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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (30 page)

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—¿Bajo ninguna condición? —pregunté a petición de nuestro tirano.

—Sólo si la veo casada en mi presencia por un sacerdote griego al que yo conozca.

El hombre soltó su maligna risita.

—¿Sabe lo que le espera, pues?

—No me importa lo que pueda ocurrirme a mí.

Estos son ejemplos de las preguntas y contestaciones que constituyeron nuestra extraña conversación, medio hablada y medio escrita. Una y otra vez tuve que preguntarle si cedería y firmaría el documento. Y una y otra vez obtuve la misma réplica indignada. Pero pronto se me ocurrió una feliz idea. Empecé a añadir breves frases de mi cosecha a cada pregunta, inocentes al principio, para comprobar si alguna de los dos hombres entendía algo, y después, al constatar que no daban señales de ello, puse en práctica un juego más peligroso. Nuestra conversación transcurrió más o menos como sigue:

—De nada puede servirle esta obstinación. (¿Quién es usted?)

—Tanto me da. (Soy forastero en Londres.)

—Será responsable de lo que ocurra. (¿Cuánto tiempo lleva aquí?)

—Pues que así sea. (Tres semanas.)

—La propiedad nunca puede ser suya. (¿Qué le han hecho?)

—No caerá en manos de unos miserables. (Me están matando de hambre.)

—Si firma quedará en libertad. (¿Qué es este lugar?)

—Jamás firmaré. (No lo sé.)

—A ella no le está haciendo ningún favor. (¿Cómo se llama usted?)

—Quiero oírlo de labios de ella. (Kratides.)

—La verá si firma. (¿De dónde es usted?)

—Entonces no la veré nunca. (De Atenas.)

—Cinco minutos más, señor Holmes, y hubiera averiguado toda la historia ante las narices de aquellos hombres. Mi siguiente pregunta quizás habría aclarado la cuestión, pero en aquel instante se abrió la puerta y entró una mujer en la habitación. No pude verla con suficiente claridad para saber algo más, aparte de que era alta y esbelta, con cabellos negros, y que llevaba una especie de túnica blanca y holgada.

—¡Harold! —exclamó, hablando en un inglés con acento—. No he podido quedarme allí por más tiempo. Está aquello tan solitario, con sólo... ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul!

Estas últimas palabras las dijo en griego y en el mismo instante el hombre, con un esfuerzo convulsivo, se arrancó el esparadrapo de los labios y, gritando «¡Sophy! ¡Sophy!», se precipitó hacia los brazos de la mujer. Sin embargo, su abrazo sólo duró un momento, porque el hombre más joven hizo presa en la mujer y la obligó a salir de la habitación, mientras el de más edad dominaba fácilmente a su debilitada víctima y lo arrastraba fuera, a través de la otra puerta. Por unos segundos me quedé solo en el cuarto; me levanté súbitamente con la vaga idea de que tal vez pudiera obtener de algún modo una pista que indicara en qué casa me encontraba. Afortunadamente, sin embargo, no hice nada, pues cuando alcé la vista, descubrí que el hombre de más edad se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con los ojos clavados en mí.

—Esto es todo, señor Melas —me dijo—. Ya ve que le hemos otorgado nuestra confianza en un asunto de un carácter muy privado. No le hubiéramos molestado, pero un amigo nuestro que habla griego y que inició estas negociaciones se ha visto obligado a regresar a Oriente. Nos era del todo necesario encontrar a alguien que ocupara su lugar, y tuvimos la suerte de oír hablar de sus facultades.

Me incliné.

—Aquí hay cinco soberanos —me dijo, acercándose a mí—, que espero constituyan unos honorarios suficientes. Pero recuerde —añadió, dándome unos golpecitos en el pecho y dejando escapar su risita— que si habla con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!

No puedo expresar la repugnancia y horror que me inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Ahora podía verle mejor, pues la luz de la lámpara brillaba sobre él. Sus facciones eran blandas y amarillentas, y su barba, corta y puntiaguda, era más bien rala y mal cuidada. Al hablar, adelantaba el rostro, y sus labios y párpados se estremecían continuamente, como en el hombre que padece el mal de san Vito. No pude menos que pensar que su extraña y pegajosa risita era también un síntoma de alguna enfermedad nerviosa. Lo terrorífico de su cara radicaba sin embargo en sus ojos, de un gris acerado y que brillaban fríamente, con una maligna e inexplicable crueldad en lo más hondo de ellos.

—Si habla de esto, nosotros lo sabremos —dijo—. Poseemos medios propios de información. Ahora le espera el coche; mi amigo el señor Latimer cuidará de acompañarle.

Atravesé con rapidez el vestíbulo y subí de nuevo al vehículo, obteniendo otra vez aquella visión momentánea de unos árboles y un jardín. El señor Latimer, que me seguía pisándome los talones, ocupó el asiento opuesto al mío sin decir palabra. En silencio, cubrimos nuevamente una distancia interminable, con las ventanas cerradas, hasta que por fin, poco después de la medianoche, se detuvo el carruaje.

—Bajará aquí, señor Melas —dijo mi acompañante—. Siento dejarle tan lejos de su casa, pero no hay otra alternativa. Cualquier intento por su parte de seguir al coche, terminaría mal para usted.

Abrió la puerta mientras hablaba y, apenas tuve tiempo para apearme, cuando el cochero propinó un latigazo al caballo y el carruaje se alejó. Miré a mi alrededor lleno de asombro. Me encontraba en una especie de campo cubierto de brezos, moteado aquí y allá por oscuros matorrales de aulaga. A los lejos, se extendía una hilera de casas con alguna que otra luz en las ventanas superiores. Al otro lado vi las lámparas rojas de señalización de un ferrocarril.

El carruaje que me había conducido hasta allí ya se había perdido de vista. Seguí mirando a mi alrededor y preguntándome dónde podía estar, cuando vi que alguien se acercaba a mí en la oscuridad. Al cruzarse conmigo, observé que era un mozo de estación.

—¿Puede decirme qué lugar es éste? —pregunté.

—Wandsworth Common —me contestó.

—¿Puedo tomar un tren que me lleve a la ciudad?

—Si camina cosa de una milla, hasta Clapham Junction —me sugirió—, llegará justo a tiempo para tomar el último tren con destino a la estación Victoria.

Y éste fue el final de mi aventura, señor Holmes. No sé dónde estuve ni con quién hablé, ni nada más aparte de todo lo que le he contado. Pero sí sé que ocurre allí un feo asunto, y quiero auxiliar a aquel desdichado, si me es posible. A la mañana siguiente relaté toda la historia al señor Mycroft Holmes y posteriormente a la policía.

Seguimos todos sentados y en silencio durante un buen rato, después de escuchar tan extraordinaria narración. Finalmente, Sherlock miró a su hermano.

—¿Alguna medida? —le preguntó.

Mycroft tomó el Daily News que había sobre una mesa lateral.

—«Todo el que facilite alguna información sobre el paradero de un caballero griego llamado Paul Kratides, de Atenas —leyó—, que no habla inglés, será recompensado. Una recompensa similar se entregará a quien dé información sobre una señora griega cuyo nombre de pila es Sophy. X 2473.»

Esto apareció en todos los diarios. Ninguna respuesta.

—¿Y la legación griega?

—He preguntado. No saben nada.

—Un telegrama al jefe de la policía de Atenas, pues.

—Sherlock posee toda la energía de la familia —dijo Mycroft, volviéndose hacia mí—. Bien, ocúpate tú del caso, en todos sus aspectos, y hazme saber si consigues algún resultado.

—Desde luego —contestó mi amigo, abandonando su silla—. Te lo haré saber, y también al señor Melas. Entretanto, señor Melas, yo estaría muy alerta en su lugar, pues, como es lógico, a través de estos anuncios deben saber que usted los ha traicionado.

Al volver juntos a casa, Holmes se detuvo en una oficina de telégrafos y mandó varios telegramas.

—Ya ve, Watson, que no hemos perdido ni mucho menos la tarde —observó—. Algunos de mis casos más interesantes me han llegado, como éste, a través de Mycroft. El problema que acabamos de escuchar, aunque no pueda admitir más que una explicación, no deja de poseer algunas características distintivas.

—¿Tiene esperanzas de resolverlo?

—Pues bien, sabiendo todo lo que sabemos, sería muy raro que no acertáramos a descubrir el resto. Usted mismo debe de haberse formado alguna teoría que explique los hechos que hemos oído relatar.

—Con cierta vaguedad, sí.

—¿Cuál es su idea, pues?

—A mí me ha parecido evidente que esa joven griega había sido traída aquí por el joven inglés llamado Harold Latimer.

—¿Traída desde dónde?

—Desde Atenas, quizás.

Sherlock Holmes negó con la cabeza.

—Latimer no sabía ni una palabra de griego y Sophy hablaba bastante bien el inglés. De lo cual se deduce que ella había pasado algún tiempo en Inglaterra, pero que él no había estado en Grecia.

—Bien, pues entonces supondremos que ella vino a Inglaterra de visita y Latimer la persuadió para huir con él.

—Esto es más probable.

—Y entonces, el hermano, pues supongo que ésta debe ser la relación familiar, viene de Grecia para entrometerse. Imprudentemente, se pone en manos del joven y su asociado de más edad. Estos lo secuestran y emplean con él la violencia a fin de hacerle firmar unos documentos que les entregan la fortuna de la joven, de la que tal vez dispone en fideicomiso. Su hermano se niega a hacerlo. Para negociar con él, han de conseguir un intérprete, y eligen a ese señor Melas, tras haber utilizado antes algún otro. A la chica no se le dice nada de la llegada de su hermano y se entera gracias a un mero accidente.

—¡Excelente, Watson! —exclamó Holmes—. Pienso de veras que no anda usted lejos de la verdad. Ya ve que nosotros poseemos todas las cartas, y sólo hemos de temer algún repentino acto de violencia por parte de ellos. Si nos dan tiempo, podremos echarles el guante.

—¿Pero cómo podemos averiguar dónde se encuentra aquella casa?

—Si nuestra conjetura es correcta y el nombre de la joven es, o era, Sophy Kratides, no deberíamos tener dificultades para encontrarla. Esta ha de ser nuestra principal esperanza, ya que el hermano, desde luego, es totalmente forastero. Está claro que ha transcurrido algún tiempo desde que Harold inició sus relaciones con la muchacha, unas semanas como mínimo, ya que el hermano tuvo tiempo para enterarse desde Grecia y viajar hasta aquí. Si durante este tiempo han estado viviendo en el mismo lugar, es probable que el anuncio de Mycroft reciba alguna respuesta.

Mientras hablábamos, habíamos llegado a nuestra casa de Baker Street. Holmes subió el primero por la escalera y, al abrir la puerta de nuestra sala, lanzó una exclamación de sorpresa. Su hermano Mycroft fumaba sentado en la butaca.

—¡Adelante, Sherlock! ¡Entre caballero! —dijo amablemente, sonriendo al ver nuestras caras sorprendidas—. ¿Verdad que no esperabas tanta energía por mi parte, Sherlock? Pero, es que no sé por qué, este caso me atrae.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Os adelanté en un coche de punto.

—¿Se ha producido alguna novedad?

—He recibido una contestación a mi anuncio.

—¡Ah!

—Sí, llegó unos minutos después de que os marcharais.

—¿Y con qué contenido?

Mycroft Holmes sacó una hoja de papel.

—Aquí está —dijo—, escrita con una plumilla sobre papel folio color crema, por un hombre de mediana edad y débil constitución.

Dice: «Señor, como respuesta a su anuncio con fecha de hoy, paso a informarle que conozco muy bien a la joven señora en cuestión. Si no le es molestia venir a verme, podré darle algunos detalles sobre su penosa historia. Vive actualmente en Los Mirtos, Beckenham. Atentamente, J. Davenport.»

Mycroft Holmes prosiguió:

—Escribe desde Lower Brixton. ¿No crees que podríamos ir a verlo ahora, Sherlock, y enterarnos de estos detalles?

—Mi querido Mycroft, la vida del hermano es más valiosa que la historia de la hermana. Creo que deberíamos ir a buscar al inspector Gregson, de Scotland Yard, y trasladarnos directamente a Beckenham. Sabemos que a un hombre se le está llevando a la muerte, y cada hora puede resultar vital.

—Mejor será recoger al señor Melas por el camino —sugerí—. Tal vez necesitemos un intérprete.

—¡Excelente! —aprobó Sherlock Holmes—. Mande al botones que vaya a buscar un carruaje y en seguida nos pondremos en marcha. —Mientras hablaba abrió el cajón de la mesa y observé que se metía el revólver en el bolsillo—. Sí —dijo, como respuesta a mi mirada—, por lo que hemos oído, yo diría que nos las habemos con una banda particularmente peligrosa.

Casi oscurecía antes de que nos encontrásemos en Pall Mall, en las habitaciones de Melas. Un caballero acababa de visitarle y se había marchado.

—¿Puede decirme adónde? —inquirió Mycroft.

—No lo sé, señor —contestó la mujer que había abierto la puerta—. Sólo sé que se marchó en un coche con aquel caballero.

—¿Dio algún nombre el caballero?

—No, señor.

—¿Era un hombre joven, moreno, alto y apuesto?

—¡Oh no, señor! Era un señor bajito, con gafas, de cara flaca, pero muy agradable, pues mientras hablaba no paraba de reírse.

—¡Vamos! —gritó bruscamente Sherlock Holmes—. ¡Esto se pone serio! —observó mientras nos dirigíamos a Scotland Yard—. Esos hombres se han apoderado nuevamente de Melas. Es un hombre que carece de valor físico, como ellos saben bien después de la experiencia de la noche pasada. Aquel villano consiguió atemorizarlo apenas lo tuvo en su presencia. Sin duda, desean sus servicios profesionales, pero, al haberlo utilizado ya, pueden tener la idea de castigarlo por lo que ellos considerarán como una decidida traición por su parte.

Nuestra esperanza consistía en que tomando el tren pudiéramos llegar a Beckenham al mismo tiempo que el carruaje, o antes que él. Sin embargo, al llegar a Scotland Yard, pasó más de una hora antes de que pudiéramos disponer del inspector Gregson y cumplimentar las formalidades legales que habían de permitirnos entrar en la casa. Eran ya las diez menos cuarto antes de llegar al London Bridge, y las diez y media cuando los cuatro nos apeábamos en el andén de Beckenham. Un trayecto de media milla en coche nos llevó hasta Los Mirtos, un caserón grande y oscuro que se alzaba en terreno propio algo lejos de la carretera. Allí despedimos el coche y avanzamos juntos a la largo del camino de entrada.

—Todas las ventanas están a oscuras —observó el inspector—. La casa parece vacía.

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