—Eso es cierto. ¿Y piensas volver a verlo?
—Sí. Nunca dejaré de verlo.
—Algún día se sabrá, Servilia.
—Probablemente, pero a ninguno de los dos nos conviene que lo nuestro se haga público, así que intentaremos evitarlo.
—Por lo cual supongo que yo debería mostrarme agradecido. Con un poco de suerte, estaré muerto antes de que eso ocurra.
—Yo no te deseo la muerte, marido.
Silano se echó a reír, pero no había diversión en aquella risa.
—Cosa por la que también debería estarte agradecido! No me extrañaría que acelerases mi muerte si creyeras que ello podría servir a tus fines.
—No sirve a mis fines.
—Eso lo comprendo. —La respiración se le había vuelto entrecortada—. ¡Oh, dioses, Servilia, vuestros hijos están formalmente comprometidos mediante contrato para casarse! ¿Cómo es posible que confíes en mantener el asunto en secreto?
—No entiendo por qué Bruto y Julia han de ponernos en peligro, Silano. No nos vemos cuando ellos están cerca.
—Ni cuando hay nadie cerca, eso es obvio. Suerte que los sirvientes te tienen miedo.
—Naturalmente.
Silano apoyó la cabeza entre las manos.
—Ahora me gustaría estar solo, Servilia. Esta se levantó inmediatamente.
—La cena estará preparada en seguida.
—Hoy no voy a cenar.
—Pues tendrías que comer —dijo ella cuando ya iba camino de la puerta—. No he pasado por alto que el dolor se te alivia durante unas horas después de comer, sobre todo cuando comes bien.
—¡Hoy no! ¡Y ahora vete, Servilia, vete!
Servilia se marchó, muy satisfecha por el resultado de aquella entrevista y en mejores relaciones con Silano de lo que había esperado estar.
La Asamblea Plebeya declaró a Marco Aurelio Cotta culpable de desfalco, le impuso una multa superior a la cantidad que alcanzaba su fortuna y le prohibió fuego y agua a menos de cuatrocientas millas de Roma.
—Lo cual me niega Atenas —le comentó él a Lucio, su hermano menor, y a César—, pero la idea de Masilla me revuelve. Así que creo que me iré a Esmirna, a reunirme con tío Publio Rutilio.
—Mejor compañía que Verres —le indicó Lucio Cotta, horrorizado por el veredicto.
—He oído decir que la plebe va a votar a Carbón insignia consular como prueba de su estima —dijo César curvando los labios.
—¿Incluso con lictores y
fasces
? —inquirió Marco Cotta ahogando un grito.
—Confieso que no nos vendría mal un segundo cónsul ahora que Glabrio se ha ido a gobernar su nueva provincia conjunta, tío Marco; pero aunque la plebe sea capaz de dispensar togas con bordes púrpura y sillas curules, ¡es algo nuevo para mí que pueda otorgar
imperium
! —dijo César bruscamente, todavía temblando de ira—. ¡Todo esto sucede por culpa de los
publicani
asiáticos!
—Déjalo estar, César —dijo Marco Cotta—. Los tiempos cambian, es así de simple. A esto se le podría llamar la última revancha del castigo de Sila a la
ordo equester
. Por suerte para mí, todos reconocimos lo que podía ocurrir y transferí la titularidad de mis tierras y mi dinero a Lucio, aquí presente.
—Los ingresos te seguirán hasta Esmirna —le aseguró Lucio Cotta—. Aunque hayan sido los caballeros los que te han causado la ruina, había algunos elementos en el Senado que también pusieron su óbolo. Exculpo de ello a Catulo, a Cayo Pisón y al resto de ese núcleo, pero Publio Sila, su secuaz Autronio y toda esa pandilla fueron una valiosa ayuda para las acusaciones de Carbón. Y también Catilina. No lo olvidaré nunca.
—Ni yo —dijo César. Intentó sonreír—. Ya sabes que te quiero muchísimo, Marco, pero ni siquiera por ti estoy dispuesto a hacer que Publio Sila se convierta en un cornudo si para ello tengo que seducir a la bruja de la hermana de Pompeyo.
Aquello provocó una carcajada, y el nuevo consuelo que resultó de que los tres hombres se imaginasen que quizás Publio Sila ya estuviera cosechando una pequeña retribución al verse obligado a vivir con la hermana de Pompeyo, una mujer que no era joven ni atractiva, aunque sí demasiado aficionada al jarro de vino.
Aulo Gabinio por fin dio el golpe hacia finales de febrero. Sólo él sabía lo difícil que había sido estar sentado mano sobre mano y engañar a Roma para que pensase que él, el presidente del Colegio de los Tribunos de la plebe, no era, al fin y al cabo, más que un peso ligero. Aunque vivía bajo el odio que suponía ser un hombre de Picenum —y la criatura de Pompeyo—, Gabinio no era precisamente un hombre nuevo. Su padre y su tío se habían sentado en el Senado antes que él, y además en los Gabinios había sangre romana respetable de sobra. Tenía la ambición de desprenderse del yugo de Pompeyo y actuar por cuenta propia, aunque el sentido común le decía que nunca sería lo bastante poderoso para encabezar su propia facción. Mejor dicho, Pompeyo el Grande no era lo bastante grande. Gabinio anhelaba aliarse con un hombre más romano, porque había muchas cosas de Picenum y de los picentinos que lo exasperaban, sobre todo la actitud que tenían hacia Roma. Pompeyo era más importante que Roma, y Gabinio encontraba eso muy difícil de aceptar. ¡Oh, era natural! En Picenum Pompeyo era un rey, y en Roma ejercía una inmensa influencia política. La mayoría de los hombres que eran de un lugar concreto se sentían orgullosos de apoyar a un paisano que había establecido su dominio sobre personas a las que generalmente se consideraba mejores.
Ese Aulo Gabinio, de tez clara y agradable apariencia, no estaba satisfecho con la idea de que tener a Pompeyo por amo fuese algo que no podía contar a nadie más que a Cayo Julio César. César y él se habían conocido en el asedio de Mitilene y se habían caído bien de inmediato. Gabinio había estado observando fascinado cómo el joven César, que tenía aproximadamente su misma edad, demostraba tener una clase de capacidad y una fuerza que hacían que él se considerase un privilegiado por ser amigo de un hombre que algún día tendría una importancia inmensa. Otros hombres tenían el mismo aspecto, la misma estatura, el físico, el encanto, incluso los antepasados; pero César tenía mucho más. Poseer un intelecto como el suyo, y a pesar de ello ser el más valiente de los valientes, ya era distinción suficiente, porque los hombres que son extraordinariamente inteligentes suelen ver demasiados riesgos en el valor. Era como si César pudiera cerrar la puerta y dejar fuera cualquier cosa que amenazase la empresa del momento. Siempre hallaba la manera exacta y más adecuada de utilizar sólo aquellas cualidades que había en él que le capacitaban para concluir aquella empresa con el máximo efecto. Y tenía un poder que Pompeyo nunca tendría, algo que emanaba de él y que doblaba todo hasta darle la forma que deseaba. Hacía las cosas al precio que fuese, no le tenía miedo a nada en absoluto. Y aunque en los años que habían transcurrido desde Mitilene no se habían visto con demasiada frecuencia, César continuaba hechizando a Gabinio. Y éste decidió que cuando llegase el día en que César dirigiera su propia facción, Aulo Gabinio sería uno de sus más incondicionales seguidores.
Sin embargo no sabía cómo iba a conseguir zafarse de sus obligaciones como cliente de Pompeyo. Este era su patrono, por ello Gabinio tenía que trabajar para él como debería hacerlo cualquier cliente como es debido. Todo lo cual significaba que una vez que decidió dar el golpe lo hizo con la intención de impresionar más al relativamente joven y oscuro César que a Cneo Pompeyo Magnus, el Primer Hombre de Roma. Su patrón. No se molestó en ir primero al Senado; desde que se habían réstituido por completo los poderes de los tribunos de la plebe, eso no era preceptivo. Lo mejor era atacar al Senado sin previo aviso e informar primero a la jlebe, y además en un día en que nadie pudiera sospechar que fueran a producirse cambios sísmicos. Sólo había unos quinientos hombres desperdigados aquí y allá alrededor del Foso de los Comicios cuando Gabinio subió a la tribuna para hablar. Estos constituían la plebe profesional, ese núcleo de hombres que nunca se perdía una reunión y era capaz de recitar de memoria discursos memorables enteros, por no hablar de detallados y notables plebiscitos que se remontaban en el pasado por lo menos una generación. Las gradas de la Cámara del Senado no estaban tampoco muy pobladas de gente; sólo se hallaban en ellas César, algunos de los clientes senatoriales de Pompeyo, incluidos Lucio Afranio y Marco Petreyo, y Marco Tulio Cicerón.
—¡Si alguna vez hubiéramos necesitado que nos recordasen cuán grave es para Roma el problema de los piratas, el saqueo de Ostia y la captura de nuestro primer envío de grano siciliano, hace sólo tres meses debería haber supuesto un gigantesco estímulo! —le dijo Gabinio a la plebe… y a los observadores situados en las gradas de la Curia Hostilia—. ¿Y qué hemos hecho para limpiar el Mare Nostrum de esta nociva plaga? —preguntó con un bramido—. ¿Qué hemos hecho para salvaguardar el abastecimiento de grano, para asegurar que los ciudadanos de Roma no padezcan hambrunas o no tengan que pagar por el pan más de lo que pueden permitirse, siendo como es el pan un alimento de primera necesidad? ¿Qué hemos hecho para proteger a nuestros comerciantes y a sus bajeles? ¿Qué hemos hecho para impedir que secuestren a nuestras hijas, que rapten a nuestros pretores? Muy poco, miembros de la plebe. ¡Muy poco!
Cicerón se acercó a César y le tocó un brazo.
—Estoy intrigado —le dijo—, pero no sorprendido. ¿Sabes adónde quiere ir a parar, César?
—Oh, sí.
Y Gabinio continuó hablando, disfrutando muchísimo al hacerlo.
—Lo poquísimo que hemos hecho desde que Antonio el Orador intentó llevar a cabo una purga de piratas hace más de cuarenta años tuvo sus inicios como consecuencia del reinado de nuestro dictador, cuando su leal aliado y colega Publio Servilio Vatia fue a gobernar Cilicia con órdenes de barrer a los piratas. Tenía pleno
imperium
de procónsul, y autoridad para reunir flotas de todas las ciudades y estados afectados por los piratas, incluidas Chipre y Rodas. Empezó en Licia, y se las vio con Zenicetes. ¡Le costó tres años derrotar a un solo pirata! Y ese pirata tenía la base en Licia, no entre las rocas y los riscos de Panfilia y Cilicia, donde se encuentran los peores piratas. El resto del tiempo que pasó en el palacio del gobernador en Tarso lo dedicó a hacer una hermosa guerrita contra una tribu de campesinos de tierra adentro, unos destripaterrones panfilios, los isauros. Cuando los derrotó y tomó cautivas a sus dos patéticas aldeas, nuestro precioso Senado le dijo que añadiera un nombre extra a Publio Servilio Vatia… Isáurico. ¡Por favor! Bien, Vatia no resulta muy inspirador, ¿no es cierto? ¡Llamarse de sobrenombre «rodillas juntas»! ¿Se le puede reprochar a ese pobre tipo que quisiera pasar de ser un Publio de la rama plebeya de los Servilios que tiene las Rodillas Juntas, a Publio Servilio Rodillas Juntas el Conquistador de los Isauros? ¡Debéis reconocer que Isáurico le añade un matiz de lustre más a un nombre de otro modo deslustrado!
Para ilustrar este punto de la argumentación, Gabinio se alzó la toga para mostrar sus bien torneadas piernas desde medio muslo hacia abajo, y se puso a caminar dando unos pasitos adelante y atrás por la tribuna con las rodillas juntas y los pies muy separados; el público respondió riéndose y vitoreándolo.
—El siguiente capítulo de esta saga —continuó diciendo Gabinio— sucedió en la isla de Creta y alrededores. Por el único motivo de que a su padre el Orador, ¡un hombre mucho mejor y más capaz que aún no había logrado hacer el trabajo!, el Senado y el pueblo de Roma le habían encomendado eliminar la piratería en el Mare Nostrum, Marco Antonio hijo se apropió de la misma misión hace unos siete años, aunque esta vez sólo el Senado se la encomendó, gracias a las nuevas normas de nuestro dictador. El primer año de su campaña Antonio orinó vino sin diluir en todos los mares al oeste del Mare Nostrum y reclamó para sí una victoria o dos, pero nunca presentó pruebas tangibles de ello, como despojos o restos de naves. Luego, hinchando las velas a base de eructos y pedos, Antonio se fue de parranda camino de Grecia. Una vez allí salió, lleno de resolución, durante dos años a luchar contra los almirantes piratas de Creta, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos. ¡Lastenes y Panares le dieron, sencillamente, una paliza! Y al final, al destrozado hombre de tiza, ¡porque eso es lo que significa también Cretico!, no le quedó más remedio que quitarse la vida para no dar la cara ante el Senado de Roma, que le había encomendado la misión. «Después vino otro hombre de brillante apodo, ese Quinto Cecilio Metelo, que es nieto de Macedónico e hijo de Macho Cabrío: Metelo Cabrito. ¡Sin embargo, por lo visto ese Metelo Cabrito aspira a ser otro Cretico! Pero, ¿resultará que Cretico significa el conquistador de los cretenses o el hombre de tiza? ¿Qué os parece a vosotros, colegas plebeyos?
—iHombre de tiza! ¡Hombre de tiza! —Fue la respuesta.
Gabinio terminó en tono informal.
—Y todo eso, queridos amigos, nos lleva al presente. ¡A la debacle de Ostia, al estancamiento de Creta, a la inviolabilidad de cualquier refugio pirata desde Gades, en Hispania, hasta Gaza, en Palestina! ¡No se ha hecho nada! ¡Nada!
Como se le había descolocado un poco la toga al demostrar cómo camina un hombre que tiene las rodillas juntas, Gabinio hizo una pausa para colocársela debidamente.
—¿Qué sugieres que hagamos, Gabinio? —le gritó Cicerón desde las gradas del Senado.
—¡Vaya! ¡Hola, Marco Cicerón! —le saludó alegremente Gabinio—. ¡Y también saludo a César! El mejor par de oradores de Roma están escuchando los humildes parloteos de un hombre de Picenum. Me siento muy honrado, especialmente porque estáis ahí arriba casi solos. ¿No está Catulo, ni Cayo Pisón, ni Hortensio, ni Metelo Pío, el pontífice máximo?
—Sigue a lo tuyo, hombre —le pidió Cicerón, que estaba de muy buen humor.
—Gracias, eso es lo que voy a hacer. Me has preguntado qué podemos hacer. La respuesta es muy simple, miembros de la plebe. Buscamos a un hombre que ya haya sido cónsul, para que no quepa la menor duda acerca de cuál es su posición constitucional. Un hombre cuya carrera militar no se haya abierto camino luchando desde los primeros bancos del Senado, como la de algunos a quienes yo podría nombrar. Buscamos a ese hombre. Y cuando digo buscamos, colegas plebeyos, me refiero a nosotros, los miembros de esta Asamblea. ¡No al Senado! El Senado ya lo ha probado todo, desde rodillas que se juntan al caminar hasta sustancias cretáceas, y todo sin éxito alguno, así que yo digo que el Senado debe abrogar su poder en este asunto, que nos afecta a todos. Repito, buscamos a un hombre que sea un consular de habilidad militar demostrada. Y luego
nosotros
le encomendaremos la misión de limpiar el Mare Nostrum de toda clase de piratería, desde las Columnas de Hércules hasta la desembocadura del Nilo, y de limpiar también el mar Euxino.
Nosotros
le daremos a ese hombre un plazo de tres años para que lo haga, y en esos tres años tendrá que haber terminado el trabajo… porque si no lo hace, miembros de la plebe… ¡si no lo hace, nosotros lo acusaremos, lo juzgaremos y lo desterraremos de Roma para siempre!