Nunca insignificante, ni siquiera en medio de la más impresionante y apretada congregación de personas, ahora que César era pretor urbano parecía incluso haber crecido, tanto en estatura como en magnificencia; la pura fuerza que había dentro de él se derramaba al exterior y se apoderaba de todo el que lo escuchaba, lo dominaba, lo embelesaba.
—¿Cómo puede ser? —le preguntó a la multitud—. ¿Por que está tan descuidado el espíritu que guía a Roma? ¿Por qué es tan insultado, tan denigrado? ¿Por qué las paredes del templo están desprovistas del mejor arte que nuestro tiempo pueda ofrecer? ¿Por qué no hay esplendorosos regalos de reyes y príncipes extranjeros? ¿Por qué Minerva y Juno existen como aire, como numiria, como nada? ¡No hay una estatua de ninguna de las dos, ni siquiera de arcilla barata cocida! ¿Dónde están los adornos de oro? ¿Dónde están los carros dorados? ¿Dónde están las gloriosas molduras, los suelos fabulosos? —Hizo una pausa, tomó aliento y adoptó una expresión de trueno—. ¡Yo puedo decíroslo, quirites! ¡El dinero destinado a todas esas cosas se encuentra en la bolsa de Catulo! ¡Todos los millones de sestercios que el Tesoro de Roma le ha proporcionado a Quinto Lutacio Catulo nunca han salido de su cuenta bancaria personal! ¡Yo he estado en el Tesoro, he pedido los expedientes y no hay ninguno! ¡Es decir, ninguno que describa el destino de las muchas cantidades pagadas a Catulo al cabo de los años! ¡Sacrilegio! ¡A eso es a lo que se remonta todo! ¡El hombre a quien se le confió la recreación de la casa de Júpiter Optimo Máximo con mayor belleza y gloria de la que nunca antes tuviera se ha escabullido con los fondos!
La diatriba continuó mientras la audiencia se mostraba cada vez más indignada; lo que César decía era cierto. ¿No lo habían visto todos por sí mismos?
Quinto Lutacio Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los
boni
llegaron corriendo del Capitolio.
—¡Ahí lo tenéis! —dijo César apuntándolo—. ¡Miradlo! ¡Oh, qué descaro! ¡Qué temeridad la de este hombre! Sin embargo,
quirites
, tenéis que concederle que tiene valor, ¿no? ¡Mirad cómo corre ese estafador descarado! ¿Cómo puede moverse tán de prisa con todo el peso del dinero del Estado tirando de él hacia abajo? ¡Quinto Lutacio Peculato el malversador! ¡Malversador!
—¿Qué significa todo esto,
praetor urbanus
? —exigió Catulo, sin aliento—. ¡Hoy es
feriae
, no puedes convocar una asamblea!
—¡Como pontífice máximo gozo de plena libertad para reunir al pueblo y tratar de un tema religioso a cualquier hora de cualquier día! Y éste, desde luego, es un tema religioso. Estoy explicándole al pueblo por qué Júpiter Óptimo Máximo carece de un hogar adecuado, Catulo.
Catulo había oído con claridad aquel despreciativo «¡malversador!», y no necesitaba más información para llegar a las conclusiones correctas.
—¡César, te haré pagar con el pellejo por esto! —gritó al tiempo que movía un puño en el aire.
—¡0h! —César ahogó un grito y se encogió hacia atrás lleno de burlona alarma—. ¿Le oís,
quirites
? ¡Lo pongo en evidencia como un sacrílego devorador de los fondos públicos de Roma, y él amenaza con despellejarme! Venga, Catulo, ¿por qué no admites lo que toda Roma sabe ya que es una realidad? La prueba está ahí, a la vista de todos: ¡una prueba mucho mayor de la que presentaste tú cuando me acusaste de traición en la Cámara! ¡Lo único que cualquier hombre tiene que hacer es mirar las paredes, los suelos, los plintos vacíos y la ausencia de dones para ver qué humillación has infligido a Júpiter Óptimo Máximo!
Catulo se quedó de pie sin saber qué decir, porque en verdad no tenía idea de cómo expresar en aquella enojada reunión pública cuál era su posición. ¡La posición en la cual lo había puesto Sila! La gente no tenía un concepto real del horroroso gasto que implicaba la construcción de un edificio tan enorme y eterno como el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Cualquier cosa que intentase decir en su propia defensa daría la impresión de ser un tejido de débiles e irrisorias mentiras.
—Pueblo de Roma —continuó diciendo César a las enojadas caras de la multitud—, hago una moción para que tomemos en
contio
la consideración de dos leyes, una para acusar a Quinto Lutacio Catulo por la malversación de los fondos del Estado, ¡y otra para juzgarle por sacrilegio!
—¡Y yo veto cualquier debate sobre cualquiera de esos dos temas! —rugió Catón.
Ante lo cual César se encogió de hombros, extendió las manos en un gesto con el que claramente se preguntaba qué podía hacer cualquier hombre una vez que Catón comenzaba a interponer el veto, y gritó con voz muy fuerte:
—¡Levanto la sesión! Id a casa,
quirites
, y ofreced sacrificios al Gran Dios. ¡Rogad porque permita que Roma continúe en pie mientras haya hombres que roban los fondos públicos e incumplen los contratos sagrados!
Bajó alegremente de la tribuna, les dedicó una feliz sonrisa a los
boni
y se alejó vía Sacra arriba rodeado de cientos de personas indignadas, que a todas luces irían rogándole que no diera todavía por cerrado el asunto, que siguiera adelante con él y procesase a Catulo.
Bíbulo se percató de que Catulo respiraba entrecortadamente, en medio de grandes jadeos, y se acercó para sujetarlo.
—iDe prisa! —les dijo bruscamente a Catón y a Ahenobarbo al tiempo que se quitaba la toga.
Los tres hombres hicieron unas parihuelas con la toga, obligaron a Catulo, a pesar de sus protestas, a tumbarse encima y, con Metelo Escipión sujetando la cuarta esquina, llevaron a Catulo a su casa. Tenía la cara más gris que azul, y aquello quizás fuera una buena señal, pero sintieron alivio cuando llegaron a casa del líder de los
boni
y lo metieron en su cama, mientras su mujer, Hortensia, revoloteaba por allí distraídamente. Se pondría bien… por esta vez.
—Pero, ¿cuánto podrá aguantar el pobre Catulo? —preguntó Bíbulo cuando salían al Clivus Victoriae.
—¡Sea como sea tenemos que hacer callar a ese
irrumator
de César de una vez para siempre! —masculló Ahenobarbo entre dientes—. ¡Si no hay otra manera, que sea con el asesinato!
—¿No querrás decir
fellator
? —le preguntó Cayo Pisón, tan asustado por la expresión del rostro de Ahenobarbo que buscaba algo que aligerase el ambiente. Como normalmente no era hombre prudente, ahora presentía el desastre, y tenía una idea para su propio destino.
—¿César haciendo el papel del que da? —preguntó Bíbulo con desprecio—. ¡No, ni hablar, él no! ¡Los reyes no coronados no dan, toman!
—Y aquí estamos otra vez —intervino suspirando Metelo Escipión—. Paremos a César en esto, paremos a César en aquello. Pero nunca lo hacemos.
—Podemos y lo haremos —dijo el diminuto y plateado Bíbulo—. Un pajarito me ha dicho que muy pronto Metelo Nepote va a proponer que hagamos volver a Pompeyo del Este para que se encargue de Catilina… y que debería concedérsele para ello
imperium
maius
. ¡Imaginaos eso! ¡Un general dentro de Italia en posesión de un grado de
imperium
nunca antes concedido a nadie excepto a un dictador!
—¿De qué nos sirve eso en lo que se refiere a César? —preguntó Metelo Escipión.
—Nepote no puede presentar un proyecto de ley así ante la plebe, tendrá que ir ante el pueblo. ¿Creéis por un momento que Silano o Murena consentirían en convocar una reunión destinada a concederle a Pompeyo un
imperium maius
? No, la convocará César.
—¿Y qué?
—Pues que entonces nosotros nos aseguraremos de que la reunión sea violenta. Luego, como César será responsable ante la ley por esa violencia, le acusaremos bajo la
lex Plautia de vi
. ¡Por si se te ha olvidado, Escipión, yo soy el pretor al cargo del Tribunal de Violencia! Y no sólo estoy dispuesto a pervertir la justicia con tal de hacer caer a César, sino que incluso iría a ver a Cancerbero y le daría una palmadita en cada una de sus cabezas.
—Bíbulo, ésa es una brillante idea! —dijo Cayo Pisón.
—Y por una vez no habrá protestas por mi parte de que no se ha hecho justicia —apuntó Catón—. ¡Si a César se le declara culpable, se habrá hecho justicia!
—Catulo se está muriendo —dijo Cicerón bruscamente.
Se había quedado cerca, alrededor del grupo, consciente de que ninguno de ellos lo consideraba lo suficientemente importante como para incluirlo en sus maquinaciones. El, el huésped procedente de Arpinum. El salvador de la patria, pero un hombre del que se habían olvidado al día siguiente de haber dejado el cargo.
El resto del grupo lo miró sobresaltado.
—¡Tonterías! —ladró Catón—. Se pondrá bien.
—Yo diría que sí, esta vez. Pero se está muriendo —mantuvo Cicerón obstinadamente—. No hace mucho me dijo que César le estaba desgastando el hilo de la vida como la cuerda tosca desgasta un hilo de gasa.
—¡Entonces tenemos que librarnos de César! —gritó Ahenobarbo—. Cuanto más alto sube, más insoportable resulta.
—Cuanto más alto suba, más grande será la caída —dijo Catón—. Porque mientras él y yo vivamos, estaré empujando mi palanca para provocar esa caída, y así lo juro solemnemente por todos nuestros dioses.
Ignorante de toda aquella mala voluntad que los
boni
dirigían contra su persona, César se fue a casa, donde se celebraba una cena. Licinia había renunciado a sus votos, por lo que Fabia era ahora la vestal jefe. El relevo había sido señalado con ceremonias y un banquete oficial para todos los colegios sacerdotales, pero aquel día de año nuevo el pontífice máximo celebraba una cena mucho más pequeña: sólo las cinco vestales; y Aurelia, Julia y Terencia, la hermanastra de Fabia y esposa de Cicerón. A éste también se le había invitado, pero había declinado la invitación. Pompeya Sila también había rehusado asistir; como Cicerón, alegó un compromiso previo. El club de Clodio estaba de fiesta. Sin embargo, César tenía una buena razón para saber que ella no podría poner en peligro su buen nombre. Polixena y Cardixa estaban más pegadas a ella que los erizos a un buey…
Mi pequeño harén, pensó César algo divertido, aunque se le acobardó la mente al posar los ojos en la taciturna y lúgubre Terencia. ¡Resultaba imposible imaginarse a Terencia en aquel contexto, fuera una extravagancia o no!
Había transcurrido tiempo suficiente para que las vestales hubieran perdido la timidez. Eso era especialmente cierto en las dos niñas, Quintilia y Junia, quienes evidentemente lo veneraban. El les tomaba el pelo, reía y bromeaba con ellas, nunca les mostraba toda su dignidad y parecía comprender todo lo que a ellas se les pasaba por la cabeza. Incluso las dos vestales más austeras, Popilia y Arruntia, tenían ahora un buen motivo para saber que, con Cayo César en la otra mitad de la
domas publica
, no habría pleitos que las acusasen de impureza.
Era asombroso, pensó Terencia mientras la comida transcurría alegremente, que un hombre con la reputación de mariposón que tenía César pudiera manejar con tanta destreza a aquel grupo de mujeres vulnerables en extremo. Por una parte se mostraba accesible, incluso afectuoso; por otra parte, no les daba absolutamente ninguna esperanza. Sin duda todas pasarían el resto de sus vidas enamoradas de él, pero no en un sentido torturado. César no les daba ninguna esperanza en absoluto. Y era interesante que ni siquiera Bíbulo hubiera sacado a la luz algún bulo sobre César y su racimo de mujeres vestales. Nunca, en más de un siglo, había habido un pontífice máximo tan puntilloso, tan dedicado a su trabajo; había gozado de la posición de pontífice máximo menos de un año hasta el momento, pero su reputación era ya irreprochable. Incluida su reputación en lo concerniente a la posesión más preciada de Roma, sus vírgenes consagradas.
Naturalmente la principal lealtad de Terencia era hacia Cicerón, y nadie había sufrido más por él durante todo el asunto referente a Catilina que ella, su esposa. Desde la noche del cinco de diciembre se despertaba para oír cómo su marido murmuraba víctima de las pesadillas, le había oído repetir el nombre de César una y otra vez, y nunca sin ira o dolor. Era César y no otro el que le había echado a perder el triunfo a Cicerón; era César el que había atizado el rescoldo del rencor del pueblo. Metelo Nepote era un mosquito que había criado colmillos por culpa de César. Y, sin embargo, su hermana Fabia le hablaba bien de César, y Terencia era una mujer lo bastante objetiva como para apreciar que la versión de Fabia le hacía realmente justicia a César, era auténtica. Cicerón era un hombre mucho más agradable, un hombre mucho más digno. Ardiente y sincero, ponía entusiasmo y energía sin límites en todo lo que hacía, y nadie podía poner en duda su honradez. Sin embargo, decidió Terencia al tiempo que dejaba escapar un suspiro, ni siquiera una mente tan enorme como la de Cicerón podía aventajar a una mente como la de César. ¿Por qué sería que estas familias increíblemente antiguas podían todavía producir hombres de la talla de Sila o de César? Tendrían que haberse extinguido hacía siglos.
Terencia salió de su ensimismamiento cuando César ordenó a las dos niñas que se fueran a acostar.
—Hay que levantarse con los gorriones por la mañana, se acabó la fiesta. —Le hizo una indicación con la cabeza a Eutico, que revoloteaba por allí—. Ocúpate de que las señoritas lleguen sanas y salvas, y asegúrate de que las criadas estén despiertas para encargarse de ellas a la puerta del Atrium Vestae.
Y se fueron, la ágil Junia varios pies por delante de Quintilia, que caminaba como un ánade. Aurelia las contempló mientras se marchaban y suspiró mentalmente. ¡A aquella niña deberían ponerla a dieta! Pero cuando ella se había decidido a dar instrucciones a ese respecto unos meses antes, César se había enfadado y lo había prohibido.
—Déjala estar,
mater
. Si la pobre cachorrita es feliz comiendo, pues que coma. ¡Porque es feliz! No hay maridos esperándola entre bastidores, y a mí me haría feliz que a Quintilia continuase gustándole ser una vestal.
—¡Se morirá por comer en exceso!
—Pues que así sea. Sólo daré mi aprobación cuando la propia Quintilia elija morirse de hambre.
¿Qué podía una hacer con un hombre así? Aurelia había apretado los dientes y había desistido.
—Sin duda vas a escoger a Minucia entre las candidatas para ocupar el lugar de Licinia —dijo ahora con un matiz de acidez en la voz.
César alzó las rubias cejas.
—¿Qué te hace llegar a esa conclusión?