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Authors: Arthur Conan Doyle

Las memorias de Sherlock Holmes (21 page)

BOOK: Las memorias de Sherlock Holmes
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—¿Y qué hacía allí ese William? ¿Dijo algo antes de morir?

—Ni una palabra. Vivía en la casa del guarda con su madre, y puesto que era un muchacho muy fiel, suponemos que fue a la casa con la intención de comprobar que no hubiera novedad en ella. Desde luego, el asunto de Acton había puesto a todos en guardia. El ladrón debía de haber acabado de abrir la puerta, cuya cerradura forzó, cuando William lo sorprendió.

—¿Dijo William algo a su madre antes de salir?

—Es muy vieja y está muy sorda. De ella no podremos conseguir ninguna información. La impresión la ha dejado como atontada, pero tengo entendido que nunca tuvo una mente muy despejada. Sin embargo, hay una circunstancia muy importante. ¡Fíjense en esto!

Extrajo un pequeño fragmento de papel de una libreta de notas y lo alisó sobre su rodilla.

—Esto lo hallamos entre el pulgar y el índice del muerto. Parece ser un fragmento arrancado de una hoja más grande. Observarán que la hora mencionada en él es precisamente la misma en la que el pobre hombre encontró la muerte. Observen que su asesino pudo haberle quitado el resto de la hoja o que él pudo haberle arrebatado este fragmento al asesino. Tiene todo el aspecto de haber sido una cita.

Holmes tomó el trozo de papel, un facsímil del cual se incluye aquí.

—Y suponiendo que se trate de una cita —continuo el inspector—, es, desde luego, una teoría concebible la de que ese William Kirwan, aunque tuviera la reputación de ser un hombre honrado, pudiera haber estado asociado con el ladrón. Pudo haberse encontrado con él aquí, incluso haberlo ayudado a forzar la puerta, y cabe que entonces se iniciara una pelea entre los dos.

—Este escrito presenta un interés extraordinario —dijo Holmes, que lo había estado examinando con una intensa concentración—. Se trata de aguas más profundas de lo que yo me había figurado.

Y ocultó la cabeza entre las manos, mientras el inspector sonreía al ver el efecto que su caso había tenido en el famoso especialista londinense.

—Su última observación —dijo Holmes al cabo de un rato— acerca de la posibilidad de que existiera un entendimiento entre el ladrón y el criado, y de que esto fuera una cita escrita por uno al otro, es una suposición ingeniosa y no del todo imposible. Pero este escrito abre...

De nuevo hundió la cara entre las manos y por unos minutos permaneció sumido en los más profundos pensamientos. Cuando alzó el rostro, quedé sorprendido al ver que el color teñía sus mejillas y que sus ojos brillaban tanto como antes de caer enfermo. Se levantó de un brinco con toda su anterior energía.

—¡Voy a decirle una cosa! —anunció—. Me gustaría echar un breve y discreto vistazo a los detalles de este caso. Hay algo en él que me fascina poderosamente. Si me lo permite, coronel, dejaré a mi amigo Watson con usted y yo daré una vuelta con el inspector para comprobar la veracidad de un par de pequeñas fantasías mías. Volveré a estar con ustedes dentro de media hora.

Pasó una hora y media antes de que el inspector regresara y solo.

—El señor Holmes recorre de un lado a otro el campo —explicó—. Quiere que los cuatro vayamos juntos a la casa.

—¿A la del señor Cunningham?

—Sí, señor.

—¿Con qué objeto?

El inspector se encogió de hombros.

—No lo sé exactamente, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes todavía no se ha repuesto totalmente de su dolencia. Se ha comportado de un modo muy extraño y está muy excitado.

—No creo que esto sea motivo de alarma —dije—. Generalmente, he podido constatar que hay método en su excentricidad.

—Otros dirían que hay excentricidad en su método —murmuró el inspector—. Pero arde en deseos de comenzar, coronel, por lo que considero conveniente salir, si están ustedes dispuestos.

Encontramos a Holmes recorriendo el campo de un extremo a otro, hundida la barbilla en el pecho y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón.

—Aumenta el interés del asunto —dijo—. Watson, su excursión al campo ha sido un éxito evidente. He pasado una mañana encantadora.

—¿Debo entender que ha visitado el escenario del crimen? —preguntó el coronel.

—Sí, el inspector y yo hemos efectuado un pequeño reconocimiento.

—¿Con éxito?

—Hemos visto algunas cosas muy interesantes. Le contaré lo que hemos hecho mientras caminamos. En primer lugar, hemos visto el cadáver de aquel desdichado. Desde luego, murió herido por una bala de revólver, tal como se ha informado.

—¿Acaso dudaba de ello?

—Es que siempre conviene someterlo todo a prueba. Nuestra inspección no ha sido tiempo perdido. Hemos celebrado después una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que nos han podido enseñar el lugar exacto en el que el asesino franqueó el seto de jardín en su huida. Esto ha revestido el mayor interés.

—Naturalmente.

—Después hemos visto a la madre del pobre hombre. Sin embargo, no hemos obtenido ninguna información de ella, ya que es una mujer muy vieja y débil.

—¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones?

—La convicción de que el crimen ha sido muy peculiar. Es posible que nuestra visita de ahora contribuya a disipar parte de su oscuridad. Pienso que ahora estamos de acuerdo, inspector, en que el fragmento de papel en la mano del difunto, por el hecho de llevar escrita la hora exacta de su muerte, tiene una extrema importancia.

—Debería constituir una pista, señor Holmes.

—Es que constituye una pista. Quienquiera que escribiese esa nota fue el hombre que sacó a William Kirwan de su cama a esa hora. Pero ¿dónde está el resto del papel?

—Examiné el suelo minuciosamente, con la esperanza de encontrarlo —dijo el inspector.

—Fue arrancado de la mano del difunto. ¿Por qué alguien ansiaba tanto apoderarse de él? Porque le incriminaba. ¿Y qué hizo con él? Con toda probabilidad, metérselo en el bolsillo, sin advertir que una esquina del mismo había quedado entre los dedos del muerto. Si pudiéramos conseguir el resto de esta cuartilla, no cabe duda de que avanzaríamos muchísimo en la solución del misterio.

—Sí, pero ¿cómo llegar al bolsillo del criminal antes de capturarlo?

—Bien, éste es un punto que merece reflexión, pero hay otro que resulta evidente. La nota le fue enviada a William. El hombre que la escribió no pudo haberla llevado, pues en este caso, como es natural, hubiera dado oralmente su mensaje. ¿Quién llevó la nota, pues? ¿O acaso llegó por correo?

—He hecho indagaciones —dijo el inspector—. Ayer, William recibió una carta en el correo de la tarde. El sobre fue destruido por él.

—¡Excelente! —exclamó Holmes que dio una palmada en la espalda del inspector—. Usted ha hablado con el cartero. Es un placer trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si quiere subir conmigo, coronel, le enseñaré el escenario del crimen.

Pasamos ante el lindo cottage en el que había vivido el hombre asesinado y caminamos a lo largo de una avenida flanqueada por olmos hasta llegar a la antigua y bonita mansión estilo reina Ana, que ostenta el nombre de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos guiaron a su alrededor hasta que llegamos a la verja lateral, separada por una zona ajardinada del seto que flanquea la carretera. Había un policía junto a la puerta de la cocina.

—Abra la puerta, agente —dijo Holmes—. Pues bien, en esta escalera se encontraba el joven señor Cunningham y vio forcejear a los dos hombres precisamente donde ahora nos encontramos nosotros. El señor Cunningham padre estaba junto a aquella ventana, la segunda a la izquierda, y vio al hombre escapar por la parte izquierda de aquellos matorrales. También le vio el hijo. Ambos están seguros de ello a causa del matorral. Entonces, el joven señor Cunningham bajó corriendo y se arrodilló al lado del herido. Sepa que el suelo es muy duro y no hay marcas que puedan guiarnos.

Mientras hablaba, se acercaban dos hombres por el sendero del jardín, después de doblar la esquina de la casa. Uno era un hombre de edad provecta, con un rostro enérgico y marcado por acusadas arrugas, y ojos somnolientos, y el otro era un joven bien plantado, cuya expresión radiante y sonriente, y su chillona indumentaria ofrecían un extraño contraste con el asunto que nos había llevado allí.

—¿Todavía buscando? —le dijo a Holmes el más joven. Yo creía que ustedes, los londinenses, no fallaban nunca. No me parece que sean de lo más rápido después de todo.

—Hombre, es que necesitamos algún tiempo —repuso Holmes con buen humor.

—Van a necesitarlo —aseguró el joven Alec Cunningham—. Por ahora, no veo que tengan una sola pista.

—Sólo hay una —respondió el inspector. Pensamos que sólo con poder encontrar... ¡Cielo santo! ¿Qué le ocurre, señor Holmes?

De repente, la cara de mi pobre amigo había asumido una expresión de lo más alarmante. Con los ojos vueltos hacia arriba, contraídas dolorosamente las facciones y reprimiendo un sordo gruñido, se desplomó de bruces. Horrorizados por lo inesperado y grave del ataque, lo trasladamos a la cocina y lo acomodamos en un sillón, donde pudo respirar trabajosamente durante unos minutos. Finalmente, excusándose avergonzado por su momento de debilidad, volvió a levantarse.

—Watson les dirá que todavía me estoy restableciendo de una seria enfermedad —explicó—. Tiendo a padecer estos súbitos ataques de nervios.

—¿Quiere que le envíe a casa en mi coche? —preguntó el mayor de los Cunningham.

—Es que, puesto que estoy aquí, hay un punto del que me agradaría asegurarme. Podemos verificarlo con gran facilidad.

—~De qué se trata?

—Pues bien, a mí me parece posible que la llegada de aquel pobre William no se produjera antes, sino después de la entrada del ladrón en la casa. Ustedes parecen dar por sentado que, a pesar de que la puerta fue forzada, el amigo de lo ajeno nunca llegó a entrar.

—A mí me parece de lo más obvio —manifestó el señor Cunningham muy serio—. Tenga en cuenta que mi hijo Alec todavía no se había acostado, y que sin duda hubiera oído a alguien que se moviera por allí.

—¿Dónde estaba sentado?

—En mi cuarto vestidor, fumando.

—~Cuál es su ventana?

—La última de la izquierda, junto a la de mi padre.

—¿Tanto su lámpara como la de él estarían encendidas, verdad?

—Indudablemente.

—Hay aquí algunos detalles muy singulares —comentó Holmes, sonriendo—. ¿No resulta extraordinario que un ladrón, y un ladrón que ha tenido cierta experiencia previa, irrumpa deliberadamente en una casa, a una hora en que, a juzgar por las luces, pudo ver que dos miembros de la familia todavía estaban levantados?

—Debía ser un sujeto de mucha sangre fría.

—Como es natural, si el caso no fuera peliagudo no nos habríamos sentido obligados a pedirle a usted una explicación —dijo el joven Alec—. Pero en cuanto a su idea de que el hombre ya había robado en la casa antes de que William le acometiera, creo que no puede ser más absurda. ¿Acaso no habríamos encontrado la casa desordenada y echado de menos las cosas que hubiera robado?

—Depende de lo que fueran estas cosas —repuso Holmes—. Deben recordar que nos las estamos viendo con un ladrón que es un individuo muy peculiar, y que parece trabajar siguiendo unas directrices propias. Véase, por ejemplo, el extraño lote de cosas que sustrajo en casa de los Acton... ¿Qué eran? Un ovillo de cordel, un pisapapeles y no sé cuántos trastos más...

—Bien, estamos en sus manos, señor Holmes —dijo Cunningham padre—. Tenga la seguridad de que se hará cualquier cosa que usted o el inspector puedan sugerir.

—En primer lugar —repuso Holmes—, me agradaría que usted ofreciera una recompensa, pero suya personal, puesto que las autoridades oficiales tal vez requieran algún tiempo antes de ponerse de acuerdo respecto a la suma, y estas cosas conviene hacerlas con mucha rapidez. Yo ya he redactado un documento aquí y espero que no le importe firmarlo. Pensé que cincuenta libras serían más que suficientes.

—De buena gana daría quinientas —aseguró el juez de paz, tomando la cuartilla y el lápiz que Holmes le ofrecía—. Sin embargo, esto no es exacto —añadió al examinar el documento.

—Lo he escrito precipitadamente.

—Como ve, comienza así: «Considerando que alrededor de la una menos cuarto de la madrugada del martes se hizo un intento...», etcétera. En realidad, ocurrió a las doce menos cuarto.

Me apenó este error, pues yo sabía lo mucho que se resentía Holmes de cualquier resbalón de esta clase. Era su especialidad ser exacto en todos los detalles, pero su reciente dolencia le había afectado profundamente y este pequeño incidente bastó para indicarme que aún distaba mucho de ser él otra vez. Por unos momentos, se mostró visiblemente avergonzado, mientras el inspector enarcaba las cejas y Alec Cunningham dejaba escapar una carcajada. Sin embargo, el anciano caballero corrigió la equivocación y devolvió el papel a Holmes.

—Délo a la imprenta lo antes posible —pidió—. Creo que su idea es excelente.

Holmes guardó cuidadosamente la cuartilla en su libreta de notas.

—Y ahora —dijo—, seria de veras conveniente que fuéramos todos juntos a la casa y nos aseguráramos de que ese ladrón un tanto excéntrico no se llevó, después de todo, nada consigo.

Antes de entrar, Holmes procedió a efectuar un examen de la puerta que había sido forzada. Era evidente la introducción de un escoplo o de un cuchillo de hoja gruesa que forzó la cerradura, pues pudimos ver en la madera las señales del lugar en que actuó.

—¿No utilizan barras para atrancar la puerta? —preguntó.

—Nunca lo hemos considerado necesario.

—¿No tienen un perro?

—Sí, pero está encadenado al otro lado de la casa.

—¿A qué hora se acuestan los sirvientes?

—Alrededor de las diez.

—Tengo entendido que, a esa hora, William solía encontrarse también en la cama.

—Sí.

—Es curioso que precisamente esta noche hubiera estado levantado. Y ahora, señor Cunningham, le ruego tenga la amabilidad de enseñarnos la casa.

Un pasillo enlosado, a partir del cual se ramificaban las cocinas, y una escalera de madera conducían directamente al primer piso de la casa, con un rellano opuesto a una segunda escalera, más ornamental, que desde el vestíbulo principal ascendía a las plantas superiores. Daban a ese rellano el salón y varios dormitorios inclusive los del señor Cunningham y su hijo. Holmes caminaba despacio, tomando buena nota de la arquitectura de la casa. Yo sabía, por su expresión, que seguía una pista fresca y, sin embargo, no podía ni imaginar en qué dirección le conducían sus inferencias.

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