Cayo Cornelio no se hallaba tan ligado a Pompeyo como lo estaba Gabinio; era uno de esos tribunos de la plebe que se daban de vez en cuando que creían de verdad en la posibilidad de poner remedio a algunos de los males más acusados de Roma, y eso a César le gustaba… Por eso César se encontró deseoso, aunque no dijera nada, de que Cornelio no se diera por vencido una vez que su primen y pequeña reforma fuese derrotada. Lo que Cayo Cornelio le había pedido a la plebe era que prohibiese que las comunidades extranjeras recibieran dinero prestado de los usureros romanos. Los motivos que tenía para ello eran sensatos y patrióticos. Aunque los prestamistas no eran funcionarios romanos, sí que empleaban funcionarios romanos para cobrar cuando las deudas se convertían en delito. Y el resultado era que muchos extranjeros pensaban que el propio Estado estaba metido en aquel negocio de prestar dinero. El prestigio de Roma resultaba dañado por ello. Pero, desde luego, las comunidades extranjeras crédulas o desesperadas constituían una valiosa fuente de ingresos para los caballeros; así pues, no era de extrañar que Cornelio fracasase, pensó César con tristeza.
La segunda medida que propuso Cayo Cornelio también estuvo a punto de fracasar, y le enseñó a César que aquel individuo picentino era capaz de mantener los compromisos, cosa que no era frecuente entre los de su casta. Cornelio tenía intención de acabar con el poder del Senado para emitir decretos que eximieran a un individuo del cumplimiento de alguna ley. Naturalmente, sólo aquellos que eran muy ricos o que pertenecían a la aristocracia eran capaces de procurarse una exención, normalmente concedida cuando el portavoz del Senado celebraba una reunión convocada al efecto y se aseguraba de que a tal sesión asistieran las personas convenientes. Siempre celoso guardián de sus prerrogativas, el Senado se opuso a Cornelio con tanta violencia que éste comprendió que iba a perder. Así que enmendó el proyecto de ley de modo que permitía que el Senado conservase el poder de exención… pero con la condición de que sólo pudiese hacer uso de dicho poder cuando estuviera presente un quórum de doscientos senadores para emitir el decreto. Y el proyecto se aprobó.
Pero ahora el interés de César por Cayo Cornelio iba aumentando a pasos agigantados. A continuación fueron los pretores los que atrajeron la atención de César. Desde la dictadura de Sila los deberes de los mismos estaban restringidos al derecho, tanto civil como penal. Y la ley decía que cuando un pretor entraba en funciones tenía que publicar sus
edicta
, las normas y disposiciones según las cuales administraría personalmente justicia. El problema era que la ley no especificaba que los pretores tuvieran que atenerse a sus
edicta
, y en el momento en que un amigo necesitaba un favor o hubiera por medio algo de dinero que ganar, los
edicta
se ignoraban. Cornelio se limitó a pedir a la plebe que terminara de una vez con aquella laguna legal y obligase a los pretores a ser consecuentes con sus
edicta
tal como habían sido publicados. En esta ocasión la plebe comprendió con tanta claridad como César que aquella medida tenía sentido, y votó a favor de la ley.
Desgraciadamente, lo único que César podía hacer era votar. A ningún patricio se le permitía participar en los asuntos de la plebe, por eso no podía ponerse en pie en el Foso de los Comicios, ni votar en la Asamblea Plebeya, ni hablar en ella, ni formar parte en un proceso judicial que se celebrase en la misma. Ni tampoco presentarse a las elecciones como candidato a tribuno de la plebe. Así que César se limitó a permanecer con sus colegas patricios en las gradas de la Curia Hostilia, que era lo máximo que se le permitía acercarse a la plebe reunida en sesión. Las actividades de Cornelio presentaban un intrigante parecido con la forma de hacer de Pompeyo, de quien César nunca hubiese pensado que tuviera el más mínimo interés por enderezar entuertos. Pero, al fin y al cabo, quizás lo tuviera, dado que la tenaz persistencia de Cayo Cornelio se refería a gestiones que en modo alguno afectaban a los planes de Pompeyo.
Sin embargo, César dedujo que lo más probable era que Pompeyo estuviera utilizando a Cornelio para echar arena a los ojos de hombres como Catulo y Hortensio, líderes de los
boni
. Porque los
boni
se oponían de forma muy obstinada a los mandos militares especiales, y Pompeyo andaba una vez más tras la concesión de un mando especial. La mano del Gran Hombre se hizo más evidente en la siguiente propuesta de Cornelio. Cayo Pisón, destinado a gobernar él solo ahora que Glabrio se iba al Este, era un hombre colérico, mediocre y vengativo que pertenecía por completo a Catulo y a los
boni
. Era evidente que protestaría a voz en grito contra la concesión de cualquier mando militar para Pompeyo hasta que el techo de la Cámara del Senado temblase, con Catulo, Hortensio, Bíbulo y el resto de la jauría aullando detrás de él. Como poseía pocos atractivos aparte de su nombre, Calpurnio Pisón, y de su linaje eminentemente respetable, Pisón había tenido que recurrir a fuertes sobornos para asegurarse la elección. Ahora Cornelio proponía una nueva ley contra los sobornos; Pisón y los
boni
notaron un viento frío que les soplaba en la nuca, en particular cuando la plebe dejó lo suficienteniente claro que tenía intenciones de aprobar el proyecto de ley. Desde luego, cualquier tribuno de la plebe perteneciente a los
boni
podía interponer el veto, pero Otón, Trebelio y Globulo no estaban seguros de su propia influencia para ejercer el veto. En cambio los
boni
se movieron poderosamente para manipular a la plebe —y a Cornelio— y convencerlos de que accedieran a que el propio Cayo Pisón fuera quien redactase la nueva ley contra los sobornos. Lo cual, pensó César dejando escapar un suspiro, daría como resultado una ley que no pondría en peligro a nadie, y menos aún a Cayo Pisón. Al pobre Cornelio le habían hecho una buena jugarreta.
Cuando tomó la palabra Aulo Gabinio, no pronunció ni una sola frase sobre los piratas ni sobre la concesión de un mando especial para Pompeyo el Grande. Prefirió concentrarse en asuntos de poca importancia, porque era un hombre mucho más sutil y mucho más inteligente que Cornelio. Y, desde luego, menos altruista. El pequeño plebiscito, cuya aprobación logró, que prohibía que los enviados extranjeros en Roma recibieran dinero prestado en dicha ciudad, era evidentemente una versión menos drástica que la medida de Cornelio de prohibir el préstamo de dinero a las comunidades extranjeras. Pero, ¿qué se proponía Gabinio cuando consiguió que se legislase la obligación del Senado de no ocuparse de otra cosa más que de las delegaciones extranjeras durante el mes de febrero? Cuando César lo comprendió se echó a reír interiormente, en silencio. ¡Qué inteligente era Pompeyo! ¡Cuánto había cambiado el Gran Hombre desde que entró en el Senado como cónsul llevando en la mano el manual de conducta de Varrón para no cometer errores embarazosos! Porque esta particular
lex Gabinia
sirvió para que César comprendiese que Pompeyo planeaba ser cónsul por segunda vez, y que estaba asegurando su dominio antes de que ese segundo año llegase. Nadie conseguiría más votos, así que él sería el cónsul
senior
. Eso significaba que tendría las
fasces
—y la autoridad— en enero. En febrero le tocaría el turno al otro cónsul, y en marzo las
fasces
volverían otra vez al cónsul
senior
. En abril irían al cónsul
junior
. Pero si en febrero el Senado tenía obligación de ocuparse exclusivamente de los asuntos extranjeros, entonces el cónsul
junior
no tendría ocasión de hacer notar su presencia hasta abril. ¡Brillante!
En medio de toda esta agradable turbulencia, otro tribuno de la plebe entró a formar parte de la vida de César de un modo mucho menos agradable. Este hombre era Cayo Papirio Carbón, quien presentó un proyecto de ley a la Asamblea Plebeya en el que solicitaba que se acusase al tío materno de César, Marco Aurelio Cotta, del cargo de robo de los despojos de la ciudad bitinia de Heraclea. Desgraciadamente el colega de Marco Cotta en el consulado aquel año no había sido otro que Lúculo, y era bien sabido que los dos eran amigos. El odio de Lúculo hacia los caballeros hacía que predispusiera a la plebe contra cualquier amigo o aliado suyo, por eso la plebe permitió que Carbón se saliera con la suya. El querido tío de César tendría que someterse a juicio por extorsión, pero no ante el tribunal especial que Sila había establecido para personas que gozaban de una posición social excelente, sino que el jurado de Marco Cotta estaría compuesto por varios miles de hombres que ansiaban hacer caer a Lúculo y a sus compinches.
—¡No había nada que robar! —le dijo Marco Cotta a César—. Mitrídates había utilizado Heraclea como base durante meses y luego el lugar fue asediado durante varios meses más; cuando entré allí, César, la ciudad estaba tan desnuda como una rata recién nacida. ¡Cosa que era sabido de todos! ¿Qué crees que dejaron allí trescientos soldados y marineros pertenecientes a Mitrídates? ¡Ellos se encargaron de saquear Heraclea de forma mucho más concienzuda a como Cayo Verres saqueó Sicilia!
—A mí no tienes que explicarme que eres inocente, tío —dijo César con aire lúgubre—. No puedo defenderte porque es un juicio de la plebe y yo soy patricio.
—Eso ya lo sé. Pero lo hará Cicerón.
—No lo hará, tío. ¿No has oído nada?
—¿Oír qué?
—Cicerón está abrumado por el dolor. Primero murió su primo Lucio, y luego, hace pocos días, ha muerto su padre. Por no hablar de que Terencia tiene una clase de dolencia reumática que en esta época del año empeora en Roma. ¡Y ella es quien dirige todo el cotarro! Cicerón se ha marchado a Arpinum.
—Entonces tendrán que ser Hortensio, mi hermano Lucio y Marco Craso —dijo Cotta.
—No será tan efectivo, pero bastará, tío.
—Lo dudo; de veras que lo dudo. La plebe quiere mi pellejo.
—Bueno, cualquiera que públicamente sea amigo del pobre Lúculo es un blanco para los caballeros. Marco Cotta miró irónicamente a su sobrino.
—¿El pobre Lúculo? —le preguntó—. ¡El no es amigo tuyo!
—Cierto —dijo César—. Sin embargo, tío Marco, no puedo evitar dar mi aprobación a sus arreglos financieros en el Este. Sila le mostró el camino, pero Lúculo llegó aún más lejos. En lugar de permitir que los caballeros
publicani
sangrasen las provincias de Roma en el Este hasta dejarlas secas, Lúculo se ha asegurado de que los impuestos y tributos de Roma no sólo sean justos, sino además populares entre las comunidades autóctonas. Antiguamente, cuando se les permitía a los
publicani
que estrujasen sin piedad, quizás se consiguieran mayores beneficios para los caballeros, pero significaba también mucha animosidad contra Roma. Yo aborrezco a ese hombre, sí. Lúculo no sólo me insultó de un modo imperdonable, sino que además me negó la buena reputación militar que me merecía. Pero como administrador es soberbio, y lo siento por él.
—Es una lástima que vosotros dos no os llevaseis bien, César. En muchos aspectos sois como gemelos.
Sobresaltado, César miró fijamente al hermanastro de su madre. La mayoría de las veces no veía demasiado parecido de familia entre Aurelia y ninguno de sus tres hermanastros. ¡Pero aquel seco comentario de Marco Cotta era propio de Aurelia! Su madre estaba también allí, en los grandes ojos grises que tiraban a púrpura de Marco Cotta. Cuando el tío Marco se convertía en
mater
era el momento de marcharse. Además, tenía que acudir a una cita con Servilia. Pero eso también resultó ser un asunto desgraciado. Si Servilia llegaba primero, siempre la encontraba desnuda en la cama, esperándole. Pero aquel día estaba sentada en el despacho y llevaba puesta hasta la última capa de ropa.
—Quiero hablar contigo de un asunto —le dijo a César.
—¿Problemas? —le preguntó éste al tiempo que se sentaba frente a Servilia.
—Del tipo más elemental; y, pensándolo bien, inevitable. Estoy embarazada.
Ninguna emoción identificable asomó a los tranquilos ojos de César, que dijo:
—Comprendo. —Miró a Servilia con perspicacia—. ¿Y eso es una dificultad?
—En muchos aspectos. —Se humedeció los labios, una señal de nerviosismo desacostumbrada en ella—. ¿A ti qué te parece?
César se encogió de hombros.
—Estás casada, Servilia. Eso convierte el problema en cosa tuya, ¿no?
—Sí. ¿Y si es un varón? Tú no tienes ningún hijo.
—¿Estás segura de que es mío? —inquirió él rápidamente.
—De eso no cabe la menor duda —repuso Servilia poniendo énfasis en las palabras—. Hace más de dos años que no duermo en la misma cama que Silano.
—En ese caso el problema sigue siendo tuyo. Tendré que correr el riesgo de que sea un varón, porque yo no podría reconocerlo como hijo mío a menos que tú te divorciases de Silano y te casases conmigo antes de que naciera. Una vez que haya nacido dentro del matrimonio de Silano, el hijo es suyo.
—¿Estarías dispuesto a correr ese riesgo? —le preguntó Servilia.
César no titubeó.
—No. Mi intuición dice que es una niña.
—No lo sé. Nunca pensé que esto ocurriera, así que no me concentré en hacer que fuera niño o niña. Tendrá que aceptar el sexo que le toque en suerte.
Si su propia conducta era indiferente, también lo era la de ella, admitió César con cierta admiración. Era una señora que tenía un gran dominio de sí misma.
—En ese caso, Servilia, creo que lo mejor que puedes hacer es meterle prisa a Silano para que se suba a tu cama lo antes posible. ¿Ayer, supongo? Servilia movió lentamente la cabeza de un lado a otro, una negativa absoluta.
—Me temo que eso quede fuera de toda discusión —dijo—. Silano no goza de buena salud. Si dejamos de dormir juntos no fue por culpa mía, eso te lo aseguro. Silano es incapaz de mantener una erección, y eso lo llena de desconsuelo.
Ante aquella noticia César reaccionó: el aliento le salió siseando entre los dientes.
—De modo que nuestro secreto pronto ya no será un secreto-le comentó.
Servilia, cosa que fue muy meritoria para ella, no se enfadó por la actitud de César ni lo condenó por egoísta ni a causa de su desinterés por la difícil situación en que ella se veía. En muchos aspectos eran iguales, y quizás ése fuera el motivo por el que César no podía sentirse emocionalmente atado a ella: dos personas cuyas cabezas prevalecían siempre sobre sus corazones… y sobre sus pasiones.