Las memorias de Sherlock Holmes (29 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—¿No es su profesión, pues?

—En modo alguno. Lo que para mí es un medio que me permite ganarme la vida, es para él la simple afición de un diletante. Tiene una facilidad extraordinaria para los números y revisa los libros en algunos departamentos gubernamentales. Mycroft se aloja en Pall Mall, y dobla la esquina, en dirección a Whitehall, cada mañana y regresa cada tarde. A lo largo de todo el año no hace más ejercicio que éste, y no se le ve en ninguna otra parte, excepto tan sólo en el Diógenes Club, situado exactamente enfrente de su alojamiento.

—No puedo recordar este nombre.

—Y es muy lógico. Ya sabe que hay en Londres muchos hombres que, unos por timidez y otros por misantropía, no desean la compañía del prójimo, y no obstante se sienten atraídos por unas butacas confortables y por los periódicos del día. Precisamente para conveniencia de éstos se creó el Diógenes Club, que ahora da albergue a los hombres más insociables y menos amantes de clubs de toda la ciudad. A ningún miembro se le permite dar la menor señal de percepción de la presencia de cualquier otro. Excepto en el Salón de Forasteros, no se permite hablar en ninguna circunstancia, y tres faltas en este sentido, si llegan a oídos del comité, exponen al hablador a la pena de expulsión. Mi hermano fue uno de los fundadores, y yo mismo he encontrado allí una atmósfera muy relajante.

Habíamos llegado a Pall Mall mientras hablábamos, y descendíamos por él desde el extremo de St. James. Sherlock Holmes se detuvo ante una puerta, a poca distancia del Carlton, y, advirtiéndome que no hablase, me precedió a través del vestíbulo. Reflejada en los espejos, capté una visión de una sala amplia y lujosa, en la que un número considerable de hombres sentados leían periódicos, cada uno en su rincón. Holmes me hizo pasar a una pequeña habitación que daba a Pall Mall y, tras dejarme solo un minuto, volvió con un acompañante que sólo podía tratarse de su hermano.

Mycroft Holmes era un hombre mucho más grueso y macizo que Sherlock. Su figura era la de una persona realmente corpulenta, pero su cara, aunque ancha, había conservado algo de la agudeza de expresión que tan notable era en la de su hermano. Sus ojos, que eran de un gris acuoso peculiarmente claro, parecían mantener en todo momento aquella mirada remota e introspectiva que sólo había observado en Sherlock cuando ejercía plenamente sus facultades.

—Encantado de conocerle, caballero —dijo, alargándome una mano ancha y carnosa, como la aleta de una foca. He oído hablar de Sherlock por doquier, desde que usted es su cronista. A propósito, Sherlock, esperaba verte la semana pasada para consultarme respecto a aquel caso de Manor House. Pensé que tal vez te sintieras un poco desorientado con él.

—No, lo resolví —contestó mi amigo, sonriendo.

—Fue Adams, claro.

—Sí, fue Adams.

—Tuve esta seguridad desde el primer momento.

—Los dos hombres se sentaron junto a la ventana mirador del club—. Este es el lugar adecuado para todo aquél que quiera estudiar la humanidad —dijo Mycroft—. ¡Mira qué tipos tan magníficos! Fíjate, por ejemplo, en esos dos hombres que vienen hacia nosotros.

—¿El jugador de billar y el otro?

—Precisamente. ¿Qué sacas en limpio del otro?

Los dos hombres se habían detenido frente a la ventana. Unas marcas de yeso sobre el bolsillo del chaleco eran las únicas señales de billar que pude ver en uno de ellos. El otro era un individuo bajo y muy moreno, con el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes bajo el brazo.

—Un militar veterano, por lo que veo —dijo Sherlock.

—Y licenciado hace muy poco tiempo —observó su hermano—. Con graduación de suboficial.

—Artillería Real, diría yo —señaló Sherlock.

—Y viudo.

—Pero con un crío de poca edad.

—Críos, muchacho, críos.

—Vamos —exclamé yo, riéndome—, creo que esto ya es demasiado.

—Seguramente —repuso Holmes— no sea tan difícil decir que un hombre con este porte, una expresión de autoridad y una piel tostada por el sol es un militar, algo más que soldado raso y que ha llegado de la India no hace mucho tiempo.

—Que ha dejado el servicio hace poco lo demuestra el hecho de que todavía lleve sus «botas de munición», como suelen llamarlas —observó Mycroft.

—No tiene el paso inseguro del soldado de caballería y, sin embargo, llevaba su gorra inclinada a un lado, como lo demuestra la piel más clara en ese lado de la frente. Su peso no es el propio del soldado de ingenieros. Ha servido en artillería.

—Y, desde luego, su luto riguroso muestra que ha perdido a un ser muy querido. El hecho de que haga él mismo sus compras da a entender que se trató de su esposa. Observa que ha estado comprando cosas para los chiquillos. Lleva un sonajero, lo que indica que uno de ellos es muy pequeño. Probablemente su mujer muriera al dar a luz. Y el hecho de que lleve bajo el brazo un cuaderno para pintar denota que hay otro pequeño en el que ha de pensar.

Empecé a comprender lo que quería decir mi amigo al asegurar que su hermano poseía unas facultades todavía más notables que las suyas. Me miró de soslayo y sonrió. Mycroft tomó un poco de rapé de una cajita de concha y sacudió el polvillo caído en su chaqueta, con ayuda de un gran pañuelo de seda roja.

—A propósito, Sherlock —dijo—, han sometido a mi juicio algo que a ti ha de encantarte. Un problema de lo más singular. En realidad, no reuní suficientes energías para seguirlo, salvo de manera muy incompleta, pero me facilitó una base para varias especulaciones sumamente agradables. Si te apetece oír los hechos...

—Mi querido Mycroft, me encantará.

Su hermano escribió unas líneas en una página de su libreta de notas, pulsó el timbre y entregó el papel al camarero.

—He pedido al señor Melas que venga a vernos —explicó—. Vive en el piso sobre el mío y, como nos tratamos superficialmente, ello le movió a acudir a mí a causa de su perplejidad. El señor Melas es de origen griego, según tengo entendido, y es un notable lingüista. Se gana la vida en parte como intérprete en los tribunales de justicia y en parte haciendo de guía para los orientales ricos que frecuentan los hoteles de Northumberland Avenue. Voy a dejar que él mismo nos narre a su manera su curiosísima experiencia.

Unos minutos más tarde se reunió con nosotros un hombre bajo y robusto, cuyo semblante de tez olivácea y sus negrísimos cabellos proclamaban su origen meridional, aunque su dicción era la de un inglés educado. Estrechó calurosamente la mano de Sherlock Holmes, y sus ojos oscuros brillaron de satisfacción cuando comprendió que el especialista ansiaba oír su historia.

—No confío en que la policía me crea... palabra que no —dijo con una voz plañidera—.

Consideran que una cosa así no es posible, sólo porque nunca han oído hablar de ello. Pero yo sé que jamás volveré a estar tranquilo hasta saber qué fue de aquel pobre hombre con el esparadrapo en la cara.

—Tiene usted toda mi atención —le aseguró Holmes.

—Ahora es el miércoles por la tarde —empezó Melas—. Pues bien, fue el lunes por la noche, hace tan sólo dos días, cuando ocurrió todo esto. Yo soy intérprete, como tal vez le haya explicado mi vecino, aquí presente. Traduzco todos los idiomas, o casi todos. Pero, puesto que soy griego de nacimiento y llevo un nombre griego, mi principal relación es con esta lengua. Durante varios años he sido el primer intérprete griego en Londres, y mi nombre es de sobra conocido en los hoteles.

Ocurre, y con cierta frecuencia, que acuden a mí, a horas intempestivas, extranjeros que se encuentran en alguna dificultad, o viajeros que llegan tarde y necesitan mis servicios. No me sorprendió por tanto, el lunes por la noche, que un tal señor Latimer, un joven vestido a la última moda, subiera a mis habitaciones y me pidiera que le acompañase en un cab que estaba esperando ante la puerta. Un amigo griego había ido a visitarle por cuestiones de negocio, explicó, y, puesto que ambos sólo sabían hablar su propio idioma, se hacían indispensables los servicios de un intérprete. Me dio a entender que su casa no quedaba muy lejos, en Kensington, y dio la impresión de tener mucha prisa, ya que me hizo subir rápidamente al cab apenas hubimos bajado a la calle.

Digo en el cab, pero pronto empecé a pensar que me encontraba en un carruaje de mucha más categoría. Sin duda, era mucho más espacioso que los ordinarios coches de cuatro ruedas que tanto afean Londres, y sus adornos, aunque ajados, eran de muy buena calidad. El señor Latimer se sentó frente a mí y, cruzando Charing Cross, remontamos Shaftesbury Avenue. Habíamos desembocado en Oxford Street y yo aventuraba una observación en el sentido de que describíamos un rodeo para ir a Kensington, cuando interrumpí mis palabras al observar la extraordinaria conducta de mi acompañante.

Sacó de su bolsillo una porra de aspecto formidable, rellena de plomo, y empezó a moverla adelante y atrás varias veces, como para probar su peso y resistencia. Después, sin pronunciar palabra, la puso en el asiento a su lado. Hecho esto, subió los cristales de las ventanillas en cada lado y, con gran sorpresa mía, descubrí que estaban cubiertos con papel para impedir que yo viese a través de ellos.

—Siento privarle de la vista, señor Melas —me dijo—. Lo cierto es que no tengo la menor intención de que vea el lugar que será nuestro destino. Pudiera ser inconveniente para mí que usted pudiera encontrar de nuevo el camino hacia el mismo.

Como puede imaginar, semejante explicación me dejó estupefacto. Mi acompañante era un hombre joven y fornido, de anchos hombros, y, aparte de su arma, en un forcejeo con él yo no hubiera tenido ni la menor posibilidad.

—Su conducta es de lo más extraordinario, señor Latimer —tartamudeé—. Debe saber que lo que está haciendo es totalmente ilegal.

—Me tomo una cierta libertad, desde luego —repuso—, pero se lo compensaremos. Sin embargo, debo advertirle, señor Melas, que si en cualquier momento de esta noche intenta dar la alarma o hacer algo que vaya en contra de nuestros intereses, descubrirá que incurre en un error muy grave. Debe recordar que nadie sabe dónde se encuentra usted, y que, tanto si está en este coche como en mi casa, se halla igualmente en mi poder.

Hablaba con calma, pero había en sus palabras un tono irritante que resultaba muy amenazador. Guardé silencio, preguntándome cuál podía ser la razón para secuestrarme de un modo tan extraordinario. Y cualquiera que fuese, quedaba bien claro que de nada podía servir mi resistencia y que sólo me cabía esperar para ver qué sucedía.

Durante dos horas viajamos sin que yo tuviera el menor indicio del lugar al que nos dirigíamos. A veces, el traqueteo sobre piedras hablaba de un camino pavimentado, y, en otras, nuestra marcha silenciosa y suave sugería asfalto; pero salvo esta variación en el sonido no había absolutamente nada que ni de la manera más remota pudiera ayudarme a barruntar dónde nos encontrábamos. El papel en cada ventana era impenetrable para la luz, y se había corrido una cortina azul ante los cristales de la parte delantera.

Eran las siete y cuarto cuando salimos de Pall Mall; mi reloj me indicó que faltaban diez minutos para las nueve cuando por fin nos detuvimos. Mi acompañante bajó la ventana y capté una breve visión de un portal bajo y arqueado, con una lámpara encendida encima. Mientras se me ordenaba bajar del carruaje, se abrió la puerta de golpe y me encontré en el interior de la casa, con una vaga impresión, obtenida al entrar, de césped y árboles a cada lado. Sin embargo, si se trataba de un terreno privado o bien rural ya es más de lo que pueda aventurarme a decir.

Dentro alumbraba una lámpara de gas de pantalla coloreada, con una llama tan baja que poca cosa pude ver, excepto que el vestíbulo era más bien amplio y en sus paredes colgaban varios cuadros. Bajo aquella luz mortecina pude ver que la persona que había abierto la puerta era un hombrecillo de aspecto corriente, de mediana edad y hombros caídos. Al volverse hacia nosotros, el destello de la luz me hizo ver que llevaba gafas.

—¿Es el señor Melas, Harold? —preguntó.

—Sí.

—¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! Espero que no nos guarde rencor, señor Melas, pero no podíamos pasarnos sin usted. Si juega limpio con nosotros, no lo lamentará, pero si intenta alguna jugarreta... ¡que Dios le proteja!

Hablaba de una manera nerviosa, como a sacudidas, e intercalando pequeñas risitas entre sus frases, pero, no sé por qué, me inspiró más temor que el otro.

—¿Qué quieren de mí? —pregunté.

—Tan sólo hacerle unas cuantas preguntas a un señor griego que nos está visitando, y comunicarnos sus respuestas. Pero no diga más de lo que se le indique que ha de decir (de nuevo la risita nerviosa), o mejor sería que no hubiera usted nacido.

Mientras hablaba, abrió una puerta y nos precedió en una habitación que parecía estar muy ricamente amueblada; pero una vez más la única luz la proporcionaba una sola lámpara con su llama muy reducida. La sala era sin duda grande y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al atravesarla me indicó su lujo. Capté la presencia de sillas tapizadas en terciopelo, de una alta repisa de chimenea en mármol blanco y de lo que parecía ser una armadura japonesa a un lado de la misma. Había un sillón precisamente bajo la lámpara; el hombre de más edad me indicó por gestos que debía sentarme en él.

El más joven nos había dejado, pero de repente regresó por otra puerta, acompañando a un hombre vestido con una especie de amplia bata que avanzó lentamente hacia nosotros. Al entrar en el círculo de débil luz que me permitió verle con mayor claridad, me horrorizó su apariencia. Mostraba una palidez mortal y estaba terriblemente enflaquecido, con los ojos salientes y brillantes del hombre cuyo ánimo es mayor que su fuerza. Pero lo que todavía me impresionó más que cualquier signo de debilidad física fue el hecho de que su cara estuviera grotescamente cruzada por tiras de esparadrapo, y que una de ellas, mucho más grande que las demás, le tapara la boca.

—¿Tienes la pizarra, Harold? —exclamó el más viejo, al desplomarse aquel extraño ser en una silla, más bien que sentarse en ella—. ¿Tiene las manos sueltas? Pues dale la tiza. Usted ha de hacer las preguntas, señor Melas, y él escribirá las respuestas. Pregúntele en primer lugar si está dispuesto a firmar los papeles.

Los ojos del hombre de la cara cruzada por tiras de esparadrapo echaron chispas.

—Nunca, escribió en griego sobre la pizarra aquella piltrafa humana.

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