Como no era un esnob, César estaba contento de aceptar a Cicerón por sus propios méritos, y esperaba convencerlo para que entrase a formar parte de su facción. El problema estribaba en que Cicerón era un vacilante incurable; aquella mente inmensa veía tantos rasgos potenciales que al final probablemente dejaba que su timidez tomase las decisiones por él. Y para un hombre como César, que nunca había permitido que el miedo dominara sus instintos, la timidez era el peor de todos los amos. Tener a Cicerón de su parte le haría más fácil la vida política a César. Pero, ¿vería Cicerón las ventajas que esa fidelidad le comportaría? Eso era algo que sólo podrían decirlo los dioses.
Además Cicerón era un hombre pobre, y César tampoco tenía el dinero necesario para comprarlo. La única fuente de ingresos del abogado, aparte de las tierras de su familia en Arpinum, era su esposa; Terencia era extremadamente acaudalada. Por desgracia ella controlaba sus propias finanzas y no cedía ante el gusto de Cicerón por las obras de arte y las villas en el campo. ¡Oh, el dinero! Allanaba tantos obstáculos, especialmente para un hombre que deseaba convertirse en el Primer Hombre de Roma. He ahí a Pompeyo el Grande, que, amo de indecibles riquezas, podía permitirse comprar adictos… Mientras que César, con todo su ilustre árbol genealógico, no tenía dinero suficiente para comprar adictos ni votos. A ese respecto, Cicerón y él eran iguales. Dinero. Si había algo que podía derrotarle, pensó César, era la falta de dinero.
A la mañana siguiente César despidió a sus clientes después del ritual del amanecer y bajó solo por el Vicus Patricii hasta las habitaciones que había alquilado en una elevada ínsula situada entre el taller de tintes de Fabricio y los baños suburanos. Aquél se había convertido en su refugio a su regreso de la guerra contra Espartaco, cuando la presencia viviente de su madre, su esposa y su hija dentro del propio hogar se había hecho a veces tan abrumadoramente femenina que le había resultado intolerable. Todo el mundo en Roma estaba acostumbrado al ruido, incluso aquellos que moraban en casas espaciosas sobre el Palatino y las Carinae: los esclavos gritaban, cantaban, reían y disputaban mientras realizaban sus tareas, y los bebés lloraban, los niños pequeños chillaban y las mujeres cotorreaban incesantemente cuando no estaban entrometiéndose para dar la lata o quejarse. Una situación tan normal que apenas afectaba a la mayoría de los hombres que estaban a la cabeza de una casa. Pero en ese aspecto César se irritaba, porque en él residía un auténtico gusto por la soledad y no tenía paciencia para lo que consideraba trivialidades. Siendo como era un verdadero romano, no había intentado reorganizar su entorno doméstico prohibiendo el ruido y las intrusiones femeninas, sino que, en lugar de eso, decidió evitarlas proporcionándose un refugio para sí mismo. Le gustaban los objetos hermosos, de modo que las tres habitaciones que tenía alquiladas en el segundo piso de aquella ínsula se contradecían con el lugar donde estaban situadas.
Su único amigo de verdad, Marco Licinio Craso, era un incurable comprador de fincas y propiedades, y por una vez había sucumbido a un impulso generoso y le había vendido a César a un precio muy barato el suficiente suelo de mosaico para las dos habitaciones que César usaba para él. Cuando Craso había comprado la casa de Marco Livio Druso, había despreciado la antigüedad del suelo; pero el gusto de César era infalible, él sabia que hacía cincuenta años que no se fabricaba nada tan bueno. Asimismo, Craso se había mostrado complacido por poder emplear el apartamento de César como entrenamiento para las cuadrillas de esclavos sin cualificar que él —muy provechosamente— formaba en oficios tan apreciados y costosos como el enyesado de las paredes, el vaciado de molduras y pilastras con ornamentos dorados y la pintura de frescos. Así, cuando César entró en aquel apartamento dejó escapar un suspiro de pura satisfacción al contemplar las perfecciones del despacho, el recibidor y el dormitorio. ¡Bien, bien! Lucio Decumio había seguido sus instrucciones al pie de la letra y había dispuesto los muebles nuevos exactamente donde César los quería. Los había encontrado en Hispania Ulterior y los había enviado por barco a Roma por adelantado: una mesa muy brillante tallada en mármol rojizo con patas de león, un canapé dorado cubierto por tapicería púrpura también de Tiria y dos sillas espléndidas. Allí, observó no sin cierta diversión, estaba la cama nueva de la que había hablado Lucio Decumio, una estructura espaciosa de ébano y oro con una colcha púrpura también de Tiria. ¿Quién habría podido imaginar, viendo a Lucio Decumio, que su gusto pudiera igualarse al de César?
El propietario de aquel establecimiento no se molestó en inspeccionar la tercera habitación, que era en realidad una parte de la terraza que bordeaba el patio de luces interior. Cada extremo de la misma había sido vallado para ganar intimidad con respecto a los vecinos, y el patio de luces, a su vez, tenía gruesas persianas que dejaban entrar el aire, pero que impedían a las miradas curiosas cualquier vista del interior. Allí estaban localizados los servicios, desde un baño de bronce del tamaño de un hombre hasta una cisterna que almacenaba agua y un orinal. No había instalaciones para cocinar, y César no tenía ningún criado que viviera en el apartamento. De la limpieza se ocupaban los sirvientes de Aurelia, a quienes Eutico enviaba regularmente para vaciar el agua del baño y mantener llena la cisterna, el orinal pulcro, la ropa lavada, los suelos barridos y todo lo demás limpio de polvo.
Lucio Decumio ya se encontraba allí, encaramado al canapé; tenía las piernas colgando lejos del tritón de exquisitos colores dibujado en el suelo, y la mirada fija en el rollo que sostenía entre las manos.
—¿Qué, asegurándote de que cuadren las cuentas del colegio para la auditoría del pretor urbano? —le preguntó César al cerrar la puerta.
—Algo parecido —contestó Lucio Decumio al tiempo que dejaba que el rollo rodase produciendo un chasquido al soltarlo. César se acercó al reloj de agua para consultar la hora.
—Según esta pequeña bestia, ya es hora de que bajes, papá. Quizás ella no sea puntual, sobre todo si Silano no es amante de los cronómetros, pero a mí no se me antoja que la señora sea una persona que ignore el paso del tiempo.
—A mí no me necesitarás aquí, Pavo, así que la acompañaré hasta la puerta y me iré a casa —dijo Lucio Decumio; y salió de allí presuroso.
César se sentó ante el escritorio para escribir una carta a la reina Oradalis de Bitinia, pero no había hecho más que poner el papel delante cuando se abrió la puerta y entró Servilia. Las estimaciones de César eran ciertas: aquélla no era señora que ignorase el tiempo. Se levantó y dio la vuelta al escritorio para saludarla, intrigado al ver que ella le tendía una mano como haría un hombre. El se la estrechó exactamente con la cortés presión que huesos tan pequeños exigían, pero de la misma forma que si le hubiera estrechado la mano a un hombre. Había una silla dispuesta ante el escritorio, aunque antes de que Servilia llegase César no sabía bien si llevar a cabo aquella entrevista con el escritorio de por medio o instalados más acogedoramente en una proximidad más íntima.
Su madre estaba en lo cierto: Servilia no era fácil de predecir. Así que la acompañó a la silla situada al otro lado de la mesa y volvió a ocupar la suya. Con las manos juntas, aunque no apretadas, puestas ante sí sobre el escritorio, la miró con aire solemne. Se conservaba muy bien si realmente se acercaba a los treinta y siete años de edad, decidió César, e iba vestida de forma elegante con una túnica bermellón, cuyo color se parecía peligrosamente a la llama de la toga de una prostituta, aunque a pesar de ello lograba parecer intachablemente respetable. ¡Sí, era lista! Llevaba el cabello, espeso y tan negro como los reflejos, que eran más azules que rojos, peinado hacia atrás y separado por una raya en el centro, lo que hacía que ambas partes se reunieran con un mechón separado que le cubría la parte superior de cada oreja, y luego todo el conjunto iba atado en un moño justo en el nacimiento del cuello. Algo poco corriente, pero también muy respetable. La boca pequeña y en cierto modo fruncida, una hermosa piel tersa y blanca, los ojos negros de pesados párpados bordeados de largas pestañas rizadas, unas cejas que sospechó que ella se depilaba muchísimo y —lo más interesante de todo— una ligera flaccidez en los músculos de la mejilla derecha que también había observado en el hijo de aquella mujer, Bruto.
Ya era hora de romper el silencio, puesto que parecía que Servilia no pensaba hacerlo.
—¿Cómo puedo ayudarte,
domina
? —le preguntó César en un tono muy formal.
—Décimo Silano es nuestro
paterfamilias
, Cayo Julio, pero hay ciertas cosas que atañen a los asuntos de mi difunto primer marido, Marco Junio Bruto, que prefiero tratar personalmente. Mi actual marido no goza de buena salud, así que intento ahorrarle cargas. Es importante que no malinterpretes mis acciones, que a simple vista pueden parecer usurpación de deberes que entran más en la esfera del
paterfamilias
—le informó ella aún con mayor formalidad.
La expresión de interés distante que César había mantenido en el rostro desde el momento en que se sentó, no cambió; sólo se recostó un poco más en la silla.
—No las mal interpretaré —dijo.
Sería imposible decir si la mujer se relajó al oír aquello, porque desde que había hecho su entrada en las habitaciones de César, en ningún momento había dado la impresión de no estar relajada. Pero sí que apareció un matiz más seguro en la cautela de Servilia; miró a César francamente.
—Anteayer conociste a mi hijo, Marco Junio Bruto —dijo.
—Un chico agradable.
—Sí, eso mismo creo yo.
—Aunque técnicamente un niño.
—Sí, todavía lo será durante unos meses. Este asunto le concierne a él, e insiste en que no puede esperar. —Una débil sonrisa le iluminó la comisura izquierda de la boca, que, cuando se veía hablar a Servilia, parecía más móvil que la comisura derecha—. La juventud es impetuosa.
—A mí no me pareció impetuoso —dijo César.
—No lo es en la mayoría de las cosas.
—¿De manera que he de suponer que tu recado es para comunicarme algo que el joven Marco Junio Bruto quiere?
—Eso es.
—Bien —dijo César exhalando profundamente—, una vez establecido el protocolo de rigor, quizás me digas qué quiere.
—Desea desposar a tu hija Julia.
¡Un autodominio magistral!, aplaudió Servilia incapaz de detectar ninguna reacción en los ojos de César, ni en el rostro ni en el cuerpo.
—Sólo tiene ocho años —dijo César.
—Y él todavía no es oficialmente un hombre. Sin embargo, lo desea.
—Puede que cambie de idea.
—Eso le dije yo. Pero me asegura que no lo hará. Y acabó por convencerme de su sinceridad.
—No estoy seguro de querer prometer a Julia en matrimonio todavía.
—Por qué no? Mis dos hijas ya están comprometidas, y son más pequeñas que Julia.
—La dote de Julia es muy pequeña.
—Eso no es nuevo para mí, Cayo Julio. Sin embargo la fortuna de mi hijo es grande. No necesita una esposa adinerada. Su padre lo dejó bien provisto, y además es el heredero de Silano.
—Tú todavía podrías tener un hijo de Silano.
—Es posible.
—Pero no probable, ¿verdad?
—Silano engendra hijas.
César volvió a inclinarse hacia adelante, con apariencia distante todavía.
—Dime qué motivos habría yo de tener para acceder al emparejamiento, Servilia. Ésta alzó las cejas.
—¡Yo diría que el asunto es evidente por sí mismo! ¿Cómo podría Julia buscar un marido que tuviese mejor posición? Por mi parte, Bruto es un patricio Servilio, por parte de su padre se remonta a Lucio Junio Bruto, el fundador de la República. Todo esto ya lo sabes. Su fortuna es espléndida, su carrera política con toda certeza lo llevará al consulado, y puede que hasta acabe siendo censor ahora que se ha restaurado esa magistratura. Está emparentado con los Rutilios, así como con los Servilios Cepiones y los Livios Drusos. Además hay
amicitia
a través de la devoción del abuelo de Bruto hacia tu tío por matrimonio, Cayo Mario. Ya me doy cuenta de que tú estás muy emparentado con la familia de Sila, pero ni mi familia ni la de mi marido tuvieron ningún problema con él. Tu propia dicotomía entre Mario y Sila es más pronunciada de lo que pueda afirmar ningún Bruto.
—¡Oh, argumentas como un abogado! —comentó César apreciativamente; y por fin sonrió.
—Me lo tomaré como un cumplido.
—Deberías hacerlo. César se levantó, dio la vuelta al escritorio y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—¿No voy a recibir respuesta, Cayo Julio?
—Tendrás respuesta, pero no hoy.
—¿Cuándo, entonces? —preguntó Servilia mientras caminaba hacia la puerta.
Un débil pero seductor perfume emanaba de ella, que caminaba delante de César; éste estaba a punto de decirle que le daría la respuesta después de las elecciones, cuando de pronto se fijó en algo que le fascinó y que hizo que deseara verla de nuevo antes de tal fecha. Aunque Servilia iba irreprochablemente cubierta, como su clase y condición exigían, la parte de atrás de la túnica se había torcido ligeramente dejando al descubierto la piel del cuello y la columna vertebral hasta la mitad de los omóplatos. Y allí, como un fino trazo de pluma, una línea central de vello negro le bajaba desde la cabeza para desaparecer en las profundidades de la ropa. Tenía un aspecto sedoso más que áspero y estaba plano encima de la piel, pero no se encontraba colocado como debía porque la persona que le había secado la espalda a Servilia después del baño no había tenido suficiente cuidado de alisárselo debidamente formando una cresta a lo largo de las bien almohadilladas vértebras de la espina dorsal. ¡Cómo pedía a gritos esa pequeña atención!
—Vuelve mañana, si te va bien —le dijo César al tiempo que pasaba delante de ella para abrirle la puerta. Ningún sirviente esperaba en el diminuto rellano de la escalera, así que César la acompañó hasta el vestíbulo. Pero cuando se disponía a seguirla al exterior, ella le detuvo.
—Gracias, Cayo Julio; con que me hayas acompañado hasta aquí es suficiente.
—¿Estás segura? Este no es precisamente el mejor vecindario.
—Tengo escolta: Hasta mañana, entonces.
César volvió a subir la escalera hasta las últimas ráfagas flotantes de aquel sutil perfume y tuvo la sensación de que de algún modo la habitación estaba más vacía que nunca. Servilia… ella era profunda, y cada una de las capas de su ser era de una dureza diferente: hierro, mármol, basalto y diamante. No era nada simpática. Ni femenina tampoco, a pesar de aquellos grandes y bien formados pechos. Podría resultar desastroso volverle la espalda, porque César la imaginaba con dos rostros, como Jano, uno para ver adónde iba y otro para ver quién la seguía. Un completo monstruo. No era extraño que todos dijeran que Silano estaba cada vez más enfermo. Ningún
paterfamilias
intercedería por Bruto; no hacía falta que ella se lo hubiese explicado. Estaba muy claro que Servilia se ocupaba de sus propios asuntos, incluido su hijo, dijera lo que dijese la ley. De manera que, ¿sería idea de ella lo del compromiso con Julia, o de verdad partiría de Bruto? Aurelia quizás lo supiera. Iría a casa y se lo preguntaría. Y a casa fue, todavía pensando en Servilia y en cómo sería regular y disciplinar aquella tenue línea de vello negro que le bajaba por la espalda.