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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (6 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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De regreso en Thorbardin, lleno de mundología y admiración, Chane había caminado tan erguido como cualquier otro enano por primera vez en su vida. Precisamente fue entonces cuando conoció a Jilian, Jilian Atizafuegos. Aún ahora se le humedecían los ojos al recordar cómo había sentido que se le fundía el corazón al verla..., y lo que había llegado a hacer para ganarse su afecto. Desde el primer momento supo que el padre de la joven lo despreciaba, pero Chane no le daba importancia a eso. Jilian estaba muy segura de lo que ella quería, y no parecía preocuparle lo que Slag Atizafuegos pensara...

Pero una noche volvió el sueño, y con urgencia. Una voz le habló del destino, y él tuvo que creer en lo que le decía.

Luego, el viejo Atizafuegos había aprovechado la oportunidad para echarle en cara a Chane lo que en realidad era: un desdichado huérfano que intentaba llegar demasiado alto.

Ahora, ni siquiera la daga le quedaba ya. Era una de las cosas que los secuaces de Slag Atizafuegos le habían robado al conducirlo al erial. Quizá también Jilian no lo esperase ya. Chane tenía la certeza de que Slag Atizafuegos no le había dicho a su hija lo que había hecho, de modo que todo lo que podía saber ella era que Chane se había ido para no volver más. Cabía, incluso, la posibilidad de que Jilian lo creyese muerto. El enano sentía a veces la tentación de regresar a Thorbardin para dar a probar a algunos su honrada arma y sacudir a Slag Atizafuegos hasta que le castañetearan los dientes. ¡Endemoniado y tortuoso individuo!

Pero el sueño seguía llamándolo. Había algo que él debía llevar a cabo, y Chane sabía, en su interior, que no podía retornar a Thorbardin antes de conseguirlo o, por lo menos, de hacer todo lo posible.

> > >

«Hacerte rico y famoso», había dicho el kender. Semejante pensamiento hizo gruñir de enojo al enano. ¿Qué sabía de nada un kender?

El nuevo martillo adquiría forma en aquel yunque provisional. Pesaría unos dos kilos. Se lo decían sus manos y, en eso, Chane sabía que no se equivocaba. La cabeza tenía forma de mazo en un extremo, y en el otro terminaba en afilada punta. Era un martillo capaz de doblar la más dura barra de tracción o realizar la más delicada filigrana..., al mismo tiempo que constituiría un arma formidable si hacía falta. Chane le dio los últimos toques, templó su faz y su punta y montó el martillo en un mango de resistente madera dura, con un asa de cuero para sujetarlo. Después confeccionó una correa con que llevar colgada el arma, respiró profundamente y miró a su alrededor en busca de una pieza de metal que pudiera ser convertida en una espada.

A poca distancia había un hombre que lo observaba apoyado en su bastón con aparente despreocupación. Chane no tenía ni idea del rato que podía llevar allí el individuo, pues no lo había oído aproximarse. Sin embargo, la descolorida túnica roja que asomaba por debajo de la capa de bisonte le hizo comprender bien pronto quién era, y el enano sintió una punzada de disgusto... y de advertencia. ¡Un mago!

—No veo nada de malo en que quieras hacerte rico y famoso, Chane Canto Rodado —dijo de pronto el mago con una voz tan fina y fría como el viento invernal—. Es un buen camino hacia interesantes objetivos.

El enano frunció el entrecejo y retrocedió un paso.

—¿Estuviste escuchando mis pensamientos? Si así es, sabrás que no fui yo quien dijo eso, sino un kender.

—No hace falta leer los pensamientos de quien habla consigo mismo mientras trabaja, Chane Canto Rodado.

—¿Cómo sabes quién soy? No recuerdo haberte dado mi nombre.

—¡Te conozco de sobra, Chane Canto Rodado! —contestó el hechicero—. Quizá sepa incluso más de ti que tú mismo.

—¿Quién eres, y qué sabes de mí?

El hombre suspiró, bajó la cabeza y, al hacer unos gestos afirmativos, sus bigotes de un gris acuoso se agitaron en el aire.

—A mí me llaman de muchas maneras, joven enano. Para algunos soy Sombra de la Cañada, el Caminante. Puedes darme ese nombre, si te parece bien.

Dicho esto, se acercó más a la fragua, todavía al rojo vivo, y extendió las manos sobre ella, como si quisiera calentárselas. De paso contempló el martillo nuevo.

—¿No le has puesto un timbre o un emblema? ¿Tiene ya nombre, para que se vea que es tuyo?

El enano se separó aún más, pero se sacó el martillo del cinturón y lo puso de cara a la luz.

—Sólo lleva mis iniciales. ¡Míralo! ¿Qué emblema iba a utilizar?

El mago estudió el arma con ojos entrecerrados.

—¡Ah, ya lo veo! Ce hache, ce, ere. Chane Canto Rodado. En efecto es tu martillo, pues.

—¿Qué quieres de mí?

—¡Voy contigo! Pensaba que ya lo sabías.

—¿Por qué había de saber yo tal cosa?

—Tienes razón, desde luego —admitió el hombre—. Bien... Antes tenemos que ver a Irda.

—¿A quién?

—A Irda.

—¿Por qué?

—Sabremos más acerca de ello cuando vayamos. ¡Ven ahora conmigo!

—¡Nada de eso! —replicó Chane, cuyos bigotes se contrajeron de exasperación—. ¡Tengo que hacer una espada!

El mago contempló la vieja y herrumbrosa barra de metal.

—No es éste el material que necesitas para tu espada, Chane Canto Rodado —dijo—. Encontrarás algo mejor durante el camino. ¡Y ahora ven de una vez! Este valle no es un lugar afortunado para mí, y no deseo pasar aquí más tiempo del estrictamente inevitable.

El enano sacudió la cabeza con violencia, apretados los dientes.

—No sé de qué me hablas, y no pienso seguirte.

—Pues me parece que te convendría —señaló el mago, sin inmutarse.

—¿Por qué?

—¡Por ésos!

El hechicero ladeó la cabeza e hizo un gesto.

Chane miró hacia donde indicaba el hombre, aspiró el aire con un silbido y, agarrando sus bártulos, echó a correr sin darse apenas cuenta de que el individuo de la túnica caminaba a su lado con grandes zancadas. Detrás de ellos iba una jauría de negros felinos que avanzaban en sigilosos saltos.

El mago le llevaba una buena ventaja a Chane y, cuando se recogió la falda y salió disparado, dejó atrás al pobre enano.

—¡Por aquí! —bramó—. El camino tuerce hacia atrás, a poca distancia de nosotros...

Chane corría todo lo que daban sus piernas, pero las fieras estaban cada vez más cerca de él, y sus amenazadores y profundos rugidos parecían el retumbo de unos tambores de ataque. Cuando el enano sintió el ardoroso aliento de las bestias en el cogote, asió el martillo con una mano y con la otra la daga del diente de felino, se detuvo de repente y dio media vuelta para agacharse bruscamente y lanzar un grito de guerra. Al darles cara el enano, las fieras vacilaron, y las que iban detrás chocaron con las que las guiaban. En un instante, el calvero estuvo abarrotado de enormes felinos que se arañaban y bufaban entre sí, saltando unos sobre otros con tremenda furia para rodar enzarzados por el suelo. Chane levantó su martillo y quiso lanzarse hacia adelante para introducirse entre aquellos negros monstruos, pero una mano lo agarró por la nuca y lo arrancó de allí.

—¡A correr! —chilló el mago—. ¡No es momento para juegos!

La lógica de tales palabras era indiscutible, y Chane obedeció. Más allá del claro se extendía la selva, y al otro lado aparecía de nuevo el sendero de negras piedras. Alcanzaron el camino salvador con los felinos pisándoles los talones. El enano se movía por el borde de la oscura franja rugiendo con tanta ferocidad como los frustrados depredadores, que habrían ansiado saltar sobre él. Chane controló por fin su cólera, se colgó el martillo del cinturón e inquirió de cara al mago:

—¿Cómo supones que estas bestias lograron cruzar el camino? ¡Tendrían que haber permanecido al otro lado!

El hombre se encogió de hombros, como si la cosa no le interesara.

—¡Ah, una vieja pregunta! ¿Por qué cruza un gato el camino?

—¡Rayos y centellas! —exclamó el enano—. ¡Eso se dice de los pollos, y no de los gatos! Y no cambies de tema. Lo que yo quiero saber es cómo esos animales pudieron atravesar la senda.

—¿Eso? Tú dejaste la pala y, simplemente, alguien movió la grava de sitio.

—Pero... ¿quién pudo...? —jadeó Chane, y su cara se puso roja de ira—. ¡Fuiste tú! ¡Tú...! ¿Por qué?

—¿Me habrías seguido, en caso contrario?

El enano quiso decir algo, pero no se le ocurrió nada apropiado y, en consecuencia, se conformó con unos balbuceos.

—No hace falta que te disculpes —dijo el mago—. Cualquier enano que merezca lo que se gana, preferirá templar hierro que viajar. Eso está en vuestra naturaleza. Tú hubieses perdido el tiempo aquí durante semanas, cuando en realidad debías ir en busca de Irda. Pero me imagino que quieres respuestas a tus preguntas, ¿o no?

—¡Yo no tengo ninguna pregunta que hacerte!

—¡Oh, claro que las tienes! —replicó el hechicero, a la vez que se alzaba en toda su altura y sus grises ojos parecían enfocar algo muy distante— ¡Todo el mundo tiene preguntas que formular!

Al principio, Chane había pensado que aquel hombre era viejo. Ahora se daba cuenta de que no parecía viejo sino... sin edad definida.

—Uno puede aprender a ser lo que siempre fue —continuó el mago—, si posee el don del entendimiento. Mas no puede averiguar de dónde procede hasta que sepa adonde va.

El enano sintió un escalofrío en la espina dorsal.

—¿Acaso preparas un hechizo, mago?

—¡Oh, no, cielos! —exclamó el hombre, volviéndose—. ¿No te lo dijo tu pequeño amigo? Los hechizos resultan peligrosos y poco seguros, en este lugar... ¡Estamos en el valle de Waykeep!

* * *

Durante días enteros, Jilian Atizafuegos había vigilado los caminos de la ciudad de Daewar, dirigiéndose con frecuencia a los centros comerciales de las Calzadas Décima y Decimotercera. Siempre encontraba excusas para visitar, por ejemplo, el bullicioso barrio de los depósitos de mercaderías, próximo a la puerta de la Undécima Calzada, donde se negociaba con los productos de otras ciudades de Thorbardin. Había viajado hasta los Laberintos del Este, donde Chane Canto Rodado trabajaba a veces los campos, cuando ni Barak Cincelador ni Rogar Hebilla de Oro tenían otro empleo para él.

En todas partes preguntaba por Chane, pero nadie lo había visto últimamente. Incluso hubo quien opinó que, a lo mejor, había partido con algún encargo de Rogar Hebilla de Oro para los depósitos situados al oeste de Thorbardin, en las montañas Kharolis. Pero no: uno de los guardias de Hebilla de Oro declaró que no había habido ningún envío en las semanas recientes y, dado que el jefe preparaba una reata de animales de carga con destino a Barter, él mismo se encargaría de llevar cualquier mensaje.

Jilian estaba cada día más preocupada. No era propio de Chane el desaparecer sin comunicarle antes adonde iba. Ahora, en cambio, Chane estaba ausente desde el día en que ella lo había conducido ante su padre, segura como estaba de que él lo ayudaría, pero el viejo se había negado en redondo... Alguien dijo que, quizá, Chane hubiese vuelto a hablar con Slag Atizafuegos, a solas. Mas el padre declaró que no había visto más a ese bribón ni deseaba saber nada de él. Hacía poco tiempo que Jilian había alcanzado la mayoría de edad —como lo expresaba la gente fina— y, en consecuencia, a la chica no le faltaban admiradores entre los jóvenes enanos de Thorbardin. Una robusta mujercita de unos ciento treinta centímetros de estatura, con la ancha y finamente cincelada cara de un ángel enano y unas curvas que ni el más modesto vestido podía disimular, forzosamente tenía que verse agasajada. Y así era. Docenas de pretendientes la seguían, y Slag Atizafuegos estaba muy ocupado con la investigación del linaje y los medios de cada uno. Pero perdía el tiempo, porque Jilian ya había tomado su decisión. Aunque en el mercado la mirasen los jóvenes varones de los nobles clanes de Hylar, abierta la boca y encantados los ojos, ella no les hacía caso. Todo lo más se divertía al verlos. En Chane Canto Rodado había algo que los demás no parecían descubrir, pero eso poco le importaba. Ella veía ese algo en él, y no pensaba dejarlo escapar.

Así se lo había dicho a su padre, sin rodeos. La forma clara y directa que Jilian tenía de hablar siempre enfurecía a Slag Atizafuegos, pero ella había declarado con toda firmeza que, por Reorx, no permitiría que otra persona eligiera el que había de ser su marido. Y, desde luego, el elegido era Chane Canto Rodado. No podía afirmarse que Chane fuera el joven enano más apuesto que ella hubiese conocido, si bien sus anchos hombros, los melancólicos y oscuros ojos y los bigotes —casi negros—, que sobresalían enérgicos de sus oblicuas mejillas, le recordaban los antiguos retratos de los valientes guerreros de Hylar de tiempos remotos. Chane tampoco era el más ameno de los enanos. En ocasiones, cuando no estaba de buen humor, resultaba casi imposible conversar con él, porque parecía perdido en unos sombríos y escondidos pensamientos que no quería —o no podía— expresar.

Al fin y al cabo era un expósito.

Abandonado de manera que no había posibilidad de averiguar su linaje, Chane no dejaba de constituir un enigma para quienes tenían el deber —o lo hacían por vocación— de buscar el origen de los huérfanos existentes en el reino de los enanos. Aunque fuera sin duda un ciudadano de Thorbardin, no se le reconocía otra condición que la de huérfano y obrero común.

Pero ahora, Jilian estaba muy preocupada. Chane había desaparecido de repente, sin que nadie supiera adonde había ido. Y el padre, a quien ella había suplicado que hiciese indagaciones, no quería saber nada.

«¡Mejor que se haya largado! ¡No es más que un arribista que nunca supo cuál era su sitio!»

Jilian hubiese querido proseguir la discusión con su padre, pero la llegada de aquel grupo de tipos malcarados que tenían algo que hablar con él —y no dispuestos a marcharse sin haberlo visto— se lo impidió.

Cuando, por fin, los desconocidos se hubieron ido, el enojo de Jilian contra su padre había tomado una forma más concreta. Ya no deseaba más peleas con él. Ni siquiera quería continuar hablando. En realidad apenas lo había visto desde el incidente. Prefería ocuparse de sus cosas y no verlo cuando estaba en casa. Hasta hoy.

Reducida a un mínimo la comunicación en casa de los Atizafuegos, se habían amontonado ciertas cosas ineludibles, tales como el pago de las cuentas y el abastecimiento de la despensa —tareas de las que normalmente se encargaba Jilian—, y era imprescindible ponerlas al día si no quería que luego surgieran problemas como multas por demora en el abono de las facturas del agua y del aceite. Así, pues, se dirigió al cuarto de su padre en busca del dinero preciso, pero él había salido para un asunto de negocios.

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