Las memorias de Sherlock Holmes (27 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus limitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.

Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!

Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.

Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.

—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.

—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.

—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.

—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.

—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.

Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.

Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.

—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.

—Nadie —contesté.

—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!

Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.

—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.

Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.

El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi
brougham
, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.

Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.

Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.

—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!

—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.

—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?

Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.

—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.

Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.

—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.

—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?

—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es difícil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.

—¿Quiere decir que no lo sabe?

—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.

Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.

—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.

Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.

—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.

—¡Pero si se lo he contado todo!

Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.

—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.

—¿Y no me da ningún consejo? —gritó Blessington con voz quebrada.

—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.

Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.

—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson —dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.

—Poco es lo que entiendo en él —confesé.

—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.

—¿Y la catalepsia?

—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.

—¿Y qué más?

—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.

—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?

A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.

—Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.

La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.

—Un
brougham
nos está esperando, Watson —me dijo.

—¿Qué ocurre, pues?

—El caso de Brook Street.

—¿Alguna noticia fresca?

—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.

En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.

—¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.

—¿Qué ha sucedido?

—Blessington se ha suicidado.

Holmes dejó escapar un silbido.

—Sí, se ha ahorcado durante la noche.

Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.

—¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.

—¿Cuándo lo descubrió?

—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.

Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.

—Con su permiso —dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.

Subimos los dos seguidos por el doctor.

Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.

—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.

—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?

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