Servilia se puso pálida.
—Lo que quieres decir es que yo te amo a ti más de lo que tú me amas a mí.
—Yo no te amo en absoluto.
—Entonces, ¿por qué estamos juntos?
—Porque me gustas en la cama, cosa bastante rara en las mujeres de tu clase. Me gusta la combinación. Y tienes más cerebro entre las orejas que la mayor parte de las mujeres, a pesar de que seas una arpía.
—¿Es ahí donde tú crees que está? —le preguntó ella, desesperada por alejar a César de sus fallos.
—¿El qué?
—Nuestro aparato pensante.
—Pregúntaselo a cualquier cirujano del ejército o a cualquier soldado, y te lo dirán. Son las heridas en la cabeza las que dañan nuestro aparato pensante.
Cerebrum
, el cerebro. Sobre lo que todos los filósofos discuten no es sobre el
cerebrum
, es sobre el
animus
. El espíritu animado, el alma. La parte de nosotros que puede concebir ideas no guarda relación con nuestros sentidos, desde la música hasta la geometría. Es la parte que se eleva por encima de todo. Ésa está en un lugar que desconocemos. La cabeza, el pecho, el vientre… —Sonrió—. Incluso podría estar en el dedo gordo de nuestro pie. Lo cual es lógico cuando uno piensa hasta qué punto la gota es capaz de destruir a Hortensio.
—Creo que ya has contestado a mi pregunta. Ahora sé por qué estamos juntos.
—¿Por qué?
—Por eso. Yo soy tu piedra de afilar. Tú afilas en mi tu ingenio, César.
Servilia se levantó del asiento y empezó a quitarse la ropa. De pronto César la deseó con locura, pero no para acunarla entre sus brazos ni tratarla con ternura, uno no domaba a una arpía como aquélla a base de bondad. Una arpía era algo grotesco que uno poseía tendida en el suelo, clavándole los dientes en el cuello y sujetándole las garras detrás de su propia espalda, y luego la poseía una y otra otra vez.
La brutalidad siempre acababa por dejar suave a Servilia; se volvió blanda y un poco gatuna cuando él la trasladó del suelo a la cama.
—¿Alguna vez has amado a alguna mujer? —le preguntó ella entonces.
—A Cinnilla —repuso César bruscamente; y cerró los ojos, que se le llenaron de lágrimas.
—¿Por qué? —quiso saber la arpía—. No había nada especial en ella, no era ingeniosa ni inteligente. Aunque era patricia.
A modo de respuesta, César se volvió de lado, le dio la espalda y fingió dormitar. ¿Hablar con Servilia de Cinnilla? ¡Nunca!
¿Por qué la amé tanto, si es que era amor lo que yo sentía? Cinnilla fue mía desde el momento en que la cogí de la mano y me la llevé a casa desde la casa de Cayo Mario en los días en que éste se había convertido en una sombra demente de sí mismo. ¿Cuántos años tenía yo, trece? Y ella a lo sumo siete. Era una niñita tan adorable. Tan morena, gordita y dulce… Cómo se le doblaba el labio superior cuando sonreía, y sonreía muy a menudo. Era la dulzura personificada. No tenía una causa propia, a menos que fuera yo la razón de su vida. ¿Acaso la amé tanto porque primero fuimos niños juntos? ¿O fue que al hacerme sacerdote y casarme con una niña a la que él no conocía, el viejo Cayo Mario me hizo un regalo tan precioso que nunca encontraré otro igual?
Se sentó convulsivamente y le dio un azote tan fuerte a Servilia en el trasero que ella llevó la marca el resto del día.
—Ya es hora de que te vayas —le dijo—. ¡Venga, Servilia, vete! ¡Vete ya!
Servilia se marchó sin decir palabra, y se dio mucha prisa en hacerlo, pues algo en el rostro de César la llenó del mismo tipo de terror que ella le inspiraba a Bruto. En cuanto se hubo marchado, César enterró el rostro en la almohada y se echó a llorar como no había llorado desde que muriera Cinnilla.
El Senado no volvió a reunirse más aquel año. No es que fuera un estado de cosas poco habitual, pues no existía un programa formal de reuniones establecido; las convocaba un magistrado, que solía ser el cónsul que tenía las
fasces
durante el mes en curso. Como era diciembre, se suponía que Antonio Híbrido ocupaba la presidencia, pero Cicerón estaba sustituyéndolo, y Cicerón ya había tenido bastante. Tampoco se había recibido noticia alguna procedente de Etruria que mereciera andar a la caza de los senadores para sacarlos de sus madrigueras. ¡Aquel hatajo de cobardes! Además, el cónsul
senior
no estaba seguro de qué otra cosa podía hacer César a la más mínima oportunidad que le diera. Cada día que se reunían los Comicios Metelo Nepote insistía en intentar echar a Híbrido, y Catón insistía en vetar a Nepote. Los demás caballeros de las Dieciocho que eran partidarios de Cicerón y de Ático estaban trabajando duro para convencer a la gente de que se pusiera de parte del Senado, pero todavía había muchas expresiones oscuras en los rostros, y miradas aún más oscuras por todas partes.
El único factor con el que Cicerón no había contado era con los hombres jóvenes; privados de su amado padrastro, los Antonios habían reclutado a los miembros del club de Clodio. En circunstancias normales nadie de la posición y de la edad de Cicerón los habría tenido en cuenta, pero la conspiración de Catilina y el resultado de la misma los había empujado a salir de las sombras a que su juventud los limitaba. ¡Y qué enorme influencia tenían! Oh, no entre los de la primera clase, por supuesto, pero ciertamente sí en todos los niveles inferiores.
El joven Curión era un caso que había que tener en cuenta. Exaltado al máximo, incluso había sido encerrado en su habitación por el anciano Curión, que se volvía loco por tener que vérselas con las consecuencias de la afición a la bebida del joven Curión, de su vicio por el juego y de sus proezas sexuales. Aquello no había servido de nada. Marco Antonio lo había liberado y a los dos se les había visto en una taberna de mala muerte perdiendo dinero a los dados, bebiendo y besándose apasionadamente. Ahora el joven Curión tenía una causa por la que luchar, y de repente había manifestado una parte de su carácter que no tenía nada que ver con el vicio ocioso. El joven Curión era mucho más inteligente que su padre, y también un brillante orador. Cada día estaba en el Foro causando revuelo. Luego estaba Décimo Junio Bruto Albino, hijo y heredero de una familia dispuesta por tradición a oponerse a toda causa popularista; Décimo Bruto Galaico había sido uno de los más inflexibles enemigos de los hermanos Graco, aliados con la rama no perteneciente a los Gracos del clan Sempronio, de
cognomen
Tuditano. La
amicitia
persistía de una generación a la siguiente, lo cual significaba que el joven Décimo Bruto debería haber estado apoyando a hombres como Catulo, no a agitadores destructivos como Cayo César. En cambio, allí estaba Décimo Bruto en el Foro animando a Metelo Nepote, vitoreando a César cuando aparecía por allí y mostrándose absolutamente encantador con toda clase de personas, desde esclavos manumitidos hasta la cuarta clase. Otro joven inteligente y capaz en extremo que aparentemente era un caso perdido según los principios que ostentaban los
boni
… ¡y que iba en malas compañías!
Y en cuanto a Publio Clodio… bueno… desde el juicio de las vestales, hacía ya diez años cumplidos, todo el mundo sabía que Clodio era el enemigo más ruidoso de Catilina. Pero allí estaba, sin embargo, en compañía de hordas y más hordas de clientes —¿cómo era que había llegado a tener más clientes que su hermano mayor, Apio Claudio?—, ¡causándoles problemas a los enemigos de Catilina! ¡Y solía acompañar del brazo a su despreciable esposa, lo cual en sí mismo era una afrenta colosal! Las mujeres no frecuentaban el Foro; las mujeres no escuchaban las reuniones de los Comicios desde un lugar prominente; las mujeres no levantaban la voz para dar ánimo a gritos e insultar soezmente. Y Fulvia hacía todo eso; y a la muchedumbre parecía que le encantaba, aunque sólo fuera porque ella era nieta de Cayo Graco, quien no había dejado descendientes varones.
Hasta la ejecución de su padrastro nadie se había tomado en serio a los Antonios. ¿O era que los hombres no miraban más que los escándalos que dejaban a su paso? Ninguno de los tres poseía la habilidad ni la brillantez del joven Curión, de Décimo Bruto o de un Clodio, pero tenían algo en su estilo que a la multitud le resultaba muy atractivo, la misma fascinación que ejercían los gladiadores sobresalientes o los conductores de carros: pura fuerza física, un dominio que surgía de la fuerza bruta. Marco Antonio tenía la costumbre de aparecer ataviado sólo con una túnica, prenda esta que permitía que la gente le viera las enormes pantorrillas y los enormes bíceps, la anchura de los hombros, el vientre plano, la bóveda del pecho, los antebrazos como de roble; además se ponía la túnica muy ajustada por delante, de manera que exhibía la silueta del pene tan claramente que el mundo entero sabía que no estaban mirando un relleno. Las mujeres suspiraban y se desmayaban; los hombres tragaban saliva con tristeza y deseaban estar muertos. Era muy feo de cara, con una nariz corva que se esforzaba por ir al encuentro de un agresivo y enorme mentón cruzando por encima de la boca pequeña, pero de labios gruesos; tenía los ojos demasiado juntos y las mejillas carnosas. Pero el cabello de color castaño rojizo era espeso, crespo y rizado, y las mujeres bromeaban con que era enormemente divertido buscarle la boca para besarle sin quedar aprisionadas entre la nariz y el mentón. En resumen, Marco Antonio —y sus hermanos, aunque en menor medida— no necesitaba ser un gran orador ni un astuto abogado de los tribunales; simplemente andaba por ahí como el terrible y pavoroso monstruo que era.
Por todos estos motivos Cicerón había optado por no reunir al Senado durante el resto de su año como cónsul… si es que el propio César no hubiera sido causa suficiente como para que Cicerón intentara pasar inadvertido.
Sin embargo, el último día de diciembre a la hora en que el sol estaba próximo a ocultarse, el cónsul
senior
fue a encontrarse con el pueblo en la Asamblea Popular y a entregar su insignia del cargo. Había trabajado larga y duramente en su despedida con intención de dejar la etapa consular con un discurso como nunca Roma hubiera oído otro igual. Su honor y su propia estima así lo exigían. Aunque Antonio Híbrido hubiera estado en Roma, no habría significado competencia alguna para Cicerón, pero tal como estaban las cosas, con Híbrido ausente, Cicerón tenía todo el escenario para él solo. ¡Qué bonito!
—
Quirites
—empezó a decir con su voz meliflua—, éste ha sido un año trascendental para Roma…
—¡Veto, veto! —dijo a voces Metelo Nepote desde el Foso de los Comicios—. ¡Veto cualquier discurso, Cicerón! A ningún hombre que haya ejecutado a ciudadanos romanos sin un juicio se le puede conceder la oportunidad de justificar lo que hizo. ¡Cierra la boca, Cicerón! ¡Presta juramento y bájate de la tribuna!
Durante unos prolongados instantes se hizo el silencio más absoluto. Desde luego, el cónsul
senior
se esperaba que la concurrencia fuera lo suficientemente numerosa como para ordenar trasladar el lugar de la reunión desde el Foso de los Comicios a la tribuna del templo de Cástor, pero no fue así. Ático había trabajado para conseguir ciertos resultados; todos aquellos caballeros que apoyaban a Cicerón se hallaban presentes y parecían superar en número a la oposición. Pero que Metelo Nepote fuese a vetar algo tan tradicional como el derecho a hablar del cónsul saliente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza a Cicerón. Y no había nada que hacer al respecto, fuera cual fuese el número de asistentes. Por segunda vez en un breve período de tiempo, Cicerón deseó con todo su corazón que la ley de Sila que prohibía el veto de los tribunos siguiera en vigor. Pero no era así. ¿Cómo, pues, podía él decir algo? ¿Algo? ¡Nada! Al final empezó a pronunciar el juramento de acuerdo con la antigua fórmula, y luego, al concluir, añadió:
—También juro que por mis propios esfuerzos yo solo he salvado a mi patria; que yo, Marco Tulio Cicerón, cónsul del Senado y del pueblo de Roma, he asegurado el mantenimiento del gobierno legal y he preservado a Roma de sus enemigos!
Tras lo cual Ático empezó a vitorear, y sus seguidores se le unieron a voz en grito. Y los jóvenes no estaban presentes para ladrar y abuchear; era el día de nochevieja, y por lo visto tenían mejores cosas que hacer que mirar cómo Cicerón dejaba el cargo. En cierto modo una victoria, pensó Marco Tulio Cicerón mientras descendía por los escalones de la tribuna y le tendía los brazos a Ático. A continuación alguien le puso una corona de laurel en la cabeza, y la multitud lo fue aclamando todo el camino por la escalera de los Fabricantes de Anillos. Lástima que César no estuviera allí para presenciarlo. Pero, igual que todos los magistrados entrantes, César no podía asistir. El día siguiente era su día, cuando a él y a los nuevos magistrados se les tomaría juramento en el templo de Júpiter Optimo Máximo y empezaría lo que —en el caso de César, de todos modos— Cicerón se temía que sería un año de calamidades para los
boni
.
La mañana siguiente confirmó aquel presentimiento. No bien hubo concluido la ceremonia formal del juramento y se hubo ajustado al calendario, cuando el nuevo
praetor urbanus
, Cayo Julio César, abandonó aquella primera reunión del Senado para marcharse apresuradamente al Foso de los Comicios y convocar a la Asamblea Popular a sesión. Resultaba obvio que aquello había sido organizado de antemano; sólo aquellos hombres de tendencias popularistas estaban esperándole, desde los más jóvenes hasta sus partidarios senatoriales, así como el inevitable enjambre de hombres poco mejores que el proletariado, reliquia de todos aquellos años que César había vivido en Subura: judíos, con sus solideos puestos, que poseían la ciudadanía romana, los cuales, en connivencia de César, habían logrado entrar en las listas de alguna tribu rural; esclavos manumitidos, una multitud de pequeños comerciantes y negociantes, también insertados en tribus rurales, y en los extremos las esposas, las hermanas, las hijas y las tías.
La voz por naturaleza profunda se desvaneció; César adoptó aquel claro y agudo tono de tenor que se hacía oír tan bien a medida que la muchedumbre aumentaba.
—¡Pueblo de Roma, os he convocado hoy aquí para que seáis testigos de mi protesta contra un insulto conferido a Roma de tal magnitud que los dioses están llorando! Hace más de veinte años el templo de Júpiter Óptimo Máximo quedó destruido en un incendio. En mi juventud fui
flamen Dialis
, el sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo, y ahora, en mi madurez, soy pontífice máximo, dedicado una vez más al servicio del Gran Dios. Hoy he tenido que jurar mi cargo dentro de las nuevas instalaciones que Lucio Cornelio Sila Félix le encargó construir a Quinto Lutacio Catulo hace dieciocho años. ¡Y, pueblo de Roma, me ha dado vergüenza! Me he humillado delante del Gran Dios, he llorado bajo el amparo de mi
toga praetexta
, no he podido mirar al rostro de la exquisita nueva estatua del Gran Dios, encargada y pagada por mi tío Lucio Aurelio Cotta y su colega en el consulado, Lucio Manlio Torcuato. ¡Sí, hasta hace escasos días el templo de Júpiter Optimo Máximo incluso carecía de la efigie del Gran Dios!