Aquella última palabra la pronunció como un bramido; todo el mundo se sobresaltó, pero nadie replicó. Gabinio miró a su alrededor y pensó que ojalá Pompeyo estuviera allí para oírle. Era una verdadera lástima que no estuviera. Sin embargo, ¡a Pompeyo le encantaría la carta que Gabinio pensaba mandarle aquella noche!
—Hay que hacer algo —continuó diciendo Gabinio—, y con ello no me refiero al fracaso habitual tan exquisitamente personificado por la campaña que nuestro jefe Pequeña Cabra continúa librando todavía en Creta— Primero apenas consigue derrotar a esa chusma cretense en una batalla en tierra, luego le pone sitio a Cidonia, que acaba por capitular… ¡pero deja que el gran almirante pirata Panares siga libre! De modo que caen un par de ciudades más, luego pone sitio a Cnosos, dentro de cuyas murallas permanece oculto el gran almirante pirata Lastenes. Cuando la caída de Cnosos parece inevitable, Lastenes destruye todos los tesoros que no puede llevarse consigo y escapa. Una eficiente operación de asedio, ¿verdad? Pero, ¿cuál de estos desastres le causa aún más pena a nuestro jefe Pequeña Cabra? ¿La huida de Lastenes o la pérdida del tesoro? ¡Vaya, pues la pérdida del tesoro, naturalmente! Lastenes no es más que un pirata, y los piratas no se hacen chantaje unos a otros. ¡Los piratas esperan ser crucificados como esclavos que fueron en otro tiempo! —Gabinio, el galo de Picenum, hizo una pausa, sonriendo salvajemente como sólo un galo sabe hacerlo. Respiró profundamente y luego añadió—: ¡Hay que hacer algo!
Y se sentó. Nadie habló. Nadie se movió. Quinto Marcio Rex suspiró.
—Nadie tiene nada que decir? —Paseó la mirada de una grada a otra a ambos lados de la Cámara y no descansó en ninguna parte hasta que se encontró con el rostro de César, que reflejaba una mirada irónica. Pero, ¿por qué miraría César de aquel modo?—. Cayo Julio César, a ti te capturaron los piratas en una ocasión y te las arreglaste para salir lo mejor posible del trance. ¿No tienes nada que decir? —le preguntó Marcio Rex.
César se levantó de su asiento en la segunda grada.
—Sólo una cosa, Quinto Marcio —dijo—. Hay que hacer algo.
Y se sentó. El único cónsul del año alzó ambas manos al aire como gesto de derrota y levantó la sesión.
—¿Cuándo vas a dar el golpe? —le preguntó César a Gabinio mientras salían juntos de la Curia Hostilia.
—Todavía no —repuso alegremente Gabinio—. Primero tengo que hacer otras cosas, y también Cayo Cornelio. Sé que es tradicional empezar el año como tribuno de la plebe con las cosas más importantes primero, pero considero que eso es una mala táctica. Dejemos que nuestros estimados cónsules electos Cayo Pisón y Manio Acilio Glabrio se calienten primero el trasero en la silla curul. Quiero que crean que Cornelio y yo hemos agotado nuestro repertorio antes de que yo intente siquiera reabrir el tema de hoy.
—En enero o febrero, entonces.
—Desde luego, no antes de enero —dijo Gabinio.
—Así que Magnus está completamente dispuesto a encargarse de los piratas.
—Hasta sus últimas consecuencias. Puedo asegurarte, César, que en Roma nunca se habrá visto nada semejante.
—Entonces que venga pronto enero. —César hizo una pausa y volvió la cabeza para mirar irónicamente a Gabinio—. Magnus nunca conseguirá que Cayo Pisón se ponga de su parte, está demasiado unido a Catulo y a los
boni
, pero Glabrio es más prometedor. No ha olvidado nunca lo que le hizo Sila.
—¿Cuando le obligó a divorciarse de Emilia Escaura?
—Eso es. Él es el cónsul de menor categoría del año próximo, pero siempre resulta útil tener por lo menos a uno de los cónsules por esclavo.
Gabinio soltó una risita.
—Pompeyo tiene algo pensado para nuestro querido Glabrio.
—Bien. Si puedes dividir a los cónsules del año, Gabinio, podrás avanzar más y mucho más de prisa.
César y Servilia continuaron viéndose cuando ella regresó de Cumae a finales de octubre, y mantuvieron la relación absortos el uno en el otro, igual que antes. Aunque Aurelia intentaba captar algo de vez cuando, César reducía al mínimo sus informaciones sobre los avances de aquella aventura, y no le proporcionaba a su madre indicaciones sobre el grado de seriedad del asunto, ni de su intensidad. Todavía le resultaba antipática Servilia, pero eso no afectaba a su relación porque no necesitaban sentir simpatía el uno por el otro. O quizás, pensó él, el hecho de que ella le gustase le habría quitado algo vital a todo ello.
—¿Te caigo bien? —le preguntó César a Servilia el día antes de que los nuevos tribunos de la plebe asumieran el cargo.
Ella le dio primero un pecho y luego el otro, y demoró la respuesta hasta que ambos pezones se le pusieron erectos y notó que el calor empezaba a bajarle por el vientre.
—A mí no me cae bien nadie —dijo luego, subiéndose encima de él—. Odio o amo.
—¿Y es una postura cómoda?
Como Servilia carecía de sentido del humor, no interpretó que la pregunta se refiriese a la postura en que se hallaban, sino que fue directa a su verdadero significado.
—Bastante más cómoda que profesar simpatía, diría yo. He observado que cuando las personas se tienen simpatía son incapaces de actuar como debieran. Por ejemplo, posponen decirse cuatro verdades por miedo, al parecer, a que éstas causen heridas. El amor y el odio permiten decirse las cuatro verdades.
—¿Te gustaría oír una verdad? —le preguntó César sonriendo al tiempo que se quedaba absolutamente quieto; eso distrajo a Servilia; cuando la sangre le ardía necesitaba que César se moviera dentro de ella.
—¿Por qué no te callas y continúas con lo nuestro, César?
—Porque quiero decirte una verdad.
—iBueno, pues entonces dila! —le espetó ella bruscamente mientras se amasaba los pechos ella misma, ya que él no lo hacía—. ¡Oh, cuánto te gusta atormentar!
—A ti te gusta mucho más estar encima que estar debajo, o de lado, o de cualquier otro modo —dijo él.
—Sí, eso es verdad, me gusta. ¿Ya estás contento? ¿Podemos continuar?
—Todavía no. ¿Por qué lo que más te gusta estar es encima?
—Pues porque estoy encima, naturalmente —repuso Servilia sin comprender.
—¡Ajá! —dijo César; y la obligó a darse la vuelta—. Ahora soy yo quien está encima.
—Ojalá no lo estuvieras.
—Me alegra gratificarte, Servilia, pero no cuando ello significa que también gratifique tu sentido de poder.
—¿Qué otra salida tengo para gratificar mi sensación de poder? —le preguntó ella retorciéndose—. ¡Así resultas demasiado grande y demasiado pesado para mí!
—Tienes toda la razón en lo que se refiere a la comodidad —dijo César aprisionándola debajo de él—. No tenerle simpatía a alguien significa que uno no se siente tentado a ceder.
—Cruel —dijo ella con ojos vidriosos.
—El amor y el odio son crueles. Sólo el cariño es bondadoso.
Pero Servilia, que no le tenía simpatía a nadie, poseía su propio método de venganza; arañó a César con las bien cuidadas uñas desde la nalga izquierda hasta el hombro y dibujó con la sangre cuatro líneas paralelas. Aunque se arrepintió de haberlo hecho, porque César la cogió por ambas muñecas, se las retorció, la obligó a estar tumbada debajo de él durante lo que pareció una eternidad y luego la penetró violentamente cada vez más adentro, cada vez con más fuerza; al final ella se puso a gritar y a llorar, no sabía si de sufrimiento o de éxtasis, y durante algún tiempo estuvo segura de que el amor que sentía por él se había convertido en odio.
Lo peor de aquel encuentro no ocurrió hasta que César regresó a su casa. Aquellas cuatro rayas de color carmesí le escocían mucho, y cuando se quitó la túnica vio que seguía sangrando. Los cortes y arañazos que, en ocasiones, había sufrido en el campo de batalla le habían enseñado que tenía que pedirle a alguien que le lavase y le curase el daño, de lo contrario corría el riesgo de que se le infectase. Si Burgundo se hubiera encontrado en Roma habría sido fácil, pero por aquel entonces éste estaba viviendo, junto con Cardixa y los ocho hijos de ambos, en la villa que César tenía en Bovillae; se encargaba de cuidar de los caballos y de las ovejas que Cèsar criaba. Lucio Decumio no le serviría; no era lo bastante limpio. Y Eutico le iría con el cotilleo a su amigo, a los amigos de su amigo y a la mitad de los miembros del colegio de encrucijada. Así pues, tendría que ser su madre. Esta lo miró y dijo:
—¡Oh, dioses inmortales!
—Ojalá yo fuera uno de ellos, entonces no me dolería.
Y Aurelia salió para buscar dos palanganas, una medio llena de agua y la otra medio llena de vino fortalecido, aunque agrio, junto con unas bolas de lino egipcio limpio.
—Es mejor el lino que la lana; la lana deja pelusa en el fondo de las heridas —dijo ella empezando por el vino fuerte. Los toques que daba Aurelia no eran suaves, pero sí lo bastante concienzudos como para que a César le brotaran las lágrimas; éste estaba tumbado sobre el vientre, cubierto lo mínimo que dictaba el sentido de la decencia, y soportó los cuidados de su madre sin emitir ni un quejido. Cuando Aurelia acabase con ellas, no habría nada capaz de infectar las heridas, se consolaba César. Podría matar a un hombre de gangrena.
—¿Servilia? —le preguntó Aurelia cuando terminó, satisfecha, por fin, de haber puesto suficiente vino en los arañazos como para acobardar a cualquier cosa infecciosa que pudiera estar al acecho allí, y empezando de nuevo con el agua.
—Servilia.
—¿Qué clase de relación es ésta? —preguntó Aurelia con aire exigente.
—No es precisamente cómoda.
Y César tembló de la risa al decirlo.
—Eso ya lo veo. Podría acabar asesinándote.
—Confío en conservar el suficiente sentido de la alerta como para evitarlo.
—Aburrido no estás.
—Desde luego, aburrido no estoy,
mater
.
—No creo que esta relación sea saludable —se pronunció por fin Aurelia mientras le secaba el agua a César con unos toquecitos suaves—. Quizás lo más prudente sería ponerle fin, César. Su hijo está prometido en matrimonio con tu hija, lo que significa que los dos tendréis que conservar el decoro durante los años venideros. Por favor, César, acaba con ello.
—Pondré fin a este asunto cuando esté preparado para hacerlo, no antes.
—¡No, no te levantes aún! —le indicó bruscamente Aurelia—. Deja que primero se seque bien, y luego ponte una túnica limpia. —Se apartó de él y empezó a buscar en el arcón de ropa hasta que encontró una prenda que satisfizo su olfato—. Es evidente que Cardixa no está aquí, la chica encargada de lavar la ropa no hace su trabajo como debiera. Tendré que llamarle la atención mañana por la mañana. —Volvió a la cama y dejó la túnica al lado de César—. No saldrá nada bueno de esa relación, no es saludable.
A lo cual César no respondió. Cuando bajó las piernas de la cama y metió los brazos en la túnica, su madre ya no se encontraba allí. Y eso, se dijo él, era de agradecer.
El décimo día de noviembre los nuevos tribunos de la plebe tomaron posesión del cargo, pero no era Aulo Gabinio el que dominaba la tribuna. Ese privilegio le pertenecíá a Lucio Roscio Otón, miembro de los
boni
, quien le dijo a una clamorosa multitud de caballeros importantes que ya era hora, y muy cumplida, de que se restituyeran las antiguas filas del teatro para uso exclusivo de los tribunos. Hasta la dictadura de Sila únicamente ellos habían disfrutado de las catorce filas de asientos que quedaban justo detrás de las dos primeras, que todavía estaban reservadas para los senadores. Pero Sila, que odiaba a los caballeros de cualquier clase, les había quitado ese privilegio, junto con la vida, propiedades y fortunas en metálico de otros mil seiscientos caballeros. La medida de Otón tuvo tanta aceptación que se llevó a cabo inmediatamente, sin que César, que miraba desde las escaleras del Senado, se sorprendiese en absoluto.
Los
boni
eran realmente brillantes en lo que se refiere al tráfico de influencias con los caballeros, ése era uno de los pilares de su continuo éxito. La siguiente reunión de la Asamblea Plebeya le interesaba a César mucho más que el panal ecuestre de Otón: Aulo Gabinio y Cayo Cornelio, los hombres de Pompeyo, tomaron posesión en ella. El primer asunto que iban a tratar era un intento de reducir los cónsules del año siguiente de dos a uno, y el modo como Gabinio lo llevó a cabo fue deliciosamente inteligente. Le pidió a la plebe que concediera al cónsul
junior
, Glabrio, el gobierno de una nueva provincia en el Este que habría de llamarse Bitinia-Ponto, y a continuación solicitó a la plebe que enviase a Glabrio a gobernarla un día después de jurar el cargo. Aquello dejaría a Cayo Pisón a solas para ocuparse de Roma y de Italia. El odio hacia Lúculo predispuso a los caballeros, que eran los que dominaban la plebe, en favor de ese proyecto de ley, porque ello despojaba de poder a Lúculo… y también le despojaba de las cuatro legiones que le quedaban. Lúculo, que todavía tenía la misión de luchar contra los reyes Mitrídates y Tigranes, no poseía ahora más que un título vacío.
Los sentimientos de César ante aquello eran ambivalentes. Personalmente detestaba a Lúculo, que era tan rigorista en lo referente a la forma correcta de hacer las cosas que deliberadamente elegía la incompetencia en los demás si la alternativa a ello era ignorar el protocolo apropiado. Pero el hecho seguía siendo que se había negado a conceder a los caballeros de Roma libertad para esquilmar a los pueblos autóctonos de las provincias. Cosa que era, naturalmente, el motivo por el cual los caballeros lo odiaban de forma tan apasionada y por el que se mostraban a favor de cualquier ley que pusiera en desventaja a Lúculo. Una lástima, pensó César suspirando para sus adentros. La parte de su persona que anhelaba mejores condiciones para los pueblos autóctonos de las provincias de Roma deseaba que Lúculo sobreviviera, mientras que la monumental herida que Lúculo había infligido a su
dignitas
al dar a entender que él se había prostituido al rey Nicomedes exigía que Lúculo cayera.