espada y golpeó la cara del ogro con la parte plana del arma.

—¡Obedece en el acto! —rugió.

La mueca de burla desapareció del enorme y malicioso rostro. El monstruo se puso de pie y se frotó la mejilla con una mano que mediría cuarenta y cinco centímetros de ancho. Frente a la mujer, parecía una torre.

—¡Insignificante hembra! —la insultó—. Fuiste demasiado lejos. Puede que te aplaste aquí mismo.

Kolanda se llevó una mano al cuello y extrajo una tira de cuero de debajo del peto de su barnizada armadura.

De la delgada correa pendía una cosa negra y deforme, semejante a una pera marchita.

—¡Caliban! —dijo.

Del extraño objeto saltó inmediatamente un chorro de calor, una tangible fuerza que hizo chisporrotear el aire que lo rodeaba y que golpeó en el pecho al ogro, que se vio arrojado una docena de metros hacia atrás. El gigante se tambaleó, rodó luego por el suelo y quedó finalmente con los miembros extendidos. Un repugnante humo partió en volutas de su cintura, y unos ojos muertos miraron al cielo.

Kolanda se guardó el objeto y señaló al segundo ogro.

—Ya oíste mi orden —dijo—. ¡Cúmplela tú!

El monstruo se levantó con un profundo rezongo en su pecho. Miró con fiereza a la mujer, contempló brevemente el humeante cuerpo de su compañero y, aunque con una tremenda expresión de odio, obedeció. Cuando el ogro se hubo ido, la Comandante llamó a unos cuantos goblins de los pantanos.

—Traed a los esclavos —mandó—. ¡Montad aquí mi pabellón!

De nuevo sola, Kolanda volvió a sacar el oscuro objeto, que mientras tanto había formado entre sus senos una enojada cabeza. Ella la alzó para mirarla con asco.

«¿Por qué me ha despertado Kolanda? —preguntó aquella cosa que sonó como un seco y feo susurro en su oído—. ¿Acaso me necesita para tratar con los ogros?»

—No era preciso que lo mataras —le reprochó la mujer—. Podría haber resultado útil.

«Ella me critica —musitó el objeto—. ¿Qué quiere?»

—Que me digas dónde está mi presa.

«¡Ah, conque me necesita...! ¡Ja, ja! —cacareó la marchita y vieja voz—. Ella necesita a Caliban. Muy bien. Caliban está despierto. Pero ella conoce el precio.»

Con un estremecimiento de repulsión, Kolanda cayó de rodillas y sostuvo aquella cosa arrugada delante de su cara. Bajó luego la cabeza y dijo:

—Caliban vivirá para siempre. El poder de Caliban llega más allá de la muerte. Caliban no volverá a morir nunca. Caliban me ofreció su ayuda...

La voz de Kolanda se apagó en un sordo susurro.

«¡Ja, ja! —graznó el oscuro ser—. Ella tiene que decirlo todo.»

—Caliban me ofreció su ayuda —continuó la mujer—, y yo la acepté. Cerré el trato con la sangre de mi propio hermano. Así, pues, Caliban es dueño de mi alma.

La voz rió entre dientes junto a la oreja de Kolanda.

«¡Muy bien! Ella siempre lo recuerda, como es su deber. ¿Qué me pide ahora?»

—No puedo ver a mi presa, Caliban. A ver si descubres tú dónde está el grupo, y me lo dices.

«Ella desea saber dónde se encuentra la gente. ¡Bésame, Kolanda!», jadeó la voz.

Aunque con un espeluzno, la mujer se llevó aquello a los labios y lo besó. A continuación se lo apoyó en la frente y volvió a mirar en dirección al Fin del Cielo. En efecto, allí descubrió al enano con sus compañeros. Se hallaban a kilómetros de distancia, pero a ella le pareció tenerlos muy cerca. La magia de Caliban aumentó de tamaño la escena, y Kolanda pudo contar a los componentes del grupo: dos enanos, un varón y una hembra; un ágil y barbudo humano vestido de soldado o de guardabosque; un caballo cargado de bultos, y un kender. Por cierto que había algo raro respecto de ese kender, como si alguien caminara a su lado... Pero no se veía a nadie. Descendían todos por un empinado sendero hacia el desfiladero que daba a las llanuras. Delante de ellos, un arqueado puente de piedra salvaba el abismo.

—Están cerca de la puerta perdida —susurró Kolanda—. Pero falta uno. ¿Por dónde anda el mago?

Levantó entonces los ojos y lo vio. Se hallaba solo en lo alto de la ladera del Fin del Cielo: un encapotado mago perteneciente a los Túnicas Rojas. El corazón de Caliban se calentó pegado a su piel.

«¡Sombra de la Cañada!», graznó la rasposa voz.

De pronto se produjo un sonido chisporroteante, un tintineo en el aire, un amontonamiento de fuerzas que pugnaban por liberarse. La figura de la montaña alzó su bastón y desapareció.

Perpleja, Kolanda Pantano Oscuro apartó el arrugado objeto de su frente y lo miró.

—¿Qué pasa? —inquirió. ¿Por qué estás tan...? ¡Ah, ya entiendo! Fue uno de ellos, ¿no? ¿Uno de los que te mataron?

La fantasmal voz dejó de reír. Ahora, sus murmullos revelaban un odio mortal.

«Ella tiene que sostenerme en alto —jadeó—. Necesito encontrarlo de nuevo. ¡Le daré muerte!»

Kolanda se apresuró a devolver esa cosa negra que era Caliban al peto de su armadura y esbozó una cruel sonrisa en su rostro que podría haber sido hermoso.

—Yo no te debo ningún favor, hechicero —dijo—. Nuestras cuentas están saldadas. ¡Vuelve a dormir!

Caliban se agitó un poco entre los pechos de la mujer, y luego se quedó quieto.

Ella se estremeció de repugnancia, como siempre. Años atrás, Kolanda había establecido un pacto con el consumido corazón del viejo y renegado hechicero, acorralado por magos de las diferentes Ordenes. Caliban era un Túnica Negra que había sobrepasado los límites de lo permitido, y por ello había pagado el precio. Pero Caliban era también un hechicero que, en el momento de su muerte, había sido capaz de arrancarse el corazón con sus propias manos y de disponer que su espíritu siguiera en él.

Esto era Caliban, y tal era el pacto entre ambos. Mientras Kolanda viviera, tendría que conservar y utilizar el objeto que la poseía.

Habían llevado ya a los esclavos para que montasen el pabellón. Casi todos eran Enanos de las Colinas, aunque entre ellos había algunas otras criaturas: un par de miserables aghar y un elfo con grilletes a quien habían mutilado hasta dejarlo prácticamente irreconocible, así como varios humanos. Kolanda los observó con la nariz arrugada. ¡Qué pocos eran! Pero pronto serían más. Un día tendría todos los esclavos que quisiera, para emplearlos a su capricho.

Era algo que había aprendido de Caliban o que, quizá, siempre había sabido: la gente sólo tenía un valor si era propiedad de uno.

La mujer echó otra mirada a los esclavos. Entre ellos se encontraba el solitario elfo, agarrado a un carro de forraje y con la vista fija en ella. Pese a tener las piernas inservibles por haberle cortado los tendones, lograba mantenerse derecho y ahora la miraba con unos ojos totalmente carentes de expresión. Quienes lo conducían lo aguijoneaban y propinaban latigazos, pero él hacía caso omiso de ellos. «Debiera matarlo», pensó Kolanda. Pero era el elfo que había tendido una emboscada a su grupo de exploradores y había aniquilado a la mitad de su escolta, y ella prefería hacerlo vivir y sufrir todo lo posible, como castigo.

Entre las heridas del elfo había algunas recientes. Le habían azotado la cara, y le faltaba una oreja. Según parecía, a consecuencia de un mordisco.

La Comandante buscó con la mirada a Thog, uno de sus jefecillos goblins, y lo llamó con un gesto.

—Han vuelto a pegar al elfo —dijo en tono acusador—. ¡Y yo lo quiero vivo!

—Intentó escapar —gruñó Thog—. Aunque a gatas, le rompió la crisma a uno de los nuestros con una piedra.

—Muy bien. Lo que me interesa es que no muera. Aún no estoy dispuesta a soltarlo.

Apenas se hubo marchado el jefecillo, Kolanda volvió a sacar de su pecho el marchito corazón del hechicero y dijo:

—¡Caliban!

El ser despertó en el acto.

—Explícame dónde se encuentra ahora el mago —le ordenó la mujer—. Después, sin embargo, haremos las cosas a mi manera. Y nada de humillaciones rituales, ¿entendido? No olvides que soy lo que te mantiene con vida.

«Ella es arrogante —susurró el objeto—. Pero por esta vez acepto. Sólo por esta vez.»

Kolanda apretó el viejo corazón contra su frente y miró a lo lejos.

Más tarde, cuando los esclavos hubieron terminado de montar el pabellón, Kolanda exigió de nuevo la presencia de Thog.

—Ordénales desmontar otra vez el pabellón y que se lo lleven todo —dijo—. Y reúne a tus tropas. ¡Nos vamos!

29

El puente de piedra que cruzaba el abismo en su punto más estrecho, junto al pie del Fin del Cielo, era viejo. No verdaderamente antiguo en el sentido del monolito de Gargath y otras construcciones como Pax Tharkas y las ruinas de Zhamen, pero tenía muchos años. Desde luego había sido levantado después del Cataclismo, ya que antes no existía ningún abismo entre los picos de las montañas y las llanuras de Dergoth.

Asimismo resultaba evidente que se trataba de una obra realizada por enanos. Era un puente de arco muy elevado construido totalmente de piedra, a base de enormes y tallados bloques de granito que en la parte central alcanzaban una altura de treinta metros, si no más, que cubría una luz de trescientos metros por encima del desfiladero. El suelo del puente medía algo menos de tres de ancho, con lo que era igual que los túneles de Thorbardin por donde pasaban las vagonetas tiradas por un cable.

Al aproximarse a la estructura, Ala Torcida la examinó con detención.

—Espero que sepas lo que haces —le dijo a Chane—. Una vez cruzada la garganta, nos alejaremos de Thorbardin en vez de avanzar hacia allí. Y en alguna parte nos aguardan unos goblins muy desagradables.

—Al menos sé dónde buscar a Rastreador —contestó el enano—. Está justamente al borde de las llanuras, en la ladera de una colina. No creo que nos queden ni cinco kilómetros de camino.

—Cuando tengas el yelmo, te conducirá de nuevo a Thorbardin, ¿no? —gruñó Ala Torcida—. Pero el puente estará entre nosotros y la ciudad, ¡y no puedo imaginarme ningún sitio mejor para que nos atrapen los goblins!

—Por eso mismo me propongo ir solo, no bien hayamos atravesado el puente —anunció Chane—. Los demás podéis esperar junto al otro contrafuerte, para asegurarnos el regreso.

—Yo no pienso hacer tal cosa, Chane Canto Rodado —declaró Jilian, picada—. Si tú vas, yo iré también.

—Pues yo no tengo otra alternativa —intervino Chestal Arbusto Inquieto—. Voy contigo, Chane. Por lo menos hasta que solucione el problema de Zas.

—Yo dejaré aquí al Sometedor de Hechizos —respondió el enano—. Ala Torcida me lo guardará. De este modo, tú podrás permanecer aquí, Chess. Si me toca defender el puente, resultarás de gran utilidad. Ya te vi manejar la jupak.

—Sí que lo hago bien, ¿verdad?

—Es lo que acabo de decir.

—No; has dicho que me lo viste manejar.

—¡Lo haces muy bien! Por consiguiente, ¡quédate!

—No tengo más remedio, si el Sometedor de Hechizos está aquí. Salvo que... No creo que quieras que yo me ocupe de él hasta tu regreso. De ese modo...

«¡Nooo!», pareció gemir algo que no era una voz.

—¡Ay, cielos! —exclamó el kender—. No soporto tener que oír esto otra vez. Claro que podría dejar mi bolsa, pero... ¿dónde llevaría entonces mis guijarros?

—¡Te quedas! —lo riñó Chane— Os quedáis todos. Yo sé
adonde
voy, e iré más deprisa solo.

Pero Ala Torcida hizo caso omiso de las palabras del enano. Rápidamente descargó al caballo de todos los bultos, dejando sólo la silla y los arreos. Luego montó y se ajustó el escudo al antebrazo izquierdo, a la manera de los jinetes.

Por último preparó la espada para tenerla a punto y miró al enfurecido enano.

—Si se trata de correr, tú eres quien está en peores condiciones. Así, pues, la persona indicada soy yo. ¿Dónde se encuentra la ladera?

Chane se encaró con él.

—¿Cómo sé que volverás?

—¿Y
tú?
¿Acaso tienes la certeza de regresar? —replicó el hombre con rabia—. ¿Aceptas mi ayuda, o no?

—Nunca la pedí —rezongó Chane—. Fue Jilian.

Ala Torcida se inclinó para devolverle al enano su belicosa mirada.

—Te considero capaz de exasperar a un minotauro, enano, pero no creo que seas estúpido. Dime dónde hallar tu dichoso yelmo, y yo iré en su busca.

Jilian tiró de la manga de piel negra a Chane.

—Explícaselo, Chane. Él te lo traerá.

—¿Cómo sabes que...? Bien; supongo que tienes razón. Simplemente es que... cuesta confiar en los humanos.

—Espero tus indicaciones —dijo Ala Torcida.

—Al otro lado del puente hay una pendiente muy accidentada, con un sendero que serpentea a través de mineral aflorado durante cosa de... ochocientos metros, más o menos. Es un camino fácil de ver o, por lo menos, lo era cuando yo..., cuando Grallen lo vio. Una vez salido de la zona agrietada, descubrirás delante unas cuantas lomas. El camino se bifurca alrededor de la primera. Toma la senda de la izquierda. La otra conduce al pantano. —Chane hizo una pausa, antes de proseguir:— Detrás de esa loma verás otras dos, a menos de dos kilómetros de distancia; pequeñas colinas muy parecidas entre sí, con una quebrada que las separa, y la llanura a sus espaldas. El yelmo de Grallen está en la loma de la derecha, y lleva engarzado a Rastreador. La cara de la colina da al Monte de la Calavera, y el yelmo se encuentra cerca del pie de ella. Como hay muchos escombros, supongo que te tocará rebuscar bastante.

—¿Y si está enterrado?

—No lo está. Pero se halla en un lugar oscuro, en una especie de grieta profunda de paredes dentadas. Y, desde donde está, no se ve Thorbardin.

—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Ala Torcida.

—Porque me consta que Rastreador desearía verlo, pero no puede. Irda dijo que las dos piedras son objetos divinos, restos de algo que hizo un dios. Quizás están interesadas en algo que preocupa a ese dios...

—¿Y qué dios es ése? —preguntó Ala Torcida, ceñudo—. En el caso, desde luego, de que realmente existan los dioses. Porque yo no acabo de creerlo.

—Tampoco yo estoy seguro —admitió el enano—. Pero Irda tiene fe en ellos. Y Reorx es el más grande de todos los dioses, si es que, como tú dices, existen...

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