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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (5 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—¡Bah! ¿Dónde está tu espíritu aventurero? Sólo un acarreo más.

Emprendieron el regreso, pues, y Chane estaba ya casi en el calvero cuando se paró en seco.

—¡Mira lo que hemos hecho! —exclamó.

Delante de ellos, los negros felinos cruzaban a su antojo el camino. Aunque la negra grava los hiciera detenerse, ahora ya no había suficiente para impedir sus movimientos en la parte barrida.

El kender consideró el problema con expresión solemne, arrugados los labios y ligeramente crispadas las puntiagudas orejas, para al fin encoger los hombros.

—Bueno. En cualquier caso no íbamos en esa dirección...

—Ni tampoco podemos retroceder —señaló el enano— Y podría convenirnos, como bien sabes. Escucha —añadió después de una pausa, apoyando una mano en el hombro del kender—, eso que hiciste antes... Me refiero a lo de ahuyentar a las bestias... ¿Serías capaz de repetirlo?

—Supongo que sí, aunque una segunda vez no resultará tan divertida. Una cosa así se convierte en rutinaria, después de un rato.

—No me importa —le contestó Chane—. ¡Hazlo simplemente!

Chess vaciló un poco.

—De acuerdo. Me figuro que no me perjudicará repetirlo. ¡Venid, morrongos! ¡Es hora de hacer otra carrerita!

Se puso a pinchar y provocar a los rugientes depredadores y, mientras daba la vuelta al extremo del camino, reunió en el lado opuesto a más de una docena de felinos. Con un último golpe de bastón, dio un salto para incitar a las fieras a que se arrojasen sobre él. Chane aprovechó la ocasión para volver a esparcir grava negra sobre el suelo del sendero. El kender tardó algún tiempo en regresar seguido de una larga fila de enojados felinos que mantenían sigilosos su paso. Cuando Chess vio lo que hacía el enano, corrió hacia él entre gritos.

—¿Qué diantre haces? ¡Necesitamos esa grava! ¿Por qué la devuelves a ese sitio?

Chane se desprendió de las riendas, jadeante, e inspeccionó su obra. Allí, el camino no estaba tan pulcramente nivelado como antes, pero volvía a ser negro y, por consiguiente, mantenía encerrados a los animales.

—¡Porque ya no nos hará falta! —respondió el enano y, con sus fardos a cuestas, pasó al borde oriental del sendero y se adentró en el bosque.

Detrás de él, la manada de fieras rugía y protestaba furibunda, incapaz de cruzar la franja negra.

Chane miró hacia atrás y llamó al kender.

—¡Ven! Veamos qué era lo que querías mirar.

* * *

En tiempos increíblemente antiguos podía haber sido una máquina. O quizás un edificio. Tal vez ambas cosas. Ahora era un gran montón de escombros y cosas metálicas rotas, todo ello fundiéndose lentamente con el paisaje. Árboles centenarios surgían de su cumbre, maleza y enredaderas cubrían sus pendientes, y una espesa alfombra de hojarasca y herboso mantillo no tardaría en cubrirlo todo.

Chane y Chess pasaron por encima y alrededor del montículo, pinchando el suelo y curioseándolo todo.

—Esto parece parte de una rueda —comentó el kender—. Pero... ¿para qué pudo hacer alguien una rueda de unos cuatro metros y pico de diámetro? ¡Caramba! ¡Fíjate en eso que sobresale del revoltijo! ¿Se trata de taladros, o de algo semejante? Son tan gruesos como... ¡Mira, y ahí asoma una cadena herrumbrosa! Cada eslabón debió de pesar una tonelada, cuando el hierro estaba en buenas condiciones. Y eso otro... ¿qué será? ¿Una especie de horno? ¿Has observado que todas las piedras esparcidas por aquí son cuadradas? Posiblemente fueran adoquines. ¿Qué supones que fue esto, cuando todavía era algo?

—No tengo ni la menor idea.

`

El enano revolvió un montón de oxidados restos que ya apenas tenían forma, con lo que levantó una nube de fino polvillo rojo que se posó sobre su negra piel de felino cual nieve de color de herrumbre. Al cabo de unos minutos, Chane se incorporó con un largo y delgado objeto en la mano, y se puso a examinarlo mejor. Era una barra de casi dos metros de largo, nudosa y deformada por los largos siglos de oxidación. Sin embargo, y por su peso, el enano supo que en su interior existía aún un metal bueno. Dejó la barra a un lado y continuó su búsqueda.

También el kender exploró el viejo cúmulo. Ante cada nuevo misterio, sus vivarachos ojos relucían maravillados. Tocaba una cosa y otra, diciéndose que, aunque por fuera estuviese mal, podía tener una parte interior interesante, a la que tal vez encontrara acceso... Pero, al ver que no descubría nada, se puso a recorrer la desordenada superficie, tirando de todo lo que sobresalía para probar de moverlo. Cuando descubrió un astil de metal fuertemente corroído, apartó las piedras que le estorbaban y, apuntalándose en sus pies, tiró de la pieza. A gran profundidad debajo de él chirrió algo, y buena parte del montículo se corrió ligeramente. El enano, que estaba al otro lado de la cumbre, dio un grito y acudió a la parte más alta.

—Lo siento —dijo Chess con un gesto de la mano—. Creo que, fuera lo que fuese en su día, ahora ya no funciona.

El enano frunció el entrecejo con expresión de amenaza y volvió a su ocupación anterior. Chess, por su parte, prosiguió la exploración. Junto a uno de los extremos del montón, cuando retiraba un pedrusco, halló una gruesa y estropeada hoja de un material verdinegro que otrora tal vez hubiera sido bronce. Al frotarla con su túnica, vio unas letras en su superficie y se sentó para leerlas en voz alta. En su mayoría resultaban imposibles de entender, de tan gastadas, pero el kender logró descifrar al fin unas cuantas palabras: «... villoso rompeparedes, equipado con un engranaje complemen... de autopropuls... de... no incluido...». Y después: «... modelo uno de...».

—Gnomos —dijo Chess, convencido, y trepó a lo más alto del montículo. Chane seguía moviendo piedras, que colocaba en forma de redondel. El kender se llevó las manos a la boca, a guisa de bocina, y gritó:— ¡Gnomos!

—¿Qué? —contestó el enano.

—Gnomos! —repitió el compañero—. ¡Esto fue una máquina hecha por gnomos! Encontré el marbete.

—¿Para qué debía servir?

—Lo ignoro. Pero la construyeron los gnomos, de manera que no debía de servir para nada.

Chane se dedicó de nuevo a sus piedras.

El kender exploró los ruinosos restos durante un rato más. Luego se cepilló la túnica con las manos, cargó con la bolsa y con el bastón y fue a reunirse con el enano.

—¡Una cosa interesante! —declaró—. Pero ahora sigamos adelante, para ver qué más encontramos.

—Yo tengo trabajo —gruñó el enano, al mismo tiempo que ponía un bloque de piedra encima de otro.

—¿Qué haces?

—Hallé algo de metal servible. Estoy montando una fragua para trabajarlo.

—¡Ah! —exclamó el kender, y dio toda la vuelta al círculo de piedras con los ojos muy abiertos—. ¿Qué piensas forjar?

—Un martillo. Lo único que puede hacerse sin un martillo es, precisamente, un martillo, que yo sepa, aunque no será muy bueno..., al no disponer de un martillo con que trabajarlo...

—Un martillo, claro —dijo Chess, sorprendido ante la lógica del compañero—. Y después ¿qué?

—¿Qué?

—¿Qué piensas forjar, cuando tengas hecho el martillo?

—Otro martillo. Así que tenga un martillo para trabajar, aunque sea basto, podré hacer otro mucho mejor. Y entonces, si esta vara es maleable y puede templarse, la convertiré en una espada.

—¿Forma parte eso de tu plan para hacerte rico y famoso?

—No tengo ningún plan —contestó el enano, molesto—. No poseo un martillo ni una espada, de manera que... lo primero es lo primero.

—Pues me figuro que esto te va a llevar bastante tiempo.

—Todo el tiempo que sea preciso.

* * *

Durante el resto del día, Chestal Arbusto Inquieto merodeó por los alrededores, explorando el silencioso bosque, cada vez más impaciente. Al anochecer regresó al montón de escombros, tomó fuego de la fragua de Chane, que ya funcionaba, y preparó una cena a base de carne de felino curada y té de corteza de árbol. Finalmente se retiró a dormir al compás de los golpes del enano en su fragua, que producían un sonoro eco en la noche.

El kender despertó con la primera luz del alba. Se estiró y, poco a poco, fue a ver qué hacía Chane. Éste disponía ya de un martillo útil, aunque tosco, y lo utilizaba para hacer otro mejor con un trozo de hierro que había hallado.

Cuando Chess se cansó de mirar, anunció:

—Yo me adelanto. Quiero averiguar qué más cosas interesantes hay por aquí.

—¡Que tengas buen viaje! —respondió Chane sin levantar la vista.

—¡Y tú también! —dijo Chess, que enseguida partió hacia el norte para volver pronto y hacer varios recorridos de un lado a otro entre el montículo y el negro camino en cuyo borde más apartado seguían encerrados los felinos negros.

Chane estaba totalmente absorto en su tarea. El martillo bueno iba adquiriendo forma. Eliminada de la larga vara gran parte de su añosa herrumbre, asomaba ya el metal, que el enano examinó. Era un buen acero, que formaría una hoja, si no más...

El kender se detuvo de nuevo junto a la fragua.

—Que tengas suerte en tu busca —dijo.

—Lo mismo te deseo —contestó Chane—. Ya nos veremos.

—¡Desde luego!

Chess saludó con la mano y nuevamente se encaminó al norte. Cuando ya hacía rato que se había ido, el enano apartó un momento los ojos de su trabajo y quedó meditabundo. Su fragua y él se hallaban enteramente rodeados de un círculo de negra grava esparcida por el suelo. El kender le había dejado un escudo protector por si acaso una de las fieras encontraba la manera de atravesar el sendero y salir de su mágica reclusión.

4

Chane trabajó en su fragua del bosque durante todo aquel día y parte del siguiente. En un profundo hoyo quemaba trozos de madera dura, con los que formaba un lecho para las llamas, y un fuelle confeccionado con ramas de árbol joven y piel de felino mantenía pulsante el fuego. El primer martillo no era más que un pedazo de hierro refundido, pulido y formado en un molde de barro. Pero, con su ayuda, el enano había configurado luego otro, un martillo que incluso un príncipe de Hylar o un mercader de Daewar —de los que frecuentaban los mejores salones de Thorbardin— habría envidiado. Porque, pese a que Chane Canto Rodado, huérfano y sin linaje conocido, había sido relegado a la humilde categoría de cavador y, a veces, de barrendero en el hormigueante reino del interior de las montañas Kharolis, seguía conservando una notable habilidad cuando se ponía a hacer algo.

De niño, con frecuencia había observado cómo otros de su misma edad trabajaban en calidad de aprendices de herrero, picapedrero o de otros importantes oficios. En ocasiones había sentido envidia de esos compañeros que contaban con la protección de destacados miembros de la sociedad de los enanos. Las manos se le iban detrás de las buenas herramientas, y su corazón ansiaba tener la oportunidad de hacer algún día lo que los demás chicos, mas afortunados, podrían producir sin duda. Sin embargo, no era el único que se hallaba en las mismas circunstancias. Entre las siete ciudades del reino subterráneo había siempre miles de chiquillos sin acceso a un nombre significativo o a las comodidades de la riqueza. Niños de los laberintos y de los caminos, hijos de guerreros que no habían regresado o de vendedores perdidos en otros países, huérfanos y criaturas abandonadas... Los enanos de Thorbardin tenían la costumbre de cuidar de esos pequeñuelos y proporcionarles al menos una educación básica, para que no les faltara el trabajo y pudiesen ganarse la vida.

Chane había crecido como el resto de esos niños y aprendido un montón de cosas sencillas que le resultaban sumamente útiles. En algunos momentos, no obstante, había despertado en él una parte secreta de su ser que quería conseguir un mayor reconocimiento. Y en alguna época...

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De jovencito, cuando aún le faltaban unos cuantos centímetros para alcanzar su estatura definitiva de un metro treinta y siete, había sido empleado para limpiar el establecimiento del ferretero Barak Cincelador. Al ver el maestro cómo Chane le devolvía un trozo de níquel ya desechado y ahora perfectamente pulido, había exclamado en tono de aprobación:

--
¡Mira qué bonito! ¿De modo que te gustan los metales, muchacho?

--
Sí, señor. Me gusta el tacto de los buenos metales, cómo suenan y saben.

--
Puedes guardarte esta pieza
--
había dicho el viejo enano
--
. Juega con ella en la fragua y en el yunque, si quieres. Pero eso sí: ¡haz antes tu trabajo!

Durante semanas enteras, Chane había dado forma al trozo de níquel, sobre todo de noche, cuando los demás dormían y no se veía a nadie, y la pequeña daga creada por él satisfizo tanto a Barak Cincelador, que éste dio al jovenzuelo algo de latón y ébano para hacer con ello un mango para su arma.

--
Tienes habilidad para producir armas, Chane
--
había comentado Cincelador
--
. Es posible que alguno de tus antepasados fuese un buen artesano. ¡Lástima que tu familia no sea conocida! Pero eso es lo que les sucede a casi todos los huérfanos. Quédate la daga y sigue aprendiendo. Más importante es tener destreza que saber quién es uno.

Hacía quince años que Chane llevaba consigo y cuidaba la daga, que en algunos momentos difíciles parecía susurrarle: «¡Mírame, Chane Canto Rodado! Yo no soy un arma vulgar, y tú tampoco eres un enano vulgar. Tu imagen se refleja en mi acero. A lo mejor, cualquier día esa imagen te hará saber quién eres en realidad».

Chane se miraba entonces en la hoja, preguntándose si eso sería verdad. Incluso años antes de que sus hombros se ensancharan y le nacieran los bigotes, él se había dado cuenta de que se diferenciaba un poco de los demás... Su aspecto no era el de los típicos daewar que veía cada día en los centros comerciales. Por su físico más bien se parecía a los enanos de Hylar, aunque eso no tenía importancia, ya que ni entre unos ni otros había manera de averiguar su origen. En todo Thorbardin, un expósito era un expósito.

Fue en aquella época cuando empezaron los sueños de Chane. Siempre el mismo sueño insistente, que a veces se repetía cada semana. El misterioso lugar, el misterioso receptáculo y el antiguo yelmo con cuernos que sostenía en las manos, pero que nunca lograba ponerse en la cabeza.

Los años habían pasado y, una vez adulto, lo había empleado Rogar Hebilla de Oro, el comerciante. Su trabajo era el de empaquetador, aunque en ocasiones le tocaba ir más allá de la Puerta Sur para ayudar al equipo que preparaba las partidas que debían ser enviadas a Barter o a cualquier otro lugar donde se reunían los mercaderes. El mismo había tenido que trasladarse una vez a Barter, donde abundaban los elfos y los humanos, los gnomos y los kenders. Chane había visto la salida y la puesta del sol, las lunas que iluminaban el cielo nocturno..., y conocido así la vastedad del
exterior
, de un mundo no contenido en el interior de las montañas.

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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