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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (16 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—¡Yo no prometí nada de eso!

—¡Demaneraqueestasahi! —exclamó una voz detrás de Ala Torcida.

El humano se volvió hacia el gnomo, que se le acercaba agitando la mano.

—¡Termodinámica! Teoibramardesdeelotroladodelaplaza. Soloqueriadecirtequeestarelistodentrodeunahora.

Ala Torcida contempló sorprendido a la menuda criatura.

»
¡Soyyo! —dijo el gnomo y, al observar la extrañeza reflejada en la cara de Ala Torcida, hizo una profunda respiración y habló más despacio—. ¡Bobbin! Ah, ya entiendo... Los humanos dicen que, visto un gnomo, los han visto a todos. Yo esperaba que estuvieras por encima de esa gente. Pero no importa. Un acuerdo es un acuerdo, ¿no? Bien... Detrás de esas chozas hay un prado abierto á todo el mundo. Espérame allí. Y trae tu caballo, desde luego. No te preocupes por la cuerda. Yo ya tengo.

Con estas palabras, el gnomo dio media vuelta y echó a correr en la dirección indicada.

Ala Torcida lo siguió con la mirada, atónito.

—¿Qué es todo ese lío? —inquirió Jilian.

—No tengo ni la más vaga idea.

Bastante desorientado y molesto, el hombre siguió hacia la posada, cuyos cerdos describían en ese momento alegres círculos en el aire. Había reducido el paso, pero no dejaba de vigilar a la enana y su espada.

El establecimiento estaba repleto, como de costumbre. En las temporadas de mucho movimiento comercial, Barter era un auténtico hervidero. No obstante, Garon Wendesthalas ocupaba solo una mesa. El elfo se levantó al verlos entrar y saludó con la mano a Ala Torcida.

—¿Qué? —preguntó cuando ya estaban cerca—. ¿Te pagó Rogar Hebilla de Oro sin necesidad de peleas?

—No quiero hablar de ello —respondió el hombre—. ¿Averiguaste algo referente a los goblins?

—No mucho, la verdad. Sólo oí rumores acerca de cosas extrañas. ¿Y tú, qué tal?

—Más o menos igual. Pero tengo un problema. Mañana debo partir de nuevo hacia el norte. Hebilla de Oro exige el pago de la deuda.

—¿Más bultos que transportar?

—No; esta vez hago de escolta —refunfuñó, a la vez que, de mala gana, señalaba con el pulgar a la chica que, situada detrás de él, le llegaba a la cadera—. Es Jilian Atizafuegos —añadió ceñudo—. Tengo que ayudarla a buscar a un enano perdido. Jilian, te presento a Garon Wendesthalas.

—¡Ay, madre mía! —exclamó la joven ante aquel ser tan alto y de aspecto melancólico—. Tú eres un elfo, ¿verdad? ¡Es un placer conocerte!

Tomaron sendas jarras de fresca cerveza mientras el humano y el elfo comentaban los rumores oídos. Ninguno tenía nada concreto que notificar. Las mismas historias se repetían en distintas versiones. Era evidente que algo muy ominoso sucedía muy al norte, pero nadie sabía con exactitud de qué se trataba.

Jilian intervino después de escuchar un rato.

—Todo eso me recuerda el sueño de Chane —dijo—. Una voz le decía, con insistencia, que se acercaban malos tiempos, y que su destino era el de proteger Thorbardin. Por eso busca él un yelmo.

Garon la miró a ella, y luego fijó la vista en Ala Torcida. El humano abrió las manos y meneó la cabeza.

—Ese es el motivo de que me toque volver al norte —rezongó. ¡Porque un enano soñó con un yelmo!

—No fue un sueño solo —lo corrigió Jilian— ¡Chane llevaba años enteros soñando lo mismo! Pero fue sólo últimamente cuando esa voz le dijo lo que se esperaba de él. ¡Es su destino!

—En tal caso, ¿por qué te empeñas en interferir? —preguntó el elfo.

—No es que me empeñe, sino que... ¡es posible que Chane necesite ayuda! Los guardias que lo acompañaban volvieron atrás, y yo me enteré de que le habían robado todo lo que llevaba encima para abandonarlo luego en el desierto. Sin embargo, creo que lo encontraremos, y que estará bien. Rogar Hebilla de Oro dice que Ala Torcida es una persona de muchos recursos..., aunque sea humana.

—¿Una persona de recursos? ¡Bah! —bufó Ala Torcida, sombrío— Tengo mis recursos, sí, pero aquel viejo canalla ya se ocupó de reducirlos al máximo.

Alguien dio un empujón a Ala Torcida y luego le tiró de la manga. El hombre se volvió para encontrarse con el gnomo, que parecía malhumorado.

—Pensaba que habías ido en busca de tu caballo —se quejó el pequeño individuo, con palabras lentas y entrecortadas—. Mi vehículo volador ya espera, y pronto nos quedaremos sin luz. ¡Ven de una vez! ¡Es tarde!

—No sé de qué me hablas —dijo Ala Torcida.

—¿Qué es lo que te corresponde hacer? —intervino Jilian.

Ala Torcida se encogió de hombros.

—Lo ignoro. Nadie me lo dijo.

—Tienes que tirar de mi aparato volador con tu caballo —explicó el gnomo—. ¿Acaso puede haber algo más simple? ¡Despabílate! No hay mucho tiempo que perder.

—Voy a ver qué pasa —anunció el elfo—. ¿Dónde dejaste tu montura?

Sin posibilidad de elegir, Ala Torcida fue conducido desde la Posada de los Cerdos Voladores hasta la cuadra donde aguardaba el animal, y seguidamente tuvo que cruzar un prado donde, bajo los últimos rayos del sol, relucía un objeto maravilloso.

La primera vez que habían visto el ingenio del gnomo, se parecía vagamente a una sombrilla plana y doblada. Ahora ya no estaba doblado, ni tenía el aspecto de una sombrilla. Más que nada, diríase que era una enorme gaviota de alas extendidas, que se había sentado sobre unas delgadas ruedas. Las grandes y delicadas alas de tela blanca medían unos nueve metros cada una, y en medio quedaba aquel artefacto semejante a un cesto, cuya puntiaguda nariz era ahora un armazón cuadrado de finas barras metálicas. La tela cubría cuatro lados de los seis que tenía el cesto, y las partes delantera y trasera permanecían abiertas.

El gnomo correteó delante de ellos y, cuando llegaron la enana, el humano y el elfo, estaba ocupado atando al morro del aparato el extremo de una larga y delgada soga. Alrededor del prado, aunque manteniendo una prudente distancia, había gente de distintas razas, llena de curiosidad por ver qué sucedería.

—¡Por el brillo de las estrellas! —exclamó Jilian mientras observaba el ingenio por todos lados— ¿Verdad que resulta bonito? ¿Qué es, en realidad?

—¡Mi aparato volador! —contestó el gnomo—. Apártate, por favor. Tú coloca tu caballo delante y monta en él. Ya estoy casi a punto.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Jilian.

—¡Elevarme por los aires! —replicó el gnomo, picado, y después de un suspiro de impaciencia agregó—: ¡Por eso traje hasta aquí mi invento! Para que el público vea cómo vuelo. Alguien puede querer comprarlo, y entonces construiré más aparatos. Pienso hacer negocio con ellos.

—Nosotros ya sabemos para qué no servirá ese trasto —le susurró Ala Torcida al elfo—. ¡Para volar!

Sin embargo, condujo a su caballo a donde le había indicado el gnomo, y subió a él.

—¡No te asustes, corcel mío! —murmuró el hombre—. Ese armatoste se desmontará apenas dados diez pasos, y entonces podremos dedicarnos a aquello para lo que vinimos.

El gnomo avanzó hacia él, hizo un lazo con su cuerda y la alzó.

—Toma, sujeta esto a cualquier parte, pero de manera suelta. Dame el otro extremo. Lo dejaré ir cuando quiera desprenderme.

Obediente, aunque con una sonrisa irónica, Ala Torcida pasó la cuerda por la perilla de su silla de montar y tiró de ella hasta que apareció el extremo libre, que entregó al gnomo.

—Oye, por simple curiosidad... —le preguntó al gnomo— ¿Por qué te echaron de tu colonia?

El gnomo alzó la vista.

—Porque estoy loco. Y allí no toleran la locura; ya lo sabes.

Bobbin regresó a toda prisa junto a su aparato con el extremo suelto de la soga y trepó al cesto situado entre las alas.

«Conque loco... —se dijo el hombre—. Debiera haberlo supuesto.»

—¡Adelante! —gritó el gnomo—. Corre todo cuanto puedas y, tan pronto como yo esté en el aire, me desengancharé. Sólo te necesito hasta ese momento.

—Loco... —musitó Ala Torcida—. ¡Cielos!

Y miró al gnomo metido en su ingenio de tela y metal.

—Ahora! —bramó Bobbin—. ¡Ahora!

Ala Torcida soltó un reniego al mismo tiempo que agarraba las riendas y espoleaba a su caballo. El animal se encabritó, tensó la cuerda y salió disparado a galope tendido. Detrás de él, el hombre oyó un aullido, pero no se molestó en volverse. La soga zumbaba en la perilla, y su extremo se soltó con un chasquido. Ala Torcida prestó atención a los esperados ruidos del siniestro, pero de pronto tuvo que agacharse cuando algo enorme y blanco pasó con intenso susurro a poca altura por encima de su cabeza. Con una nueva maldición, el humano apartó su caballo, tiró de las riendas y contempló boquiabierto cómo el artefacto de Bobbin cobraba velocidad. Pareció retroceder entonces un poco, pero enseguida alzó la nariz y se elevó definitivamente. Alrededor de todo el prado hubo vítores, aplausos y voces de sorpresa.

El aparato ascendía cada vez más, reluciente bajo los ya oblicuos rayos de sol. A cierta distancia inclinó un ala, torció airosamente hacia la izquierda, viró y describió un círculo por encima del pueblo. Ahora, ya muy alto, el ingenio parecía diminuto. Hacía rizos, se elevaba, bajaba en picado y daba vueltas cual un águila gigante que se dejara llevar por las corrientes de aire de una cordillera. Siempre boquiabierto de asombro, Ala Torcida regresó a donde esperaban los demás, y desmontó. Jilian Atizafuegos daba saltos y palmoteaba de ilusión ante las evoluciones del bonito aparato en las alturas. Garon Wendesthalas, en cambio, permanecía ceñudo y pensativo.

—No acierto a creerlo —dijo Ala Torcida con un meneo de cabeza—. ¡Ese artefacto funciona realmente! ¡Y vuela!

—A mí no me sorprende —comentó el elfo—. Oí lo que Bobbin te contaba acerca de su locura.

—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?

—¡Pues ése es el secreto, precisamente! Bobbin está loco de veras. Es un gnomo loco. Por eso, lo que inventa funciona.

—No obstante, lo echaron de la comunidad.

—¡Claro! Tenían que hacerlo. ¿Te imaginas lo que sucedería si un monstruoso ingenio funcionara a la perfección, en medio de todas las demás cosas inútiles ideadas por los gnomos? ¡Sería deprimente! Podría significar el fin de una colonia.

Ala Torcida reflexionó, sin apartar la vista del aparato.

—Ya te entiendo —dijo por último.

Durante un rato, el artilugio hizo piruetas por encima de Barter. Luego inició el descenso en dirección al prado. Reducida la velocidad de vuelo, llegó a unos tres metros del suelo, pero de repente volvió a subir, cada vez más aprisa.

El gnomo efectuó un segundo intento de aterrizaje, y un tercero, mas era inútil. Siempre ascendía de nuevo. En su cuarto paso sobre el prado, cuando Bobbin parecía suspendido en el aire vespertino, Ala Torcida puso las manos en forma de bocina y gritó:

—Ya has demostrado tu habilidad, Bobbin! ¡Ahora baja de una vez!

—Nopuedo! —contestó el gnomo, desesperado, y su voz se debilitó cuando el invento volvió a ganar altura—. ¡Subeysube, ynopuedohacerlobajar!

—Podrá estar loco —le comentó Ala Torcida al elfo—, pero sigue siendo un gnomo.

Al anochecer, después de renunciar a ver aterrizar al gnomo, los tres retornaron a la población. Jilian se alojaba en el campamento de Rogar Hebilla de Oro, y Ala Torcida dormiría en el altillo de la cuadra.

—¿Pensáis partir mañana? —preguntó Garon.

—Eso parece —respondió el humano—. A cumplir una misión absurda.

—Os acompañaré durante una parte del camino —ofreció el elfo—. Aquí no tengo nada más que averiguar, y ya vendí mi mercancía.

—Me alegra que vengas —dijo Ala Torcida— ¿Te impulsa algún motivo concreto?

—Pueden aparecer más goblins —gruñó el elfo.

12

El mapa de Jilian Atizafuegos —arrebatado por coacción a un malandrín en un túnel de Thorbardin— era más bien un croquis de hitos con una ondulada línea entre una marca y otra. Cuando finalmente persuadió a Ala Torcida para que lo mirase en su segunda jornada de viaje hacia el nordeste, el hombre le echó un vistazo, lo volvió de un lado a otro y, por último, se rascó la cabeza.

—¿Es ésta toda la guía que tienes? —refunfuñó. ¡Semejante mapa no te servirá para encontrar a nadie! No tiene coordenadas, ni nada de donde partir... ¿Qué lugar se supone que reproduce?

Se habían detenido a descansar en un pequeño prado, más bien un herboso saliente en una ladera de montaña, pero que ofrecía posibilidad de pacer al caballo de Ala Torcida, y de donde todos podrían saciar la sed en un diminuto manantial que brotaba de la porosa piedra para chorrear roca abajo y formar una charca de poca profundidad. Por regla general, cuando hacían un alto, el hombre y el elfo se separaban para estudiar la senda. Ala Torcida solía adelantarse para examinar lo que tenían a cierta distancia, mientras que Garon quedaba retrasado para vigilar lo que podía haber detrás. Era un acuerdo tácito. Simplemente, lo que dos viajeros expertos en los peligros de las soledades sabían qué convenía hacer.

Ala Torcida se puso en cuclillas y extendió el mapa de Jilian sobre el suelo.

—Ni siquiera encuentro una orientación —gruñó. ¿Qué es qué?

La muchacha, situada detrás de él, miraba por encima de su hombro.

—Guíate por las equis —indicó—. Una de ellas representa la Puerta Sur de Thorbardin, y la otra señala el punto donde aquellos canallas vieron por última vez a Chane Canto Rodado.

—Eso no significa nada para mí —contestó Ala Torcida, con un suspiro—. Aunque supiéramos qué equis es la que buscamos, cosa que ignoramos, sólo nos explicaría que ese extremo del mapa, o el opuesto, debiera dar al norte. Pero... ¿qué distancia separa a las dos equis?

—Unos dieciocho centímetros, diría yo —opinó Jilian con un encogimiento de hombros—. Podemos medirlo, si...

—No me refiero a eso. ¡Qué distancia significa en realidad, quiero decir!

—La distancia entre la Puerta Sur y los eriales del norte —respondió Jilian, extrañada de la incapacidad de hombre para deducir cosas tan simples—. Sea la que sea.

Ala Torcida suspiró nuevamente y meneó la cabeza.

—Puede tratarse de treinta kilómetros, o de ochenta. ¡Por todos los dioses, muchacha! Sabes que no hay frontera, ni tampoco una línea marcada a través de las montañas, con marcas que indiquen: «Esto es el reino de Thorbardin, y en aquel lado están las tierras salvajes». Los eriales comienzan siempre a partir del último perímetro recorrido por la patrulla, y eso cambia de continuo. La persona que dibujó este mapa... ¿no te dio ninguna idea de lo que debías buscar, ni dónde?

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