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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (24 page)

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada pon el interior. Como es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera, y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «¡Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la mujer. Convencido de que había ocurrido alguna tragedia, el cochero se abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped, sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre.

Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la puerta, y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un medico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia.

Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa maza de madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes países en los que habla luchado, y la policía conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto. Nada más de importancia descubrió la policía en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un cerrajero de Aldershot.

Así estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policía. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.

Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oír nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del coronel era James.

Había algo en el caso que causó profunda impresión tanto a los sirvientes como a la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible obtener información alguna de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo ataque de fiebre cerebral.

Supe por la policía que la señorita Mornison, que, como recordará, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había causado el malhumor de su compañera al volver.

Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, habían de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me sorprendió, sino su acompañante.

—¿Su acompañante?

Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló cuidadosamente sobre su rodilla.

—¿Qué me dice de esto? —preguntó.

El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.

—Es un perro —dije.

—¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales bien claras de que esta criatura lo había hecho.

—¿Un mono, pues?

—Pero ésta no es la huella de un mono.

—¿De qué puede ser, pues?

—Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud... probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.

—¿Cómo lo deduce?

—Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.

—¿Qué era, entonces, este animal?

—Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.

—Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen?

—Esto también queda oscuro. Pero, como observará, sabemos que hubo un hombre en el camino, presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño, y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse.

—Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que ya estaba —observe.

—Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot.

—Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.

—Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y media, estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo, y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Y finalmente, al presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones.

Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media, y era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto.

Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la mayoría de palabras que pudieron oírse.

Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculada de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.

La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a condensarle.

—Prometí a mi amiga no decir nada al respecto, y una promesa es una promesa —dijo—. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la tarde.

Regresábamos de la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la palabra al hombre.

—Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry —le dijo con voz temblorosa.

—Y yo —contestó él.

Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy moreno y tremebundo, y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris, y tenía toda la cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita.

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