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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (29 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—No está —dijo.

—Es igual —contestó Sombra de la Cañada—. Jilian, ¿ves cómo sostengo los labios de la herida? ¿Sabrás hacerlo tú?

La joven ocupó el lugar del mago, que extrajo un pequeño objeto de plata, con tapadera, de la bolsa que llevaba colgada del cinturón.

—Fósforo —musitó el humano.

Había tenido una idea, pero no era el momento de considerarla.

Sombra de la Cañada esparció un poco de pasta de aquella diminuta caja sobre el saetazo que Chane tenía en el hombro y, a continuación, tomó otra sustancia más oscura y le dijo a Jilian:

—Suelta ahora la herida y apártate.

Retiró la muchacha las manos, y Sombra de la Cañada añadió esta segunda pasta a la primera con la hoja de un cuchillo. De repente se produjo un llameante brillo en el hombro del enano, y Chane gimió.

La luz se apagó tan pronto como se había encendido. Y una bocanada de blanco humo se alzó para ser dispersada enseguida por la insistente lluvia.

—Vendadlo —gruñó Ala Torcida—. Es preciso que reanudemos el camino. Nos queda mucho que andar a través del valle.

23

Cuando Chestal Arbusto Inquieto fue en busca de más goblins, no tardó en encontrarlos. Por desgracia había olvidado que todo él era de un verde brillante.

En el momento en que vio el doble pelotón de enemigos bien armados que avanzaban hacia él por un campo, ellos ya lo habían descubierto. Lo único que pudo hacer fue echar a correr. La lluvia danzaba y chisporroteaba a su alrededor mientras huía, pero cada paso lo alejaba más de los amigos y lo adentraba de modo peligroso en territorio hostil. Intentó esconderse en un seto vivo, pero no le sirvió de nada. En medio de la espesa negrura de la tempestuosa noche, brillaba como un faro verde. Aunque lo protegiese la fuerte lluvia, que iba en aumento, su resplandor lo delataba. Suficiente prueba de ello era la cantidad de flechas metálicas que silbaban a su alrededor, procedentes de varias direcciones.

Los goblins no lo veían lo suficientemente bien para acertar con sus saetas, al menos si él no dejaba de moverse y conseguía alejarse bastante de ellos. De eso se daba cuenta Chess. Pero las flechas no cesaban de perseguirlo y, por consiguiente, era lógico que alguna lo hiriese.

—Creo que mi idea no fue buena —se dijo a sí mismo, metiéndose en una poza medio llena de oscuras y rápidas aguas.

Un par de flechas de bronce salpicaron la cara del kender, que se agachó. Pronto, Chess tuvo que luchar con la corriente, cada vez más rápida, que lo arrastró consigo un centenar de metros antes de que lograse alcanzar la orilla.

Su resplandor lo precedía y, cuando por fin pudo salir del agua, apareció delante de él un sonriente goblin que blandía una espada. Chess sacó su jupak, le golpeó la cara con el extremo ahorquillado y luego dio la vuelta al arma y le dio en el cogote, con lo que el goblin murió.

El kender se apoderó entonces de la espada del enemigo, aunque tuvo que encoger la nariz de lo mal que olía. Rápidamente cambió de opinión y arrojó la espada lejos de sí, con la punta hacia afuera. En la oscuridad, un goblin gorgoteó y cayó atravesado entre el peto y el escudo. Chess no aguardó a ver qué pasaba a continuación. Dio media vuelta y salió disparado por el curso del agua, que se llenaba por momentos.

Todo a su alrededor era tormenta: la lluvia, el vendaval, el constante relampagueo y los truenos. El kender corría como loco, pero algo se le había pegado, algo que formaba parte de la tempestad. Parecía expandirse y flexionar unos músculos invisibles. Una voz que no era tal, exclamó:

«¡Ah!»

—¿Ah? —jadeó Chess—. ¿Qué significa ese «ah»? Tienes algo que ver con todo esto, ¿no? ¡A que sí! ¡Muy bonito, Zas! Sigue así...

«Más —exigió el ser misterioso—. ¡Mucho más!»

—¡Pórtate bien!

El kender pasó a través de un bosquecillo donde tres árboles estallaron en miles de astillas cuando les cayeron estremecedores rayos encima. Los truenos eran horrísonos. Unos pies de goblin resonaban detrás de Chess, persiguiendo a aquel globo de deslumbrante luz verde. Una flecha de bronce pasó silbando junto a la oreja del kender y fue a clavarse en un tronco.

En su carrera a través de los matorrales, Chess descubrió, gracias a la luz de un relámpago, que por delante le salía al encuentro un grupo de soldados goblins, del que sólo lo separaban pocos metros. Alzaron los enemigos sus arcos, y Chess se echó al suelo boca abajo sobre un charco de poca profundidad. Las saetas volaron por encima de él e hicieron blanco en varios de los otros goblins que lo seguían. El kender rodó hacia un lado y escapó luego en zigzag a la vez que maldecía ese brillo verde que lo envolvía.

—Invisibilidad... —jadeó—. ¡Vaya brujo el nuestro!

Los nebulosos troncos de los árboles parecían volar hacia atrás, reflejando su verde luz a través de la torrencial lluvia, hasta que el kender se halló en un campo despejando, con alguien delante. Chess se paró de golpe, y de sus pies se desprendía pegajoso el barro. Frente a él había más goblins... y otra cosa: una criatura de mayor estatura que los goblins, que se protegía con una oscura armadura de complicados dibujos, un extraño yelmo con púas y una horrible máscara. La criatura alzó una espada, hizo una señal y los goblins que la rodeaban cargaron contra él.

—Si conoces algún otro truco, Zas —resolló el kender—, es el momento de demostrarlo.

«Mucho más», volvió a decir la silenciosa voz.

Por doquier culebreaban con estruendo los rayos mientras las brillantes flechas lo atacaban por todas partes. Los largos cabellos del kender, que siempre había llevado enrollados al cuello, se soltaron de manera que quedaron tiesos y parecían una corona de oscuras cerdas. La tempestad desataba toda su violencia y, en medio de los relampagueos, Chess vio volar por los aires a varios goblins, que cayeron aquí y allá, mientras otros echaban humo, achicharrados. Una ráfaga de viento empujó hacia un lado al kender, cuyos pies apenas tocaban el suelo.

—¡Caracoles! —susurró, casi cegado por sus propios y desordenados cabellos. Detrás de él, una voz autoritaria y furiosa gritaba órdenes.

«¡Caramba, qué fiereza! —pensó Chess—. ¡Cuanto antes me aleje, mejor!»

Impulsado por el ululante vendaval, que parecía dispuesto a arrojarlo a las alturas, azotado por gruesas gotas de lluvia que le pinchaban la espalda al caer en forma de cortinas casi horizontales, sin poder ver lo que tenía delante a causa de los pelos y ensordecido por los truenos, el kender agarró con fuerza su jupak y consiguió saltar a un estrecho saliente de roca. A través del túnel formado por su cabellera, Chess divisó unos árboles iluminados por los constantes relampagueos y también por su propio resplandor. Resbaló por una pendiente hacia un lugar con mucha vegetación y trató de reducir velocidad, pero sin mucho éxito.

De pronto surgió algo enorme y espantoso delante mismo de él: un ser que extendió los brazos como si quisiera parar el aullador viento. Un ogro. Chess incluso reconoció sus horripilantes facciones.

Era Loam.

A la velocidad de una galerna, el kender se lanzó contra la bestia con los ojos muy abiertos. En el último instante sacó su jupak, dejó caer su extremo y saltó. Un ágil brinco lo libró de las peligrosas manos del monstruo, y casi pasó por encima de su cabeza sin rozarla.

Casi, pero no del todo, porque los pies del kender golpearon las salientes cejas del ogro. Con su mano libre, Chess agarró un mechón de pelo de Loam y completó su acrobacia poniéndose de pie encima de su cabeza.

—No puedo esperar el momento de contarles mi hazaña en Hylo —murmuró—. Desde luego, no lo van a creer.

Antes de que el ogro pudiese reaccionar, el vendaval los azotó con la fuerza de un enorme puño. Chess perdió el equilibrio, y fue a parar a una arboleda. Cayó de pie y se precipitó vertiente abajo. Detrás de él oyó un choque y un rugido de rabia. Loam se había ido de narices contra un tronco.

En la espesura, el viento no soplaba con tanta fuerza, y el kender pudo reducir un poco su velocidad. Pero luego se encontró de nuevo en descampado; en una ancha orilla, de poca pendiente, al pie de la cual bajaban desenfrenadas las aguas. Un ramalazo de viento volvió a apoderarse de él y lo hizo caer de cabeza en medio de un agitado remolino.

Sin dejar de dar vueltas y luchando por salir de allí, el kender fue arrastrado por la corriente. Encima de él, una voz que no estaba allí parecía gemir:

«¡Nooo! ¡Por otro camino!»

* * *

Cuatro centelleantes figuras y una que no brillaba huyeron a través de los campos fustigados por la tempestad en una lobreguez sólo interrumpida por zigzagueantes relámpagos. Verdaderas cortinas de lluvia los empapaban, y los truenos retumbaban con tremenda fuerza. El suelo estaba convertido en un pantano.

Chane Canto Rodado capitaneaba el grupo y se atenía al tenue trazo verde que constituía su única guía en aquella turbulenta oscuridad. El enano era una mancha negra en medio de las tinieblas, y a veces se tambaleaba de agotamiento. Iba acompañado por la resplandeciente Jilian, que se negó a apartarse de él.

El dorado fulgor de Ala Torcida, que conducía a su brillante caballo gris, y el mago Sombra de la Cañada, rojo como el rubí, avanzaban penosamente detrás de la oscura forma del enano.

Lo peor de la tormenta parecía estar al sur, a pocos kilómetros de distancia. La cerrazón sólo era interrumpida por el continuo relampagueo, y el huracán proveniente de allí traía consigo el intenso y penetrante olor del ozono.

Sus compañeros habían procurado persuadir al enano de que le convenía ir montado a caballo, pero era inútil. El humano sospechaba que, como muchos de su raza, no sentía simpatía hacia esos animales. Algunos enanos eran excelentes jinetes, pero no todos.

Desde su salida del barranco no habían visto goblins ni ningún otro ser viviente. Cabía la posibilidad de que el kender, al marcharse solo, hubiese apartado de su camino a las fuerzas enemigas. De ser así, ¡que los dioses lo ayudaran! No tendría manera alguna de escapar.

Unos tres kilómetros de recorrido los condujeron a una ladera descendiente, a cuyo pie se extendía una espesa selva, y detrás de ésta rugían las aguas de un torrente. El río que cruzaba el valle debía de haberse desbordado de sobra y, ahora, sería una impetuosa fiera que nadie podía atravesar.

Mientras Chane reposaba con la atenta Jilian parloteando a su lado, Ala Torcida salió de exploración. Cuando regresó, traía noticias. Casi un kilómetro río arriba se abría una vereda en dirección al este. Si existía un puente, tenía que estar allí.

—Y, si hay vigilancia, es donde los goblins del otro lado esperarán —indicó el mago. Chane se levantó.

—Ya nos enfrentaremos a eso cuando llegue el momento —dijo con brusquedad.

Ala Torcida se encogió de hombros.

—Pues guíanos tú, descendiente de Grallen —gruñó.

De nuevo se pusieron en marcha. La senda hallada por el humano bajaba efectivamente hacia el este y se internaba en el bosque detrás del cual corría atronador el torrente. El riachuelo, que, según Camber Meld, se llamaba el rio del Respiro, era en condiciones normales un bonito y manso arroyo. Ahora, en cambio, las enloquecidas aguas, negras y cubiertas en parte de espuma blanca, abarcaban casi cien metros de anchura, pero aun así hallaron tendido sobre ellas un puente suficientemente ancho para que pasaran carretas de un lado a otro.

Detrás del río reinaba una lluviosa oscuridad.

—Yo iré primero —decidió Chane con una profunda respiración, haciendo acopio de ánimos—, porque soy el único que puede echar una ojeada a la otra orilla sin ser descubierto enseguida.

Sin esperar la opinión de los demás, el enano descendió por la fangosa orilla, vadeó hundido hasta las rodillas hacia la rampa del puente y desapareció en las torrenciales tinieblas. Poco después estaba de vuelta y emergió de la lobreguez como una sombra cubierta de piel negra con un reluciente martillo en la mano.

—El puente es seguro —anunció—. Hubo goblins al otro lado, pero ahora no están. Lo registré todo bien. Es posible que la lluvia los obligara a refugiarse en alguna parte.

—Yo oí decir que a los goblins no les gusta el agua limpia —comentó Ala Torcida.

Y emprendieron la marcha a través del puente con Chane a la cabeza. El enano todavía estaba pálido, pero su mirada era firme y clara. La armazón temblaba por la fuerza de la corriente que pasaba por debajo, y crujió y chirrió cuando hicieron subir al caballo, pero realmente parecía segura. El grupo estaba ya a la mitad del camino cuando el viento cesó y la lluvia perdió intensidad. La tormenta se disolvía tan deprisa como se había formado y, entre las nubes, ya eran visibles las crecientes lunas.

—Nuestro resplandor dura más que la protección del temporal —gruñó Ala Torcida, sin mirar al mago.

En cierto aspecto, consideraba que la responsabilidad debía ser compartida. Al fin y al cabo, Sombra de la Cañada había procurado defenderlos.

Jilian se paró de pronto y alzó una mano, señalando río arriba.

—¡Mirad! —exclamó.

Bastante lejos brillaba algo verde, un ancho punto de luz que salpicaba con sus destellos la superficie del agua e incluso esparcía un tenue reflejo por ambas orillas. Mientras observaban aquello, el verde fulgor creció, aproximándose con gran rapidez.

—¿Será el kender? —preguntó Chane.

—¡Ay, cielos! —dijo Jilian— Espero que no sea el cadáver del pobrecillo...

—No, porque aún brilla —la tranquilizó el humano.

Ala Torcida acababa de hacer esa alentadora declaración, cuando el resplandor verde se apagó con un parpadeo y en el río no hubo más que oscuridad. Jilian jadeó angustiada.

El asombro de la muchacha no fue menor cuando comprobó que también su propia luminosidad fallaba.

—¡Perdemos el brillo! —murmuró.

El centelleo dorado de Ala Torcida se mantuvo unos momentos más, pero luego terminó de repente. Ahora no eran más que acurrucadas sombras en un oscuro puente donde sólo destacaban un radiante caballo y el mago, todavía rojo. El halo del animal se debilitó y desapareció poco después.

El negro torrente corría furioso por debajo del puente, y río arriba surgieron súbitamente unas manchas de luz. Por la orilla que ellos dejaran atrás se movía ahora el fuego de unas antorchas.

—Persiguen al kender —indicó Ala Torcida.

—Creo que sería buena idea que tú también te apagases —murmuró Jilian de cara a Sombra de la Cañada, que continuaba con su roja fosforescencia.

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