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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (40 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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El aire se notaba quieto y pesado. El humano se preguntó, vagamente, dónde estaba la luz del sol. ¿Por qué había oscurecido tanto?

Aún mareado, Ala Torcida miró al cielo. En efecto, allí se acumulaban espesos nubarrones que se deslizaban arremolinados hacia el este, en dirección a las llanuras de Dergoth; fajas de negros estratos que procedían de las laderas del Fin del Cielo.

«¡Qué extraño! —pensó—. Un tiempo muy extraño.»

Pero sus heridas le hicieron olvidar de momento las nubes. Sabía que estaba herido, quizás incluso de gravedad.

Jilian le tiró de la manga y señaló el otro lado del puente. Alguien se acercaba. Las sombras arrojadas por las nubes estorbaban la visibilidad, pero Ala Torcida pudo ver al fin de quién se trataba. Nada menos que de Kolanda Pantano Oscuro, la Comandante. Con los pechos al aire, el cuerpo de la mujer contrastaba de forma sorprendente con el horrible yelmo y las armas que llevaba. Varios goblins corrían a su lado. El hombre contó cinco, mejor armados que aquellos con los que había luchado en el puente. Y más disciplinados. Un grupo de choque, sin duda.

Chane se reunió con él a medio puente. Ala Torcida tuvo que dejar en el suelo su espada para desatar el yelmo que llevaba colgado del hombro. Estaba manchado de sangre. De la suya propia.

Entregó la valiosa pieza a Chane Canto Rodado.

—Aquí tienes el casco de tu antepasado —dijo con brusquedad—. Con la gema y todo. Confío en que valga la pena.

Él enano le dio la vuelta en sus manos, examinándolo con emocionada atención.

—¡No te quedes ahí pasmado! —rechinó Ala Torcida—. ¡Úsalo!

—Estás herido —señaló Chane.

—No es gran cosa. Pronto me curaré. Pero ahora no tenemos tiempo de discutir eso.
¡Ponte el yelmo!

El enano se echó hacia atrás la negra capucha de orejas de gato, y Chess lo miró boquiabierto. No se había dado cuenta de lo cambiado que estaba Chane. La barba, inclinada hacia atrás, y los separados ojos de intensa expresión eran los mismos, pero Chane era distinto. El kender no sabía bien por qué, pero ya no podía ver en el compañero al divertido enano disfrazado de conejo. Tenía la sensación de que era otro. Chess se preguntó si el viejo guerrero llamado Grallen habría tenido ese aspecto.

El enano se puso el yelmo, que parecía hecho a su medida. Ajustaba tan perfectamente a la cabeza de Chane, que diríase que nunca había estado destinado a otra persona. La verde piedra engarzada encima del cubre-nariz comenzó a resplandecer.

Chane pareció ponerse rígido. Cerró los ojos y, cuando habló, su voz había cambiado.

—Yo, Grallen —declaró—, hijo del rey Duncan, partí la mañana de la última batalla, a la cabeza de los enanos hylar. Procedíamos de la Puerta Norte de Thorbardin para encaminarnos al oeste, donde acampaban las compañías errantes. Luego atravesamos el Fin del Cielo hasta las llanuras de Dergoth para reunimos allí con el grueso de las fuerzas hylar. Mis tropas asaltaron la guarida que el hechicero ocupaba en la montaña. Grande fue el valor con que lucharon mis hermanos, y muchos cayeron con honor a mi lado...

Los demás lo contemplaban extasiados. Hasta Jilian había retrocedido, enormemente abiertos los ojos.

—Pero, cuando la batalla parecía decidida a nuestro favor —continuó Chane— y yo me enfrenté al hechicero en su cueva, éste sonrió, y de todo su ser emanó una magia formidable: una llama de poder y horror que perforaba la piedra y el acero.

»
Y en su ira y desesperación, el hechicero destruyó tanto a sus enemigos como a sus aliados...

»
Así fue como morí yo, y por eso estoy condenado a vivir entre los restos de la fortaleza, ahora llamada Monte de la Calavera, hasta el día en que alguien rescate mi yelmo y lo devuelva al país de mis padres para que yo pueda hallar reposo.

Las nubes borbotaban y se revolvían en el cielo, ennegreciendo la tierra. Los aullidos del viento arrancaban ecos al abismo. Chane parecía estar en trance hasta que se estremeció y abrió los ojos.

—Grallen... —musitó.

Después se volvió para contemplar el macizo del Fin del Cielo, que se alzaba al otro lado del puente, y una luz verde relució entre la caída rocalla. El enano tuvo la sensación de que aquella luz salía de una puerta abierta.

—Ve —dijo Ala Torcida—. Yo los mantendré a raya mientras pueda. Ve y lleva a cabo aquello para lo que vinimos..., sea lo que sea.

Chane vaciló, pero al final hizo un gesto de afirmación.

—En efecto es lo que vinimos a buscar —contestó, y le tendió la mano al amigo—. ¡Que tengas suerte, humano!

Ala Torcida la estrechó con la que tenía sana.

—¡Buen viaje, enano!

Chane se volvió hacia el extremo del puente y el misterio que aguardaba detrás. Jilian lo siguió. Chess no sabía si ir también, pero cambió de opinión.

—Probablemente está a punto de ser rico y famoso —murmuró—. Y, asimismo, de hacerse insufrible. Creo que me quedo.

Kolanda Pantano Oscuro, por su parte, los observaba desde el pie del puente. Había adoptado la postura de un guerrero. De un vencedor. Sus ojos, escondidos detrás de la máscara de acero, centelleaban de expectación, y entre sus senos había algo que despedía un oscuro resplandor. En el aire flotaba un débil sonido chispeante.

Y de pronto no hubo más tiempo. De la zona quebrada surgieron tropas de goblins que se lanzaron sobre Chane y sus compañeros y, detrás mismo de la base del puente, Kolanda Pantano Oscuro hizo señal a su guardia para que avanzase. Ala Torcida alzó su espada y apoyó con fuerza los pies, preguntándose cuánto rato necesitarían los enanos para estar a salvo en el interior de la montaña.

32

Una enigmática oscuridad cubría las tierras, una oscuridad de negras y arremolinadas nubes turbulentas que parecían enrollarse y desbancaban la luz del sol. Al oeste del puente, el Fin del Cielo estaba velado, sumergidas sus laderas en una fluida lobreguez. Al este, la zona quebrada, las pequeñas colinas y las vastas llanuras que se extendían detrás constituían un danzante mosaico de sombras. Hacia el Monte de la Calavera, las nubes giraban y caían sobre sí mismas, retorciéndose en el sentido de las agujas del reloj a medida que el centro de la tormenta descendía más y más, con lo que formaba una chimenea de kilómetros de profundidad.

Ala Torcida apoyó la espada en una piedra y utilizó la mano derecha para levantar su brazo izquierdo, escudo inclusive, hasta que el borde de éste quedó justamente debajo de sus ojos. Con una tira de tela arrancada de su túnica sujetó el brazo inútil. Luego recogió la espada.

La mujer del casco provisto de cuernos posó una arrogante mirada en él y gritó:

—¡Quiero ese objeto que trajiste de Dergoth! ¡Dámelo!

Ala Torcida esperó.

»
A mí no me matarás —añadió Kolanda—. ¡No puedes!

Su risa cortó el viento al levantar ella la horrible máscara para permitir que el hombre le viese la cara.

—No sé qué quieres —respondió Ala Torcida.

—Lo sabes perfectamente —replicó la mujer—. Lo que tenía tu mago, y que tú te trajiste. ¡Dámelo!

Ala Torcida trató de soportar su mirada mientras contaba en silencio. El montón de rocalla se hallaba sólo a unos trescientos metros del puente. Los dos enanos lo alcanzarían en cualquier instante. Una vez pasada la escondida puerta, seguramente estarían a salvo. Ignoraba de dónde extraía tal certeza, pero la tenía.

—Llegaste tarde para eso —voceó—. ¡Ya no está aquí!

—¿Cómo? ¿Dónde, pues?

En lo alto de una roca, justamente detrás de Kolanda y sus goblins, apareció una figura. Era Sombra de la Cañada. Con su capa de bisonte, sus largos cabellos y la barba ondeando en el viento, el mago se apoyó unos segundos en su bastón y, cuando el extremo superior de éste adquirió vida, Sombra de la Cañada se enderezó. Una clara luz granate parpadeó en medio de las tinieblas.

—¡Lo han conseguido! —respiró Ala Torcida—. ¡El Sometedor de Hechizos está bajo tierra!

Erguido en la plana cumbre de la resquebrajada roca, el mago levantó su resplandeciente bastón y exclamó:

—¡Te conozco, Caliban!

Su voz fue transportada por el viento cual una flecha de hielo, y una brillante llamarada roja salió disparada de su báculo en dirección a Kolanda Pantano Oscuro... y se detuvo poco antes de alcanzar a la mujer, engullida por una negrura que poseía una voz propia.

La gastada y sibilante voz dijo:

«¡Y yo te conozco a ti, Sombra de la Cañada! Eres el último.»

Una cegadora luz se encendió allí donde terminaba el rayo de color granate, y en el acto retumbó un trueno.

El rayo emitido por Sombra de la Cañada retrocedió, absorbido por una ola de oscuridad que avanzó hacia el mago... para vacilar de pronto. A Ala Torcida le dio vueltas la cabeza. ¿De qué Sombra de la Cañada se trataba? Porque ya no había uno solo, sino tres. Luego fueron cinco y después una docena o más. Una miríada de Sombras de la Cañada, que se movían al unísono para arrojar su propia magia contra la lobreguez centrada en el pecho de Kolanda.

«¡Tramposo! —graznó la gastada voz—. ¿Pretendes combatirme con ilusiones ópticas, Túnica Roja? ¡Muérete!», agregó en un murmullo, a la vez que unas retorcidas negruras partían de ella en busca de todos los Sombras de la Cañada. Las serpenteantes y oscuras volutas surcaron los aires en dirección a los magos, y uno tras otro éstos se desvanecieron... menos uno. Ala Torcida vio que, de repente, el único que quedaba adquiría un tamaño gigantesco. De centenares de metros de altura, con una envergadura de brazos que llegaba hasta las cercanas quebradas, Sombra de la Cañada atrajo hacia sí toda la negrura que le había sido arrojada, y que lo atravesó hasta perderse en su grandiosidad.

«¡Ilusiones ópticas! —repitió la cascada voz—. ¿No sabes hacer nada mejor?» Los vientos chispearon arremolinados, y la insistente oscuridad creció.

Grandes agujeros negros aparecieron en la enorme imagen de Sombra de la Cañada, que pareció oscilar en el viento, disolviéndose.

Pero de uno de sus ángulos salió entonces un rayo granate que golpeó con violencia el objeto que Kolanda llevaba en su pecho y lo hizo chillar y contraerse. Sin embargo, Caliban contraatacó y, nuevamente, se produjo entre ellos una escalofriante colisión de energías, rojas y negras, con una cegadora luminosidad en medio.

En alguna parte detrás del puente estallaron estremecedores truenos. Tembló el puente de piedra, se resintió y comenzó a oscilar. Al otro lado del abismo se derrumbaba parte de la montaña.

—¿Dónde está la cosa que yo quiero? —volvió a gritar Kolanda con voz llena de rabia.

—Donde ya nunca podrás alcanzarla —respondió Ala Torcida, a la vez que, pese a su cojera, echaba a andar.

Un dardo de los goblins chocó contra su escudo, quedó enganchado durante un instante y cayó al suelo. Un huevo de paloma estalló contra la armadura de un goblin; luego, una jarra de estaño golpeó al ser en plena cara. Otro que luchaba a su lado soltó un chillido cuando una daga hecha con un colmillo de felino, disparada por la jupak del kender, se alojó en su cuello.

—¡Ya estoy harta! —bramó Kolanda Pantano Oscuro y, recogiendo una ballesta cargada, apuntó con ella a Ala Torcida—. ¡Basta de una vez! ¡Pon fin a esto, Caliban!

Unas inmensas masas negras fluyeron en dirección a Sombra de la Cañada, una oscura magia que súbitamente flaqueó y se fundió. La ballesta que sostenía Kolanda osciló cuando ésta bajó la vista para mirar la flecha clavada en su pecho, que además atravesaba el marchito corazón de Caliban, encadenándolo para siempre al suyo propio mediante un vulgar astil de madera de nogal.

Junto a la aguja septentrional del puente, Garon Wendesthalas se desplomó cuando la espada de un goblin le traspasó la garganta. Tendido en el suelo, el arco resbaló de sus débiles dedos para quedar a su lado. En un último esfuerzo, el elfo volvió la cabeza para mirar puente arriba y alzó una temblorosa mano como saludo final a su viejo amigo Ala Torcida. Y no se movió más.

Ululaba el vendaval, y el granizo azotó la tierra. Rayos semejantes a patas de araña iluminaban las llanuras de Dergoth y las colinas más próximas. Muchos de ellos cayeron sobre los soldados goblins. Los relámpagos danzaban en el viento, que entre aullidos zarandeaba el oscilante puente de piedra.

Chestal Arbusto Inquieto gritó, agarrado al pretil:

—¡Es Zas! ¡Se realiza!

Con el escudo como protección contra el furioso vendaval, Ala Torcida se abrió paso hasta la base del puente con el kender colgado de él. Ambos cayeron y rodaron por el suelo en busca de un refugio en medio de una tempestad como no se había visto otra en Ansalon, al menos desde el Cataclismo.

«Tres hechizos pronunció Fistandantilus en el valle de Waykeep —había dicho Irda—. El primero fue el fuego. El segundo, el hielo, y el tercero aún no se ha producido.»

Ahora, cuando Zas veía cumplido su destino, las resquebrajadas llanuras de Dergoth eran barridas por la tormenta.

* * *

La rocalla había cubierto la vieja puerta destinada al comercio. Lo que un día había sido un portón de marco de hierro, de casi tres metros de ancho y seis de alto, con soportes para las vagonetas tiradas por cables y plataformas de transporte, ahora no era más que un olvidado agujero situado detrás de centenares de toneladas de fragmentos de roca. Escondido, pero no cerrado.

Seguido por Jilian, Chane Canto Rodado se introdujo a través de una grieta y penetró en un túnel que más bien era un laberinto que sólo un enano o un curioso kender podría haber desembrollado. Atrás quedaba, débil ya, el retumbo de los truenos. Chane siguió una curva muy cerrada entre dos bloques de piedra, y luego gateó por encima de una losa enterrada y por debajo de otra, siempre guiado por la verde luz que parecía hablarle a la gema engastada en el antiguo yelmo que llevaba puesto. Así continuaron adelante, y todo eran oscuras piedras caídas, sin más orientación para ellos que la tenue línea verde. Rastreador latía y brillaba mientras el rocoso laberinto serpenteaba de manera imprecisa. En la bolsa colgada del cinturón del enano, el Sometedor de Hechizos entonaba palpitante un canto silencioso.

Las muchas lágrimas enjugadas todavía humedecían las mejillas de Jilian, que tenía la garganta seca de tanto temor y pesar. Le dolía haberse visto obligada a dejar atrás a unos compañeros a los que había llegado a estimar mucho. Probablemente morirían para que la misión de Grallen, soñada por Chane, pudiera ser completada. Sólo se había vuelto una vez desde el punto más elevado del puente, con el corazón medio destrozado. Los dos parecían tan pequeños allí atrás, ¡tan indefensos! Un hombre ensangrentado y un kender de ojos centelleantes, con los cabellos enroscados al cuello. Sólo ellos dos, enfrentándose a...

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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