Las puertas de Thorbardin (18 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—Felinos —gruñó Ala Torcida—. ¡Felinos es lo que buscamos!

El gnomo no contestó. Una corriente de aire se había apoderado de su ingenio, y buen trabajo tenía para dominarlo.

Los controles parecían consistir mayormente en unas cuerdas que iban del cesto a los paneles del morro del aparato, cuerdas que controlaban el ángulo y el extremo de los paneles. El artilugio se vio zarandeado, dio fuertes sacudidas y por fin logró nivelarse a unos seis metros encima de ellos. Bobbin miró hacia abajo con la cara roja de rabia.

—No me importa explorar el valle —dijo—. Por lo visto, no tengo nada mejor que hacer, de momento.

13

—¡Apuesto cualquier cosa a que jamás viste algo semejante! —exclamó Chestal Arbusto Inquieto, lleno de satisfacción, sin cesar de dar vueltas para calcular la anchura del campo de hielo, lleno de confusas formas heladas en pleno combate— ¡Fíjate en esto! ¿No te lo decía? ¡Protuberancias heladas, allí donde mires! Y dentro de cada bulto hay enanos congelados..., todavía en actitud de lucha, excepto que ya no se mueven.

Chane Canto Rodado no contestó. Lo miraba todo con ojos horrorizados. Era preciso escudriñar aquello, pero no lo hacía a gusto. Para quien se hubiera criado en el protegido mundo subterráneo de Thorbardin, la Guerra de Dwarfgate no era más que una antigua leyenda: historias de la defensa de las puertas de Thorbardin en tiempos de una gran crisis, relatos de héroes que habían defendido las puertas y los caminos que se extendían detrás, y que luchaban a las órdenes del rey Duncan para que Thorbardin pudiera sobrevivir.

«Éstos son algunos de ellos», pensó Chane a la vez que se acercaba a una considerable y rara loma de hielo que surgía del misterioso campo. Era una formación caótica, como una cordillera en miniatura, el doble de alta que él y que se extendía en todas direcciones entre unos quince y treinta metros. Dentro del hielo, unas oscuras sombras delataban la existencia de unos cuerpos.

El enano se arrodilló ante una inclinada placa de hielo y la frotó hasta conseguir que fuera transparente. Arrimó la cara y, a medio metro de profundidad, como mucho, descubrió los cuerpos de dos enanos enzarzados en dura lucha, martillo contra espada, escudo contra escudo, con la misma violencia que exhibían en el instante en que el hielo había encerrado a los combatientes. Aparte de esos dos enanos, había otros que se perdían bajo una vaga translucidez. Uno de ellos aún trataba de defenderse con un escudo de una tremenda hoja que caía sobre él. Otro, con los brazos extendidos, buscaba inmóvil el equilibrio al caer, helado, sobre el cuerpo de un enano partido desde el hombro hasta la cintura de un certero golpe. Dentro del hielo, la sangre derramada conservaba su color carmesí sobre la capa de negra ceniza que había debajo.

«He aquí algunos de los que salieron a defender las puertas de Thorbardin —se dijo Chane—. Y también están aquellos contra los que lucharon. Pero... ¿quién es quién? ¿Sabían ellos mismos con quién peleaban? Pueden sumar cien o más los encerrados aquí en eterno combate, en esta sola loma de hielo. Enanos que salieron de Thorbardin, y enanos que querían entrar en el reino. Enanos todos ellos, y todos juntos ahora en este gélido silencio...»

Ninguno había regresado a Thorbardin para explicar el resultado de la batalla, ni ido a ninguna parte. Todos estaban aún allí. Encerrados en el hielo, con una capa de ceniza debajo.

Tres eran los hechizos pronunciados por Fistandantilus. Las palabras resonaron en la mente de Chane. «El primero era fuego; el segundo, hielo...»

Fuego y hielo. El enano se apartó de aquella espantosa ventana, porque sentía un intenso frío.

—¿No es formidable? —exclamó el kender, entusiasmado, mientras pasaba por su lado—. ¡Enano-témpanos! ¡Imagínate! Allí hay uno que debieras mirar. ¿Ves aquel bulto? ¡Pues dentro hay cuatro enanos! Uno de ellos empuña un hacha y pelea contra los otros tres. Date prisa. Aunque creo que se conservarán mientras dure el hielo, ¿no? ¡Caramba, si esto es un museo de estatuas, con ventanas cubiertas de escarcha!

Chane Canto Rodado clavó una dura mirada en el kender, pero éste ya había partido en busca de nuevas emociones.

El enano emitió un gruñido que, al fin, se transformó en un suspiro. «No quiero seguir aquí —se dijo—. No deseo ver esto.» Empero, continuó de montículo en montículo por aquel campo de muerte helada, escudriñando esto y aquello, arrodillado, para ver qué mantenía enclaustrado el hielo. Y constantemente sentía el débil hormigueo producido en su frente por la pequeña mancha roja —la marca de la luna roja— que lo impulsaba a continuar.

Chane pensó, taciturno, que ninguno de los que allí se encontraban en el momento del hechizo había podido escapar. Todos estaban atrapados. No obstante, y según los viejos relatos, Grallen no había muerto en ese lugar. El hijo del rey Duncan había perdido la vida en esa guerra, pero no allí, sino en algún otro sitio, en algún otro momento. En otro campo de batalla. En el lugar donde Fistandantilus había lanzado su último y peor hechizo, según se decía. Chane trató de recordar todo lo oído referente a las leyendas. ¿Dónde había tenido efecto esa batalla final? No estaba seguro; sólo le constaba que no era allí. ¿Más al este, quizá? ¿No había sido, acaso, en el Monte de la Calavera?

Grallen, príncipe guerrero de los hylar, había conocido un secreto en sus últimas horas, el secreto de una puerta oculta de Thorbardin, pero ya era tarde para descubrirla y defenderla.

¿Habría estado Grallen donde ahora se hallaba él?

La mancha roja de la frente le escoció a Chane. Sí, tenía el convencimiento de que Grallen había estado allí, para seguir luego adelante. Mas... ¿en qué dirección?

El enano vio de nuevo la imagen en su mente. Un rostro parecido al suyo, el rostro que le había mostrado el sueño, o tal vez la luna roja. Grallen, hijo de Duncan. Su propio antepasado. ¿Podía ser eso cierto?

El hielo lo dominaba todo. Un hielo cuyas retorcidas formas contenían enanos helados en pleno combate. En algunas de ellas, las figuras forcejeaban entre oscuros remolinos de humo que tampoco se movían. ¿Qué clase de mago había sido ese Fistandantilus? ¿De qué tipo de brujería se había servido para conseguir semejante monstruosidad? Sin embargo, las leyendas afirmaban que lo llevado a cabo después aún era mucho peor.

El kender volvió a pasar por su lado, tan contento como un chiquillo ante un cuarto lleno de juguetes nuevos.

—¿No encuentras a ningún conocido? —inquirió—. Me pregunto por qué pelearían...

Y Chess echó a correr hacia un montículo todavía no explorado, pero de pronto se detuvo y volvió atrás.

—¿No has pensado en la posibilidad de sacar del hielo a algunos de los enanos, con tu martillo? —agregó—. Sólo para ver si siguen luchando...

Chane se encaró con él, furioso.

—¡Si al menos supieras permanecer callado! Podrías demostrar un poco más de respeto.

—Pues no los saques —respondió el kender, con un gesto de indiferencia—. No era más que una idea.

Dicho esto, se fue.

—Este dichoso Chess sería capaz de expoliar tumbas sin el menor remordimiento —murmuró Chane.

No obstante, la cuestión era intrigante. ¿Estarían realmente muertos los enanos atrapados por el hielo? ¿O sólo se hallaban en suspensión temporal? Después de breve reflexión, el enano decidió que prefería no saberlo.

Chane siguió adelante, sin saber exactamente qué miraba, aunque el hormigueo de la frente se hacía más pronunciado a medida que avanzaba hacia el este. Le sugería esto que
algo
le indicaría adonde había ido a parar Grallen tantos años atrás.

Cuando estaba arrodillado junto a otro informe montículo —en cuyo interior unos enanos armados de picas se defendían de otros con espadas y hachas—, el kender apareció de nuevo y se detuvo a su lado.

—¿Aún no has encontrado nada? —preguntó.

—No. Simplemente, más enanos. En realidad no sé qué espero hallar. Casi desearía que el mago siguiera con nosotros. Tal vez tuviese alguna idea.

—De tenerla, lo habría mencionado.

—¿Dijo algo acerca de adonde se encaminaba?

—A una montaña, aunque no especificó a cuál, porque desde aquí no veía nada. Oye..., ¿qué supones que es eso? —agregó el kender, protegiéndose los ojos para mirar a lo lejos.

Chane alzó la vista en la dirección indicada.

—No veo nada.

—En este momento, yo tampoco. Pero me pareció ver un gran pájaro blanco. ¡Ahí está de nuevo! ¡Fíjate! Hacia el norte. ¿Qué diantre será?

Entonces, Chane también lo distinguió. Era una forma blanca y alada que se deslizaba por encima del bosque, a varios kilómetros de distancia. Se parecía vagamente a una gaviota gigante.

—No sé qué puede ser, pero en cualquier caso no es lo que yo busco.

El enano volvió a encaminarse hacia el este, donde, algo separado de los demás, había un gran montículo de hielo.

Chestal contempló durante unos minutos el lejano objeto blanco, hasta que se cansó. Ignoraba de qué se trataba, y aquella cosa tampoco daba muestras de querer aproximarse. Finalmente, el kender subió a uno de los montículos —encerrados en el cual, unas confusas formas continuaban en perpetua e inmóvil batalla— y miró a su alrededor.

—¿Y ahora qué? —se preguntó.

«Dirígete al oeste», pareció decir algo carente de voz.

—No te hablaba a ti, Zas —lo riñó Chess—. Hablaba conmigo mismo. Además, el único motivo por el que quieres hacerme ir hacia el oeste es el de alejarme lo suficiente del Sometedor de Hechizos que tiene el enano, para que tú puedas existir. ¿No es cierto?

«Cierto, sí», admitió algo en tono lúgubre.

—En cualquier caso, ya avanzaba en ese sentido.

«¡Ay de mí!», se lamentó Zas.

—Quisiera que el enano hallara lo que tanto busca —murmuró el kender—. Ya tengo ganas de ver algo nuevo.

Bajó del montículo de hielo y se agachó cuando una sombra enorme pasó por encima de él. Agarrado al suelo, levantó la vista. El extraño objeto blanco estaba ahora cerca y descendía en espiral, describiendo círculos cada vez más bajos. A unos quince metros de altura recobró el equilibrio, pareció pararse, se deslizó hacia él y volvió a quedar suspendido, justamente sobre el kender. Una cabeza asomó al lado de un ala, y una voz preguntó:

—¡Eh, tú! ¿Eres de por aquí?

—¡No! —contestó Chess— Sólo visito esto. ¿Qué es ese trasto?

—¡Mi vehículo volador! Todavía necesita alguna modificación, pero ya la preparo. En este momento, sin embargo, miro si hay felinos. ¿Viste alguno?

—Últimamente, no —respondió el kender—. Cuando vine primero, sí que había algunas de esas fieras, pero ahora ya no están. Oye, ¿es que no piensas bajar?

—No puedo. Me figuro que es consecuencia del efecto de tierra. ¿Tienes algo de comida?

—Poca. Carne seca y galletas. ¿Por qué?

—Y pasas no? ¿No llevas pasas?

—Creo que no.

—Es igual. Lo que sea me irá bien —gritó el aviador, y del blanco artefacto comenzó a descender una cuerda con una pequeña cesta sujeta a su extremo—. ¿Me enviarás algo?

Chess revolvió el contenido de su bolsa, donde había las cosas más diversas. Sobre todo, lo recogido por el camino, sin que el kender supiera ya cuándo ni por qué. En el fondo encontró carne seca y unas galletas que había pescado en la cabaña de Irda, que depositó en la cesta cuando ésta llegó abajo.

—¿Por qué te interesan los felinos? —inquirió Chess.

—Alguien quiere tener noticia de ellos. Un hombre llamado Ala Torcida. Está convencido de que en el valle abundan los felinos, de manera que vine a comprobarlo. La verdad es que no he encontrado ni uno solo.

—Son los felinos de Irda. Ella se fue, y supongo que los animales la siguieron. Tú eres un gnomo, ¿no?

—Sí. Me llamo Bobbin.

—Pues yo soy Chestal Arbusto Inquieto. ¿Sabes algo sobre unas antiguas máquinas de los gnomos? Me refiero a unos artefactos para los asedios, construidos hace una eternidad. Por ahí vimos unos cuantos, pero no soy capaz de darte detalles.

—Yo tampoco entiendo nada de eso —dijo Bobbin—. Estoy loco.

—¡Oh! Lo siento.

—No tienes la culpa. Otra cosa que interesa a Ala Torcida y sus compañeros, es un enano. ¿Hay enanos por estos andurriales?

—¡Centenares! —exclamó Chess con un amplio movimiento de brazos—. Los hallarás en todas partes, pero están congelados bajo una capa de hielo. Llevan años y años ahí.

—Yo busco a uno de nuestro tiempo. Se llama Chain o algo semejante... ¿Quién es ése? —preguntó el gnomo señalando a Chane Canto Rodado, que acababa de aparecer de detrás de un lejano montículo y corría hacia el kender y el extraño aparato.

—Aquí tienes a un enano —dijo Chess—. Podría ser el que tú buscas. Se llama Chane Canto Rodado. ¿Qué quieres de él?

—Yo nada, en realidad. Es el hombre quien ansia averiguar su paradero. ¿Siempre va vestido de igual modo? ¿Qué es eso? ¿Un disfraz de conejo?

—Una piel de felino.

Un súbito golpe de aire sopló sobre el campo de hielo e inclinó y sacudió el blanco pájaro. El gnomo hizo algo y, de repente, el artilugio salió disparado hacia las alturas, de tal forma que pronto fue sólo un punto alado en el cielo. Poco a poco pareció lograr una estabilización y, entonces, inició una serie de amplios círculos.

Chane alcanzó el montículo donde permanecía el kender.

—¿Quién es ese individuo? —inquirió—. ¿Y qué hace ahí arriba?

—Se llama Bobbin y es un gnomo.

—¡Qué diablos hace, quiero saber!

—Busca felinos.

—¿En los cielos? —Chane trató de seguir las piruetas del aparato con ojos entrecerrados—. ¿Y en qué vuela?

—En algo muy poco de fiar, creo. Todo cuanto explicó fue que alguien le mandó comprobar si por aquí había felinos, pero hasta ahora no vio ninguno. Ah, y dijo que un hombre llamado Ala Torcida preguntaba por ti.

—¿Por mí?

—Seguramente se trata de ti, sí. ¿Lo conoces?

Chane se rascó la barba. El nombre le sonaba familiar. En alguna parte lo había oído... De repente hizo memoria.

—¡Sí! —exclamó—. Ala Torcida es humano, en efecto. Rogar Hebilla de Oro cree que está chiflado.

—No. ¡Es el gnomo quien está loco! Él mismo lo dijo.

—¿Para qué puede buscarme Ala Torcida? ¡Si ni siquiera lo conozco!

—Quizás estés haciéndote famoso —opinó el kender—. ¡Mira, el gnomo vuelve a descender! A cada círculo que describe, vuela más bajo. ¡Caramba! Eso parece divertido.

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