—Pareces tener debilidad por las niñas gordas.
Lo cual no surtió el efecto deseado; César se echó a reír.
—Tengo debilidad por las niñas,
mater
. Altas, bajas, delgadas, gordas… eso poco me importa. Sin embargo, ya que has sacado el tema, me complace decir que la crisis vestal ha terminado. De momento he tenido cinco ofertas de niñas muy apropiadas, todas ellas de buena cuna y todas provistas de excelentes dotes.
—¿Cinco? —Aurelia parpadeó—. Yo creía que eran tres.
—¿Se nos permite conocer sus nombres? —preguntó Fabia.
—No veo por qué no. La elección me corresponde a mí, pero yo no me muevo en un mundo femenino, y no pretendo ciertamente conocer todo acerca de las situaciones domésticas dentro de las familias. Dos de ellas, no obstante, no importan, no las estoy considerando en serio. Y una de ellas resulta que casualmente es Minucia —dijo César mirando a su madre con malicia. —Entonces, ¿quiénes son las que estás considerando?
—A una Octavia de la rama que usa Cneo como
praenomen
.
—Esa será la nieta del cónsul que murió en la fortaleza del Janiculum cuando Mario y Cinna asediaron Roma.
—Sí. ¿Tiene alguien alguna información que ofrecerme?
Nadie lo hizo. César pronunció entonces el segundo nombre, una Postumia.
Aurelia frunció el entrecejo; lo mismo hicieron Fabia y Terencia.
—¡Ah! ¿Qué tiene de malo Postumia?
—Es una familia patricia —dijo Terencia—, pero… ¿estoy en lo cierto al suponer que la niña es de la rama de Albino, el último cónsul de la familia hace más de cuarenta años? —Sí. —¿Y ha cumplido los ocho años? —Sí. —Pues no la aceptes. Es una familia muy adicta al jarro de vino, y a todos los niños, ¡que son muchísimos, no comprendo en qué estaría pensando la madre!, les permiten dar lametazos de vino sin agua desde que los destetan. Esta niña ya ha bebido hasta quedarse sin sentido en varias ocasiones.
—¡Oh, dioses!
—Entonces, ¿quién queda,
tata
? —preguntó Julia sonriendo.
—Cornelia Merula, la bisnieta del
flamen Dialis
Lucio Cornelio Merula —dijo César solemnemente.
Todos los ojos lo miraron acusadoramente, pero fue Julia quien respondió.
—¡Nos has estado tomando el pelo! —dijo con una risita—. ¡Ya me parecía a mí!
—¿Ah, sí? —preguntó César contrayendo los labios.
—¿Para qué ibas a seguir buscando,
tata
?
—¡Excelente, excelente! —dijo Aurelia radiante—. La bisabueia todavía gobierna esa familia, y todas las generaciones han sido educadas de una forma muy religiosa. Cornelia Merula vendrá de buen grado, y será una honra para el colegio.
—Eso creo yo,
mater
—dijo César.
Tras lo cual Julia se levantó.
—Agradezco tu hospitalidad, pontífice máximo —dijo con aire serio—, pero solicito tu permiso para marcharme.
—¿Va a venir Bruto?
La muchacha se ruborizó.
—¡A estas horas no,
tata
!
—Julia cumplirá catorce años dentro de cinco días —comentó Aurelia cuando ella se hubo marchado.
—Perlas —respondió prontamente César—. A los catorce puede llevar perlas,
mater
, ¿no es así?
—Siempre que sean pequeñas. César pareció irónico.
—Perlas pequeñas es lo único que puedo comprarle. —Suspiró y se puso en pie—. Señoras, os doy las gracias por vuestra compañía. No hay necesidad de que os vayáis, pero yo debo marcharme ya. Tengo trabajo.
—¡Bien! ¡Una Cornelia Merula para el colegio! —estaba diciendo Terencia cuando César cerró la puerta.
Fuera, en el pasillo, César se apoyó en la pared y durante unos momentos se estuvo riendo en silencio. ¡En qué mundo tan pequeño vivían ellas! ¿Sería eso bueno o malo? Por lo menos eran un grupo agradable, aunque
mater
se estuviera volviendo un poco maniática con la edad; Terencia siempre lo había sido. ¡Pero, gracias a los dioses, él no tenía que hacer aquello a menudo! Era muchísimo más divertido idear la jugada para hacer que desterrasen a Metelo Nepote que estar hablando de aquellas trivialidades con mujeres.
Pero cuando César convocó la Asamblea Popular por la mañana temprano del cuarto día de enero, no tenía ni idea de que Bíbulo y Catón tuvieran intención de servirse de la reunión para causar una caída en desgracia mucho peor que la de Metelo Nepote: la del propio César.
Cuando sus lictores y él llegaron al Foro inferior muy temprano, era evidente que el Foso de los Comicios no sería suficiente para acomodar a toda la multitud; César se volvió inmediatamente en dirección al templo de Cástor y Pólux y dio órdenes al pequeño grupo de esclavos públicos que esperaban allí cerca por si se les necesitaba.
Muchos consideraban que el de Cástor era el templo más imponente del Foro, pues había sido reconstruido hacía menos de sesenta años por Metelo Dalmático, el pontífice máximo, y lo habían construido en un estilo realmente grandioso. Por dentro era lo suficientemente grande como para que el Senado completo celebrase las reuniones cómodamente, el suelo de su única cámara se alzaba veinticinco pies sobre el nivel del terreno, y dentro de su podio había un laberinto de salas. Un tribunal de piedra se había alzado en otro tiempo delante del templo original, pero cuando Metelo Dalmático lo echó abajo y empezó de nuevo, incorporó dicha estructura al conjunto, creando así una plataforma casi tan grande como la tribuna de los Comicios a unos diez pies sobre el suelo. En lugar de llevar el maravilloso tramo de escalones de mármol, de poca altura, todo el trayecto desde la entrada del templo hasta el nivel del Foro, había detenido los escalones en la plataforma. El acceso desde el Foro hasta la plataforma se hacía por medio de dos estrechos grupos de escalones, uno a cada lado. Esto permitía que la plataforma sirviera de tribuna, y que el templo de Cástor se pudiera utilizar como lugar de votaciones; el pueblo o la plebe reunidos en asamblea se ponían de pie debajo, en el foso, y miraban hacia arriba.
El templo en sí estaba rodeado por completo de columnas de piedra en forma de flauta pintadas de rojo, cada una de ellas rematada por un capitel jónico pintado en distintos tonos de azul intenso con bordes dorados en las volutas. Y Metelo Dalmático no había encerrado la cámara poniendo muros entre las columnas, sino que se podía mirar a través del templo de Cástor al otro lado; el templo se alzaba ventilado y libre como los dos jóvenes dioses a quienes estaba dedicado.
Mientras César se quedaba de pie contemplando cómo los esclavos públicos depositaban el enorme y pesado banco tribunicio sobre la plataforma, alguien le tocó en el brazo.
—A buen entendedor… —dijo Publio Clodio, cuyos oscuros ojos estaban muy brillantes—. Va a haber follón.
Los ojos del propio César ya habían advertido el hecho de que había muchas personas entre la multitud cuyas caras no eran conocidas salvo en un aspecto: pertenecían a la multitud de matones de Roma, a aquellos ex gladiadores que, después de quedar libres, venían a la deriva desde lugares como Capua para buscar empleo sórdido en Roma como gorilas, alguaciles o guardaespaldas.
—No son mis hombres —dijo Clodio.
—¿De quién son, entonces?
—No estoy seguro, porque son demasiado reservados para decirlo. Pero todos tienen bultos sospechosos debajo de la toga: lo más probable es que lleven porras. Yo que tú, César, haría que alguien llamase a la milicia a toda prisa. No celebres la reunión hasta que haya protección.
—Muchas gracias, Publio Clodio —le dijo César; y se dio media vuelta para hablar con el jefe de sus lictores.
No mucho tiempo después aparecieron los nuevos cónsules. Los lictores de Silano llevaban las
fasces
, mientras que la docena de lictores de Murena caminaban con el hombro izquierdo libre de toda carga. Ninguno de los dos hombres estaba contento, porque aquella reunión, la segunda del año, era también la segunda que convocaba un mero pretor; César se había adelantado a los cónsules, lo que se consideraba un gran insulto, y Silano no había tenido ocasión todavía de dirigirse al pueblo en su
contio
laudatorio. ¡Incluso a Cicerón le había ido mejor! Así pues, ambos se pusieron a esperar con el rostro pétreo lo más lejos de César que les fue posible, mientras sus sirvientes colocaban las esbeltas sillas de marfil a un lado del centro de la plataforma, ocupado por la silla curul perteneciente a César y —¡siniestra presencia!— el banco tribunicio.
Uno a uno fueron desfilando los demás magistrados, y todos ellos hallaron un lugar donde sentarse. Cuando llegó Metelo Nepote se encaramó en el mismísimo extremo del banco tribunicio, junto al sillón de César; le guiñó un ojo a éste y blandió en el aire un rollo que contenía su proyecto de ley para hacer que Pompeyo volviera a casa. Mirando a todas partes, el pretor urbano le contó lo de los grupos que formaban coágulos entre la multitud, ahora de tres o cuatro mil personas. Aunque la zona delantera estaba reservada para los senadores, los que quedaban justo detrás y a ambos lados eran ex gladiadores. En otros lugares había grupos que César creía que pertenecían a Clodio, incluidos los tres Antonios y el resto de jóvenes balas perdidas que pertenecían al club de Clodio. También se encontraba allí Fulvia.
El jefe de los lictores se aproximó y se inclinó junto a la silla de César.
—La milicia está empezando a llegar, César. Los he colocado detrás del templo, como has ordenado.
—Bien. Usa tu propia iniciativa. No esperes mis órdenes.
—¡No pasa nada, César! —dijo alegremente Metelo Nepote—. Ya me habían dicho que la multitud estaba llena de caras toscas y desconocidas, así que he puesto ahí fuera unas cuantas caras toscas de mi propiedad.
—No creo, Nepote, que ésa sea una idea muy inteligente —dijo César soltando un suspiro—. Lo último que quiero es otra guerra en el Foro.
—¿No va siendo ya hora? —le dijo Nepote sin dejarse impresionar—. No hemos tenido una buena reyerta desde antes de que yo dejara los pañales.
—Estás totalmente decidido a salir de tu cargo en medio de un buen alboroto.
—¡Y que lo digas! ¡Aunque me gustaría apalear a Catón antes de marcharme!
Los últimos en llegar, Catón y Termo, subieron los escalones del lado en el que Pólux estaba sentado sobre un caballo de mármol pintado, avanzaron entre los pretores dirigiéndole una sonrisa a Bíbulo y llegaron al banco. Antes de que Metelo Nepote supiera qué ocurría, los dos recién llegados lo habían levantado cada uno por debajo de un codo y lo habían depositado en medio del banco. Luego se sentaron ellos entre Nepote y César, Catón al lado de César y Termo al lado de Nepote. Cuando Bestia intentó sentarse al otro lado de Nepote, Lucio Mario se interpuso entre ellos. Así que Metelo Nepote quedó sentado en medio de sus enemigos, igual que César cuando Bíbulo de pronto trasladó su silla de marfil desde donde se encontraba el sobresaltado Filipo hasta el lado de César.
La alarma iba cundiendo; los dos cónsules parecían estar incómodos, y los pretores que no estaban implicados deseaban a todas luces que la plataforma estuviera el triple de lejos del suelo de lo que estaba.
Pero la reunión dio comienzo por fin con las oraciones y los augurios. Todo parecía estar en orden. César habló brevemente para anunciar que el tribuno de la plebe Quinto Cecilio Metelo Nepote deseaba presentar un proyecto de ley para someterlo a discusión en el pueblo.
Metelo Nepote se puso en pie y separó los dos extremos de su rollo.
—¡
Quirites
, es el cuarto día de enero del año del consulado de Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena! Al norte de Roma se extiende el gran distrito de Etruria, donde el proscrito Catilina se pavonea con un ejército de rebeldes. En el campo contra él está Cayo Antonio Híbrido, comandante en jefe de una fuerza al menos el doble de grande que la que tiene Catilina. ¡Pero no sucede nada! ¡Hace casi dos meses ya desde que Híbrido se marchó de Roma para encargarse de esa patética colección de soldados veteranos, tan viejos que les crujen las rodillas, pero no ha ocurrido nada! ¡Roma continúa bajo un
senatus consultum ultimum
mientras el ex cónsul que está al frente de sus legiones se venda el dedo gordo del pie!
Leyó el contenido del rollo, pero con seriedad; Nepote no era tan tonto como para creer que aquella muchedumbre allí reunida fuera a apreciar a un payaso. Se aclaró la garganta y pasó inmediatamente a los detalles.
—Por la presente propongo que el pueblo de Roma releve a Cayo Antonio Híbrido de su
imperium
y de su mando! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que instale en su lugar a Cneo Pompeyo Magnus como comandante en jefe de los ejércitos! ¡Por la presente solicito al pueblo de Roma que otorgue a Cneo Pompeyo Magnus un
imperium
maius
que tenga efecto en toda Italia excepto en la propia ciudad de Roma! ¡Además dispongo que se le conceda a Cneo Pompeyo todo el dinero, tropas, equipo y legados que requiera y que su mando especial, junto con su
imperium maius
, no termine hasta que él considere que ha llegado el momento de dejarlos!
Catón y Termo estaban de pie cuando la última palabra salió de la boca de Nepote.
—¡Veto! ¡Veto! ¡Interpongo mi veto! —gritaron ambos hombres al unísono.
Una lluvia de piedras salió de la nada, zumbando peligrosamente alrededor de los magistrados allí reunidos, y los matones comenzaron a avanzar a la carga pasando entre las filas de los senadores en dirección a los dos tramos de escalones. Las sillas curules se volcaron cuando cónsules, pretores y ediles salieron huyendo por las anchas escaleras de mármol hacia arriba y entraron en el templo, con todos los tribunos de la plebe, excepto Catón y Metelo Nepote, detrás de ellos. Bastones y porras salieron a la luz; César se envolvió la toga alrededor del brazo derecho y se retiró entre sus lictores, arrastrando a Nepote consigo. Pero Catón se quedó rezagado más tiempo, al parecer milagrosamente intacto, y siguió gritando que él interponía su veto, repitiéndolo a cada escalón que subía, hasta que Murena salió precipitadamente de entre las columnas y lo metió dentro tirando de él a la fuerza. La milicia se metió vadeando entre la refriega rodeados de escudos y empujando con los bastones, y poco a poco aquellos gamberros que habían llegado a la plataforma fueron obligados a bajar de nuevo. Ahora los senadores correteaban por los dos tramos de escalones hacia arriba, en busca del refugio del templo. Y abajo, en el Foro, estalló un disturbio a gran escala cuando un vociferante Marco Antonio y su inseparable compañero Curión cayeron juntos sobre unos veinte oponentes, con todos sus amigos formando un montón detrás de ellos.