Read Las puertas de Thorbardin Online

Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (32 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
8.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En el extremo del campo de hielo se retiraron otra vez. No sobrepasaban ahora la docena, contra al menos setenta goblins. Cargaron éstos de nuevo, pero de repente se detuvieron boquiabiertos con la mirada fija en el aire, más allá de la línea de defensores.

Lanudo Cueto de Hierro echó un vistazo a su alrededor en el momento en que algo muy rápido y de amplias y pálidas alas pasaba por encima de su cabeza y cobraba altura. No pudo distinguir qué era, ni tampoco intentó seguirlo con los ojos. En cambio se fijó en el segundo objeto volador que se precipitaba desde arriba y era... nada menos que un dragón rojo, de fauces muy abiertas, de las que partían bocanadas de fuego. El monstruo ensanchó todavía más sus alas y se deslizó por encima de la línea de batalla.

Y, sin previo aviso, el abrasador aliento del dragón barrió el campo de hielo que quedaba detrás de los goblins.

* * *

Bobbin tenía problemas. Por espacio de unos momentos había mantenido la distancia del dragón mientras el aparato descendía hacia el suelo con temblorosas alas. Pero el gnomo había esperado demasiado, bajado en exceso y perdido el control. El dragón estaba situado ahora encima de él y se acercaba a una velocidad mortal. Bobbin oyó la profunda y retumbante aspiración de la bestia y supo lo que significaba.

—¡Termodinámica! —murmuró, suplicando a los dioses que su último cálculo fuese correcto y que el mismo efecto de tierra que antes había sido su perdición, ahora actuase por una vez a favor de él.

¿En cuántos momentos, desde que había despegado, no había salido disparado el ingenio hacia arriba del modo más escalofriante, impulsado por la fuerza de sustentación del aire cercano al suelo?

—¡No cambies precisamente ahora de sistema! —gruñó Bobbin, sujetando con fuerza los mandos laterales.

El campo de hielo pasó a gran velocidad pocos metros por debajo de él.

El gnomo cerró los ojos y tiró nuevamente de las cuerdas. Detrás y debajo de la cola del aparato, un torrente de espantosas llamas abrasó el aire y cruzó en forma de olas de irresistible calor el campo de hielo, que pareció estallar en grandes nubes de vapor y hollín.

El artilugio de Bobbin ascendió de manera casi vertical; una pálida astilla impelida por su propia dinámica y que, además, había adquirido rapidez por las corrientes de aire que precedían a las masas de humo. El gnomo abrió los ojos y miró una vez más lo que lo rodeaba. Detrás tenía un diminuto y lejano paisaje, donde los remotos picos parecían abrir surcos en un campo. Y apenas visible estaba el dragón rojo, que emergía de su descenso en picado y comenzaba a girar hacia el este.

«¿Cómo demonios lo hiciste?»

La voz del dragón sonaba sinceramente impresionada.

—Resultados del efecto de tierra —explicó el gnomo—. No es nada nuevo. Lo practiqué durante semanas.

«Efecto de tierra», repitió la voz, que parecía más distante.

—Así es como lo llamo yo. El aire próximo a tierra es más denso que el de las alturas. ¡Por eso no puedo aterrizar!

«¿Que no puedes aterrizar? ¿Quieres decir que no tienes modo de bajar?»

—¡No, maldita sea! Consigo acercarme a tierra, sí, pero no posarme en ella. ¡Ay! ¿Otra vez me persigues? Creía que ya habías desistido. ¡Me bastan los problemas que tengo yo solo!

El gnomo tuvo la sensación de que aquella voz cada vez más débil se reía.

«Oí hablar de gnomos muy solapados, pero tú eres el primero realmente engreído. En cualquier caso, no puedo dedicarte más tiempo, de manera que hoy es tu día de suerte. ¡Adiós, Bobbin!»

Otra risa, más lejana todavía, y la voz se extinguió.

El gnomo había logrado nivelar el armatoste y se asomó por el borde del cesto. El dragón volaba hacia las montañas que se elevaban al este de Waykeep. Bobbin no dejó de vigilarlo hasta que la mítica bestia hubo desaparecido entre la espesa niebla que se extendía detrás de los picachos. Entonces suspiró a gusto y tiró de las cuerdas de descenso. Tenía frío y hambre, y su deseo de bajar era enorme. Por lo visto, también el aparato quería descender. A la menor presión, inclinó el morro y se dejó caer en picado con intenso temblor de sus alas.

—¡Tensión y descarrilamiento! —renegó el gnomo, ajustando de nuevo los mandos.

* * *

Cuando el fuego del dragón barrió el helado campo de batalla, los efectos fueron instantáneos. El hielo saltó en astillas y se deshizo para transformarse en dilatadas nubes donde se mezclaba el vapor con el humo de otros tiempos. Se levantó una gris neblina que ocultó a los goblins y a los fugitivos, para ser arrastrada luego hacia arriba por corrientes más templadas.

Una gigantesca y densa nube ensombreció el escorzado lugar donde todo parecía retorcerse y retumbar. Los goblins retrocedieron con ojos desmesuradamente abiertos, y después de un intento de ataque volvieron a retirarse al ver que las espadas del puñado de hombres y enanos estaban ensangrentadas.

Los secuaces del mal probaron de arremeter una vez más, pero interrumpieron la maniobra en seco, desconcertados. Porque de las rodantes nubes surgieron enanos, centenares de enanos. Bien pertrechados y con armaduras. Enanos de las Montañas y de las Colinas con ojos muertos en sus helados rostros, que no habían conocido un cambio en más de dos siglos... Con unas caras que hacían los mismos gestos y las mismas muecas que cuando luchaban unos contra otros en un bosque en llamas, cuando un archimago pronunció el terrible hechizo del hielo.

Pero ahora no peleaban entre sí, sino que todos los enanos avanzaban hombro con hombro bajo los asfixiantes penachos de negro humo. Iban silenciosos, incontenibles, y cayeron sobre los horrorizados goblins sin la menor vacilación. El jefecillo chilló y dio media vuelta, dispuesto a huir, pero cayó con el yelmo atravesado por el puntiagudo martillo de Lanudo Cueto de Hierro. Otros dos temblequeantes goblins que lo seguían murieron bajo la espada de Camber Meld. La nube de oscuro vapor descendía ahora, ya más fría, y se posó cual espesa niebla veteada de ceniza, empujada por una ráfaga de viento que cruzaba el antiguo campo de batalla llevando consigo el seco olor de los años.

Durante largos minutos no hubo allí más que silencio y cegadora neblina, que luego se disipó lentamente. Cinco humanos y seis Enanos de las Colinas, el resto de las combinadas fuerzas conducidas por Camber Meld y Lanudo Cueto de Hierro, permanecían solos en el borde de un gran llano ennegrecido y cubierto de cuerpos, armas abandonadas y viejos tocones quemados. Casi todos los cuerpos por allí esparcidos pertenecían a goblins, muchos de ellos todavía atravesados por las armas que les habían dado muerte. Y por doquier se veían pequeños montones de ropas y piezas de armaduras..., todo lo que quedaba de los enanos de Waykeep, guerreros liberados de un antiguo encantamiento para un último golpe, un último ataque contra el enemigo.

Los refugiados estaban admirados. Nada se movía, excepto el viento... El viento, sí, y algo blanco muy lejano, que volaba como un pájaro, aunque con las alas quietas. Algo que se alejaba.

* * *

En una loma envuelta en bosques del Valle del Respiro, al sur de los campamentos de los goblins, un dragón rojo abrió un surco en el mantillo y se echó a dormir el sueño del agotamiento. También la más poderosa de las criaturas tenía sus límites, y ésta había volado durante casi treinta horas, recorriendo más de ochocientos kilómetros. Salida de una guarida situada en las profundidades de las montañas Khalkist para dirigirse a un lugar secreto, cerca de Sanction, había sobrevolado todo el Nuevo Mar, más allá de Pax Tharkas, y ahora yacía en la montañosa zona existente entre Qualinost y Thorbardin, más exactamente en las montañas Kharolis del Ansalon occidental.

Había elegido la loma, enterrándose para dormir después de enviar un mensaje mental al norte. El dragón descansó el resto del día, durante toda la noche y también la mayor parte del día siguiente. El reposo le restituyó las energías, permitiéndole los agradables sueños de quien, por derecho propio, podía ser dueño absoluto de todo lo que quisiera dominar..., con excepción de otros seres como él mismo y, sobre todo, del dragón llamado la Reina de la Oscuridad.

Después de dormir veintiocho horas seguidas, el dragón despertó brevemente para observar lo que lo rodeaba.

El ser al que había llamado estaba allí, a la espera. Cercionado de ello, el dragón rojo reanudó el sueño por espacio de otras tres horas.

Cuando por fin hubo descansado lo suficiente, estiró sus miembros, se sacudió de encima las hojas y alzó la enorme cabeza. Movió el largo y sinuoso cuerpo y desentumeció las alas con placer. Se sentía renovado, restablecido.

Cerca de él ardía un pequeño fuego, y la persona sentada junto a él se puso de pie.

—¿Ya has dormido bastante? —preguntó con aspereza.

«Yo siempre duermo bastante —contestó el dragón—. Eres tú quien debiera dar más importancia al sueño. El Gran Señor se enfadaría mucho si fallases en tu cometido.»

—¿Fallar yo? —protestó la mujer—. Todas las tierras entre Pax Tharkas y Thorbardin se hallan bajo mi control o, por lo menos, lo estarán cuando llegue la primavera. Mis goblins están debidamente situados, y lo único que falta es reunir esclavos para que construyan fortificaciones adecuadas.

La expresión del dragón fue de burla.

«Si eso es todo lo que falta, ¿por qué dispones que tus tropas atraviesen las montañas en dirección a las llanuras de Dergoth?»

—¡Bah! Un asunto de menor importancia —murmuró ella—, que ni siquiera interesaría al Gran Señor.

«Tal vez —contestó el dragón—. ¿O prefieres que diga que no quieres discutir esa cuestión?»

—¡Si no es nada! Simplemente, hay un enano que tuvo noticia de la puerta secreta de Thorbardin y cree poder obstruirla. Lo que yo intento es eliminar al individuo.

«¡Muy interesante! —comentó el dragón—. Recuerdo haberte oído decir al Gran Señor que nadie, con excepción de ti y de tu... compañero..., conocíais la puerta perdida. Le aseguraste al Gran Señor que Thorbardin estaría abierto para él cuando llegase, y que allí podría establecer su base de operaciones.»

—Así lo dije, y así será. ¿O acaso dudas de mí?

«¡He visto fallar tantos de los planes mejor preparados! —rió el dragón—. Sobre todo, los de los humanos...»

—¡El mío no fallará!

«Yo procuraría no fallar, si fuese tú —susurró el dragón—. ¿Tienes algún recado para el Gran Señor?»

—Infórmale de lo que viste —graznó Kolanda—. Yo realizo mi trabajo, de manera que tú sabrás hacer el tuyo, supongo...

Después de clavar una furibunda mirada en el dragón, la mujer dio media vuelta y se alejó sin más palabras. La máscara que llevaba debajo del brazo siguió contemplando al reptil con sus ojos vacíos.

Así que Kolanda hubo desaparecido, el dragón rojo se tendió con deleite. Pronto sería hora de extender sus enormes alas e iniciar el largo vuelo de regreso a la región de Sanction. El Gran Señor aguardaría ya su información.

¡El Gran Señor! Uno de los muchos Grandes Señores que ahora había en el norte, dedicados a acumular ejércitos, enviar espías y patrullas, trazar y asegurar líneas de marcha y organizar sistemas. Mezquinas criaturas mortales que se preparaban para el día en que la Reina de la Oscuridad los soltara por todo Ansalon y más allá. Entre todos se ocuparían, entonces, de consolidar para ella, de una vez para siempre, el mundo que quería y estaba capacitada para gobernar.

El dragón se preguntó por unos momentos si debía hablar del gnomo que volaba en un aparato y que, después de verlo de sobra, había logrado escapar. Pero decidió que no ganaría nada con ello. Al fin y al cabo, no era más que un gnomo.

* * *

A dos días de camino a pie del lugar de descanso del dragón, Chane Canto Rodado conducía hacia el este a su pequeño y polvoriento grupo. Pasaban por un tortuoso saliente, donde los vientos de la montaña silbaban entre los riscos de la cima, mientras que la niebla cubría las profundidades.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Ala Torcida por segunda o tercera vez en una hora.

—¡Déjalo en paz! —intervino Jilian Atizafuegos, molesta—. ¿No ves que está cansado?

El humano hizo un gesto de afirmación. Era obvio que el enano se sentía rendido. Todavía débil a causa de la herida recibida en el hombro, en ocasiones se tambaleaba y apenas decía nada. Empero, seguía adelante con ceñuda determinación. El resto del grupo suponía que se guiaba por la línea verde que marcaba la senda por la que Grallen había caminado siglos atrás.

En realidad, las preguntas de Ala Torcida se debían a la flojedad que veía en el enano. Había en éste unos síntomas que delataban total agotamiento: una mirada inexpresiva, sin parpadeos; una cambiante palidez, unos pasos oscilantes, casi propios de un beodo.

El hombre sabía que había llegado el momento de hacer un alto y reposar, y llevaba ya más de un día en busca de un sitio adecuado. El problema consistía en que, salvo en un par de puntos concretos, más anchos, donde soplaban siempre unos cortantes vientos que los dejaban helados, no había visto ningún rincón conveniente. Además, se les habían acabado las provisiones.

Ala Torcida no conocía aquel sendero que recorría la ladera. Realmente lo maravillaba la idea de que un príncipe enano hubiese conducido por allí a sus huestes, camino de la última batalla en su última guerra, que tuvo efecto en lo que casi todos los humanos llamaban las llanuras de Dergoth, si bien los enanos solían dar a la región el nombre de Llanuras de la Muerte.

El hombre soltó un resoplido cuando, de nuevo, Chane trastabilló. Entregó las riendas de su caballo a Jilian y cogió el hombro sano del enano con mano firme.

—¿Estás bien? —inquirió, preocupado por la fatiga que revelaban sus ojos.

—Sí —gruñó Chane— Hemos de continuar.

—¿De veras sabes dónde nos encontramos?

—Sé adonde voy. El camino lo indica con claridad.

—Bien, pero... ¿sabes dónde estamos?

—No exactamente. ¿Dónde?

—No lo creía, pero... —dijo Ala Torcida—. Mira a través del desfiladero, hacia la cara del próximo picacho.

Chane obedeció de manera impasible. A lo lejos se veía una forma, pequeña todavía pero algo familiar.

—¿Qué es?

—Me figuro que nunca la viste —dijo Ala Torcida—. Al menos, no desde este sitio, pero estoy seguro de que te gustará saber qué es lo que tienes delante. Es la Puerta Norte.

BOOK: Las puertas de Thorbardin
8.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ten Thousand Truths by Susan White
All Hell Breaks Loose by Sharon Hannaford
Into the Night by Suzanne Brockmann
Drawing Conclusions by Deirdre Verne
Greetings from Sugartown by Carmen Jenner
If Only You Knew by Denene Millner
Plum Pie by P G Wodehouse
02 Unicorn Rider by Kevin Outlaw
Laura Kinsale by The Dream Hunter