Las memorias de Sherlock Holmes (19 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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Me entregó este mismo papel que tengo aquí, Watson, y tal es el extraño catecismo al que cada Musgrave había de someterse al hacerse cargo de la propiedad. Voy a leerle las preguntas y respuestas tal como aparecen aquí:

—¿De quién era?

—Del que se ha marchado.

—¿Quién la tendrá?

—El que vendrá.

—¿Dónde estaba el sol?

—Sobre el roble.

—¿Dónde estaba la sombra?

—Bajo el olmo.

—¿Con qué pasos se media?

—Al norte por diez y por diez, al este por cinco y por cinco, al sur por dos y por dos, al oeste por uno y por uno, y por debajo.

—¿Qué daremos por ella?

—Todo lo que poseemos.

—¿Por qué deberíamos darlo?

—Para responder a la confianza.

—El original no lleva fecha, pero corresponde a mediados del siglo diecisiete —observó Musgrave—. Temo, sin embargo, que en poco puede ayudarte esto a resolver el misterio.

—Al menos nos ofrece otro misterio —repuse—, y un misterio que es incluso más interesante que el primero. Puede ser que la solución de uno resulte ser la solución del otro. Me excusarás, Musgrave, si digo que tu mayordomo me hace todo el efecto de haber sido un hombre muy inteligente y de haber tenido una percepción más aguda que diez generaciones de sus amos.

—No sigo tu razonamiento, Holmes —dijo Musgrave—. A mí, el papel me parece carente de toda importancia práctica.

—Pues a mí me parece inmensamente práctico, y creo que Brunton era de la misma opinión. Es probable que lo hubiera visto antes de aquella noche en que tú le sorprendiste.

—Es muy posible. Nunca hicimos nada para ocultarlo.

—Yo imagino que él deseaba simplemente refrescar su memoria por si fuera aquella su última ocasión. Según tengo entendido, utilizaba una especie de mapa o carta que estaba comparando con el manuscrito y que se metió en el bolsillo al aparecer tú, ¿no es así?

—Así es. Pero ¿qué podía tener esto que ver con esa antigua costumbre familiar nuestra, y qué significa toda esa jerigonza?

—No creo que vayamos a tener gran dificultad para determinar esto — respondí—. Con tu permiso, tomaremos el primer tren para Sussex y profundizaremos un poco más en el asunto en el lugar que le corresponde.

Aquella misma tarde nos plantamos los dos en Hurlstone. Posiblemente, usted habrá visto fotografías y leído descripciones de este famoso y antiguo edificio, de manera que limitaré mi descripción del mismo a decir que fue construido en forma de L, cuyo brazo largo es la parte más moderna y el más corto corresponde al viejo núcleo a partir del cual se amplió la otra. Sobre la puerta, baja y de recios paneles, en el centro de esta zona antigua, se cinceló la fecha 1607, pero los expertos coinciden en afirmar que las vigas y la obra de piedra son en realidad mucho más antiguas.

El enorme grosor de los muros y las ventanas diminutas de esta parte movieron a la familia, en el siglo pasado, a edificar la nueva ala, y la vieja se utilizaba ahora como almacén y bodega, ello cuando se la utilizaba. Un parque espléndido, con árboles antiguos y magníficos, y el lago al que mi cliente se había referido, se encontraban muy cerca de las avenidas, a unas doscientas yardas del edificio.

Yo ya estaba firmemente convencido, Watson, de que no había allí tres misterios separados, sino uno solo, y que si conseguía descifrar el Ritual de los Musgrave, tendría en mi mano la clave que me permitiría averiguar la verdad, tanto a lo que se refería al mayordomo Brunton como a la camarera Howells. A ello, por tanto, dediqué todas mis energías. ¿Por qué este criado había de sentir tanto afán por desentrañar aquella vieja fórmula? Evidentemente, porque vio algo en ella que había escapado a todas aquellas generaciones de hidalgos rurales, y de ese algo esperaba obtener alguna ventaja personal. ¿Qué era, pues, y como había afectado a su sino?

Fue perfectamente obvio para mi, al leer el Ritual de los Musgrave, que las medidas habían de referirse sin duda a algún punto al que aludía el resto del documento, y que si podíamos encontrar ese punto estaríamos en buen camino para saber cuál era aquel secreto que los antiguos Musgrave habían juzgado necesario enmascarar de un modo tan curioso y peculiar. Para comenzar se nos daban dos guías: un roble y un olmo. En cuanto al roble, no podía haber la menor duda. Directamente ante la casa, a la izquierda del camino que llevaba a la misma, se alzaba un patriarca entre los robles, uno de los árboles más magníficos que yo haya visto jamás.

—¿Ya estaba aquí cuando se redactó vuestro Ritual? —pregunté al pasar delante de él.

—Según todas las probabilidades, ya lo estaba cuando se produjo la conquista normanda —me respondió—. Tiene una circunferencia de veintitrés pies.

Así quedaba asegurado uno de mis puntos de partida.

—¿Tenéis algún olmo viejo? —inquirí.

—Antes había uno muy viejo, pero hace diez años cayó sobre él un rayo y sólo quedó el tocón.

—¿Puedes enseñarme dónde estaba?

—Ya lo creo.

—¿Y no hay más olmos?

—Viejos no, pero abundan las hayas.

—Me gustaría ver dónde crecía.

Habíamos llegado en un
dog-cart
, y mi cliente me condujo en seguida, sin entrar en la casa, a una cicatriz en la hierba que marcaba donde se había alzado el olmo. Estaba casi a mitad de camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía progresar.

—¿Supongo que es imposible averiguar qué altura tenía el olmo? —quise saber.

—Puedo decírtelo en seguida. Medía sesenta y cuatro pies.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté sorprendido.

—Cuando mi viejo profesor me planteaba un problema de trigonometría, siempre consistía en una medición de alturas. Cuando era un mozalbete calculé las de todos los árboles y edificios de la propiedad.

Había sido un inesperado golpe de suerte y mis datos acudían a mí con mayor rapidez de la que yo hubiera podido esperar razonablemente.

—Dime —inquirí—, ¿acaso tu mayordomo te hizo alguna vez esta misma pregunta?

Reginald Musgrave me miró estupefacto.

—Ahora que me lo recuerdas —contestó—, Brunton me preguntó la altura del árbol hace unos meses, debido a una cierta discusión que había tenido con el caballerizo.

Ésta era una excelente noticia, Watson, pues indicaba que me encontraba en el buen camino. Miré el sol. Estaba bajo en el cielo, y calculé que en menos de una hora se situaría exactamente sobre las ramas más altas del viejo roble, y se cumpliría entonces una condición mencionada en el Ritual. Y la sombra del olmo había de referirse al extremo distante de la sombra, pues de lo contrario se habría elegido como guía el tronco. Por consiguiente, había de averiguar dónde se encontraba el extremo distante de la sombra cuando el sol estuviera exactamente fuera del árbol.

—Esto debió de ser difícil, Holmes, dado que el olmo ya no estaba allí.

—Pero al menos sabía que, si Brunton pudo hacerlo, yo también podría. Además, de hecho no había dificultad. Fui con Musgrave a su estudio y me confeccioné esta clavija, a la que até este largo cordel, con un nudo en cada yarda. Cogí después dos tramos de caña de pescar, que representaban exactamente seis pies, y volví con mi cliente allí donde había estado el olmo. El sol rozaba ya la copa del roble. Aseguré la caña de pescar en el suelo, marqué la dirección de la sombra y la medí. Su longitud era de nueve pies.

Desde luego, el cálculo era ahora de lo más sencillo. Si una caña de seis pies proyectaba una sombra de nueve, un árbol de sesenta y cuatro pies proyectaría una de noventa y seis, y ambas tendrían la misma dirección. Medí la distancia, lo que me llevó casi hasta la pared de la casa, y fijé una clavija en aquel punto.

Puede imaginar mi satisfacción, Watson, cuando a un par de pulgadas de mi clavija observé una depresión cónica en el suelo. Supe que ésta era la marca hecha por Brunton en sus mediciones, y que yo me encontraba todavía sobre su pista.

Desde este punto de partida procedí a dar mis pasos, después de haber verificado primero los puntos cardinales con mi brújula de bolsillo. Diez pasos con cada pie me situaron paralelamente a la pared de la casa, y de nuevo marqué la posición con una clavija. Di después, cuidadosamente, cinco pasos al este y dos al sur, lo que me llevó hasta el mismísimo umbral de la vieja puerta. Dos pasos en dirección oeste significaban ahora dos pasos por el pasadizo enlosado, y éste era el lugar indicado por el Ritual.

Jamás he sentido una sensación tan helada de desilusión, Watson. Por unos momentos me pareció que debía de haber algún error radical en mis cálculos. El sol poniente daba de lleno en el suelo del pasillo y pude observar que las viejas losas que lo pavimentaban, desgastadas por las pisadas, estaban firmemente unidas entre si y que, desde luego, no se habían movido durante años. Brunton no había trabajado allí. Golpeé el suelo, pero el sonido era igual en todas partes y no había señal de grietas o rendijas. Pero por suerte Musgrave, que había empezado a valorar el significado de mis procedimientos, y que ahora se mostraba tan excitado como yo mismo, sacó su manuscrito para verificar mis cálculos.

—¡Y por debajo! —gritó—. ¡Has omitido el «y por debajo»!

Yo había pensado que esto significaba que tendríamos que excavar, pero ahora vi en seguida que, evidentemente, estaba equivocado.

—¿O sea que debajo de aquí hay un sótano? —grité.

—Sí, y tan viejo como la casa. Aquí debajo, atravesando la puerta.

Bajamos por una escalera de caracol tallada en la piedra, y mi compañero encendió una cerilla y con ella una gran linterna que había sobre un barril, en el rincón. Al instante fue obvio que por fin habíamos dado con el verdadero lugar, y que no éramos los únicos en visitar aquel sitio.

Había sido utilizado como almacén de leña, pero los zoquetes de madera, que evidentemente habían estado esparcidos en el suelo, estaban ahora apilados a los lados, a fin de dejar expedito el espacio central. Había en este espacio una losa grande y pesada, con una oxidada anilla de hierro en medio, a la que había sido atada una gruesa bufanda a cuadros, como las usadas por los pastores.

—¡Por Júpiter! —gritó mi cliente—. ¡Ésta es la bufanda de Brunton! Se la he visto puesta y podría jurarlo. ¿Qué ha estado haciendo aquí este villano?

Sugerí que se llamara a un par de policías del condado para que estuvieran presentes, y a continuación intenté alzar la piedra tirando de la bufanda. Lo único que logré fue moverla ligeramente y sólo con la ayuda de uno de los agentes conseguí por fin correrla a un lado. Un negro agujero bostezaba bajo ella, y atisbamos su interior mientras Musgrave, arrodillado al lado, hacía bajar la linterna.

Ante nosotros se abría una pequeña cámara de siete pies de profundidad y cuatro de anchura. A un lado había un arca de madera, más bien baja y con refuerzos de metal, cuya tapa estaba alzada y de cuya cerradura sobresalía esta llave tan curiosa y antigua.

Dentro estaba cubierto por una espesa capa de polvo, y la humedad y la carcoma habían raído la madera hasta el punto de que en su interior crecían colonias de hongos de color lívido. Varios discos de metal, aparentemente monedas antiguas, como la que tengo aquí, estaban esparcidas en el fondo del arca, pero ésta no contenía nada más.

En aquellos momentos, sin embargo, no prestamos atención al viejo arcón, pues nuestros ojos estaban clavados en algo que se agazapaba junto a él. Era la figura de un hombre, vestido de negro, en cuclillas, con la frente apoyada en el borde del arca y con los brazos abiertos para abarcar todo el ancho de ella. Esta postura había agolpado toda la sangre estancándola en su cara, y nadie hubiera reconocido aquella fisonomía deformada y color de hígado, pero su altura, su traje y sus cabellos bastaron para demostrar a mi cliente, una vez hubimos subido el cadáver, que se trataba indudablemente de su mayordomo desaparecido. Llevaba muerto varios días, pero en su persona no se apreciaban heridas ni magulladuras que explicaran cómo había encontrado tan espantoso final. Una vez retirado su cuerpo del sótano, nos encontrábamos todavía con un problema que era casi tan formidable como aquél con el que habíamos comenzado.

Confieso que hasta el momento, Watson, me sentía decepcionado en mi investigación. Yo había contado con solucionar el asunto apenas encontrara el lugar al que hacía referencia el Ritual, pero ahora me encontraba allí y, al parecer, tan lejos como siempre de saber qué era aquello que la familia había ocultado con tan elaboradas precauciones. Cierto que había hecho luz respecto al sino de Brunton, pero ahora tenía que averiguar cómo se había abatido aquel sino sobre él, y qué papel desempeñó en la cuestión la mujer que había desaparecido. Me senté en un barrilete que había en un rincón y medité cuidadosamente todo lo sucedido.

Usted ya conoce mis métodos en tales casos, Watson; me pongo en el lugar del sujeto y, después de calibrar ante todo su inteligencia, trato de imaginar cómo habría procedido yo en las mismas circunstancias. En este caso, la cuestión se simplifica por el hecho de poseer Brunton una inteligencia de primera fila, de modo que era innecesario proceder a una bonificación para conseguir la ecuación personal, como dicen los astrónomos. El sabia que se había ocultado algo valioso. Localizó el sitio. Descubrió que la piedra que lo cubría era demasiado pesada para que un hombre pudiera moverla sin ayuda. ¿Qué iba a hacer a continuación? No podía obtener ayuda del exterior, aun en el caso de contar con alguien en quien pudiera confiar, sin desatrancar puertas y correr un riesgo muy alto de ser descubierto. Era mejor, si existía la posibilidad, disponer de un ayudante dentro de la casa. Pero ¿a quién podía pedírselo? Aquella chica le había amado sinceramente. A un hombre siempre le resulta difícil admitir que finalmente haya perdido el amor de una mujer por muy mal que él la haya tratado. Mediante unas pocas atenciones intentaría hacer las paces con la joven Howells, y acto seguido la enrolaría como cómplice. Irían juntos una noche al sótano y sus fuerzas unidas bastarían para levantar la piedra. Hasta el momento, yo podía seguir sus acciones como si en realidad hubiera asistido a ellas.

Sin embargo, para dos personas, y una de ellas mujer, levantar la piedra representaba un duro esfuerzo. Un robusto policía de Sussex y yo no lo habíamos considerado ni mucho menos una tarea ligera.

¿Qué podían hacer que les sirviera de ayuda? Probablemente, lo que yo mismo hubiera hecho. Me levanté y examiné atentamente los diferentes trozos de madera esparcidos por el suelo. Casi en seguida, encontré lo que esperaba. Un trozo de unos tres pies de longitud tenía bien marcada una muesca en un extremo, en tanto que otros varios estaban esparcidos en los lados como si los hubiese comprimido algún peso considerable. Era evidente que, al levantar la piedra, habían introducido cuñas de madera en la grieta formada hasta que al final, cuando la abertura ya era lo bastante grande como para pasar por ella, la mantuviera expedita mediante un tronco colocado en sentido longitudinal y que muy bien pudo quedar marcado por una muesca en el extremo inferior, dado que todo el peso de la piedra había de presionarlo contra el borde de esa otra losa. Hasta el momento, yo seguía pisando terreno firme.

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