Las maravillas del 2000 (6 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: Las maravillas del 2000
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—Y, sin embargo, hoy, apenas me desperté, el periódico me comunicó una noticia que estaría desmintiendo lo que ha dicho hasta ahora, mi querido sobrino —dijo Toby.

—¡Ah, sí! La destrucción de Cádiz llevada a cabo por los anarquistas. ¡Una pequeñez! A esta hora esos agitadores habrán sido completamente destruidos por los bomberos de Málaga y de Alicante.

—¿Por los bomberos?

—Hoy no tenemos otras tropas que ésas, y les aseguro que saben mantener el orden en todas las ciudades y aplacar cualquier tumulto. Ponen en línea algunas bombas de agua y arrojan sobre los sediciosos torrentes de agua electrizada al máximo grado. Cada gota fulmina, y el asunto termina pronto.

—Un medio un poco brutal, señor Holker, e incluso inhumano.

—Si no se hiciese eso las naciones se verían obligadas a mantener tropas para conservar el orden. Y además, somos demasiados en este mundo y si no encontramos los medios para invadir algún planeta no sé cómo se las arreglarán nuestros bisnietos dentro de otros cien años, a menos que vuelvan, como nuestros antepasados, a la antropofagia. La producción de la tierra y los mares no bastaría para alimentar a todos, y éste es el problema más grave que inquieta y preocupa a los científicos. ¡Ah! ¡Si se pudiese llegar a Marte, que en cambio tiene una población tan escasa y tantas tierras todavía sin cultivar!

—¿Y cómo lo saben ustedes? —preguntó Toby, haciendo un gesto de estupor.

—Por los mismos marcianos —respondió Holker.

—¡Por los habitantes de ese planeta! —exclamó Brandok.

—¡Ah, me había olvidado que hace cien años todavía no se había encontrado un medio para entrar en contacto con esos buenos marcianos!

—¿Está bromeando?

—Se lo digo en serio, mi querido señor Brandok.

—¿Ustedes se comunican con ellos?

—Tengo incluso un queridísimo amigo allá arriba que a menudo me envía noticias suyas.

—¿Cómo hicieron para comunicarse con los marcianos?

—Se los diré más tarde, cuando hayan visitado la estación eléctrica de Brooklyn. ¡Eh! Hace ya cuarenta años que mantenemos contactos con los marcianos.

—¡Pero es increíble! —exclamó el doctor Toby—. ¡Qué maravillosos descubrimientos han hecho en estos cien años!

—Muchos que los dejarán estupefactos, tío. Apenas estén completamente repuestos les propondré dar una vuelta al mundo. En siete días estaremos nuevamente en casa.

—¡La vuelta al mundo en una semana!...

—Es natural que esto los asombre. Si no me engaño, hace cien años se empleaban cuarenta y cinco o cincuenta días.

—Y nos parecía que habíamos alcanzado la máxima velocidad.

—Eran tortugas —dijo Holker, riendo—. Después nos daremos una vuelta por el Polo Norte para visitar la colonia.

—¿También se va al Polo ahora?

—¡Bah!... es un simple paseo.

—¿Encontraron el medio de destruir los hielos que lo circundan?...

—Nada de eso; por el contrario, creo que los casquetes de hielo que rodean los dos confines de la Tierra se han vuelto más enormes de lo que eran hace cien años; pero no obstante hemos encontrado el medio para ir a visitarlos y también poblarlos. Hemos desterrado allí...

Un silbido agudo que escapó de un agujero abierto sobre la repisa que se encontraba en un rincón de la habitación le interrumpió la frase.

—Ah, es mi correspondencia que llega —dijo Holker levantándose.

—¡Otra maravilla! —exclamaron Toby y Brandok levantándose también.

—Algo simplísimo —respondió Holker—. Miren, amigos míos.

Oprimió un botón que había debajo de un cuadro que representaba una batalla naval. El cuadro desapareció, elevándose entre dos ranuras y dejando un vacío de un metro y medio cuadrado. Dentro había un cilindro de metal cubierto de números negros, de un largo de sesenta o setenta centímetros y con una circunferencia de treinta o cuarenta.

—Mi número de abono postal es el mil novecientos ochenta y siete —dijo Holker—. Aquí está; en un pequeño compartimiento fueron colocadas mis cartas.

Puso un dedo sobre el número, abrió una puertecita y extrajo su correspondencia; después hizo bajar el cuadro y oprimió otro botón.

—Ya está, el cilindro volvió a partir—dijo—. Va a distribuir la correspondencia a los otros inquilinos de la casa.

—¿Cómo llegó aquí ese cilindro? —preguntó Brandok.

—Por medio de un tubo que está en comunicación con la oficina postal más cercana y remolcado por una pequeña máquina eléctrica.

—¿Y cómo se detiene?

—Detrás del cuadro hay un instrumento destinado a interrumpir la corriente eléctrica. Apenas el cilindro pasa encima de él, se detiene y no vuelve a partir si antes yo no reactivo la corriente oprimiendo ese botón.

—¿Hay un cilindro para cada casa?

—Sí, señor Brandok; debo advertirle que las casas modernas tienen veinte o veinticinco pisos y que contienen de cincuenta a mil familias.

—La población de uno de nuestros antiguos suburbios —dijo el doctor—. ¿No hay entonces casas más pequeñas?

—La tierra es demasiado preciosa hoy día y ese lujo ha sido desterrado. No puede quitársele ningún espacio a la agricultura. Pero comienza a oscurecer; es hora de iluminar mi salón. Hace cien años, ¿qué se encendía por la noche?

—Gas, petróleo, luz eléctrica —dijo Brandok.

—Pobre gente —dijo Holker—. ¡Qué cara debía ser entonces la iluminación!

—Por cierto, señor Holker —dijo Brandok—. ¿Y ahora, en cambio?

—Tenemos casi gratis la luz y el calor.

Del techo colgaba un tubo de hierro que terminaba en una esfera compuesta de un metal azul.

El señor Holker la abrió haciéndola correr sobre el tubo y rápidamente una luz brillante, similar a la que emitían en un tiempo las lámparas eléctricas, se encendió, inundando el salón.

Lo que la producía era una pelotita apenas visible que se encontraba fijada bajo la esfera, y la luz que emitía expandía un calor muy superior al del gas.

—¿Qué es? —preguntaron al mismo tiempo Brandok y Toby, cuyo asombro ya no tenía límites.

—Un simple pedacito de radium —respondió Holker.

¡El radium! —exclamaron los dos resucitados.

—¿Se conocía hace cien años?

—Ya lo habían descubierto —respondió Toby—. Pero todavía no se usaba a causa de su elevadísimo costo. Un gramo no costaba menos de tres o cuatro mil liras y además todavía no se había podido encontrar el modo de aplicarlo, como ustedes han hecho ahora. Pero todos le pronosticaban un gran porvenir.

—Lo que no han podido hacer los químicos del 1900 lo han hecho los del 2000 —dijo Holker—. Ese pedacito no vale más que un dólar y arde siempre, sin consumirse nunca. Es el fuego eterno.

—¡Metal maravilloso!...

—Sí, maravilloso, porque además de darnos luz también nos da calor. Le ha quitado el trono al carbón fósil, a la luz eléctrica, al gas, al petróleo, a las estufas y a las chimeneas.

—¿Entonces también las calles están iluminadas con lámparas a radium? —preguntó Toby.

—Y también las fábricas, los talleres, etcétera.

—¿Y ya no se trabaja en las minas de carbón?

—¿Para qué serviría el carbón? Además las minas comenzaban a agotarse.

—¿Quién les da ahora la fuerza necesaria para mover las máquinas de las fábricas?

—La electricidad es transportada hoy a distancias enormes. Nuestras cataratas del Niágara, por ejemplo, hacen trabajar las máquinas que se encuentran a mil millas de distancia. Si quisiéramos, podríamos dar algo de esa fuerza incluso a Europa, mandándola a través del Atlántico. Pero también allí han construido cataratas en sus ríos y no necesitan de nosotros.

—Amigo James —dijo Toby—, ¿te arrepientes de haber dormido cien años para poder ver las maravillas del 2000?

—¡Oh no! —exclamó vivamente el joven.

—¿Pensabas que volverías a ver el mundo con tantos progresos?

—No me esperaba tanto.

—¿Y tu spleen?

—No lo siento, todavía... ¿Tú no sientes nada?

—Sí, una agitación extraña, una irritación inexplicable en el sistema nervioso —dijo Toby—. Siento como si los músculos me bailaran debajo de la piel.

—Yo también —dijo Brandok.

—¿Saben de qué proviene eso? —preguntó Holker.

—No puedo adivinarlo —respondió Toby.

—De la inmensa tensión eléctrica que reina en todas las ciudades del mundo y a la que ustedes no están todavía habituados. Hace cien años la electricidad no había alcanzado todavía un gran desarrollo, mientras que ahora la atmósfera y el suelo están saturados de ella. Ya se acostumbrarán, estoy seguro, y basta por hoy. Vayan a descansar y mañana por la mañana daremos un paseo a través de Nueva York en mi Condor.

—Dígame: ¿es un automóvil? —preguntó Brandok.

—Sí, pero de otro tipo —respondió Holker con una sonrisa—. Comenzaremos así nuestro viaje alrededor del mundo.

IV
A BORDO DEL CONDOR

Apenas había amanecido cuando Holker entró en la habitación de su antepasado y el señor Brandok gritando:

—¡Arriba, mis queridos amigos!... Mi Condor nos espera delante de las ventanas del salón y el hotel ya ha mandado el té.

No hacían falta más que esas palabras, "nos espera delante de las ventanas", para hacer saltar de la cama al doctor y a su compañero.

—¡El automóvil delante de la ventana! —habían exclamado poniéndose los pantalones.

—¿Les sorprende?

—¿En qué piso estamos? —preguntó Brandok.

—En el decimonoveno. Se respira mejor aquí arriba y apenas llegan los ruidos de la calle.

—Entonces, ¿qué tipo de automóvil tiene usted que puede subir a semejante altura?

—Ya lo verán; apúrense, amigos, porque esta mañana quiero llevarlos hasta las cataratas del Niágara para mostrarles las colosales instalaciones eléctricas que suministran energía a casi todas las fábricas de la Federación. Antes iremos a ver la estación ultrapotente de Brooklyn, porque debo mandarle noticias mías a mi amigo marciano. Ese buen hombre debe estar un poco inquieto por mi largo silencio y recibirá con placer la noticia de la resurrección de ustedes.

—¡Cómo! —exclamó Toby—. ¿Tú le habías informado que un antepasado tuyo dormía desde hacía cien años?

—Sí, tío —respondió Holker—. De vez en cuando tenemos nuestras confidencias, porque estamos unidos por una profunda amistad.

—¿Sin haberse visto nunca? —exclamó Brandok.

—Por algunas indicaciones mías habrá podido esbozar mi retrato.

—¿Y tú? —preguntó Toby.

—Yo tengo el suyo.

—¿Cómo son entonces los habitantes de Marte? ¿Se parecen a nosotros?

—Por las descripciones que hemos recibido de ellos no son muy parecidos a nosotros; sin embargo, en lo relativo a civilización y ciencia, parece que no son inferiores. Imagínese, tío, que tienen la cabeza cuatro veces más grande que la nuestra y que entonces, con semejante desarrollo del cerebro, no deben estar muy atrasados con relación a nosotros.

—¿Y el cuerpo?

—Los marcianos, por lo que hemos podido comprender, son anfibios que se parecen a focas, con brazos cortísimos, que terminan en diez dedos, y pies muy grandes y palmeados.

—¡Verdaderos monstruos, en suma! —exclamó Toby, que escuchaba con viva curiosidad esos detalles.

—Efectivamente, no parece que sean muy bellos —respondió Holker.

—Pero vayamos a tomar el té, lo encontraremos frío. Volveremos a hablar de los marcianos y su planeta cuando estemos en la estación ultrapotente de Brooklyn.

Dejaron la habitación y entraron al salón. El pequeño ferrocarril con un solo vagoncito estaba detenido en el extremo de la plancha de metal. Pero no fue eso lo que atrajo la atención de Brandok y del doctor, sino una sombra gigantesca que se agitaba delante de las amplias ventanas.

—¿Qué es eso? —preguntaron, lanzándose hacia adelante.

—Mi Condor —respondió tranquilamente Holker.

—¿Un globo dirigible?

—No, señores, una máquina voladora que funciona perfectamente, dotada de una velocidad extraordinaria, una velocidad tal que puede competir con las golondrinas y las palomas, ¿no las había hace cien años?

—Algún globo dirigible, siempre peligroso —dijo Toby.

—Y como los globos causaban tantas desgracias, nosotros, desde hace cincuenta años, abandonamos el hidrógeno por las alas. Tomemos el té, después tendrán tiempo de observar mi Condor y de verlo maniobrar.

Separó casi a la fuerza de la ventana al doctor y a Brandok y sacó las tazas del vagoncito, las servilletas y el recipiente con la perfumada infusión y algunos bizcochos.

—No sean tan impacientes —dijo—. Hay que ver una cosa por vez o se cansarán demasiado. Tiempo no nos falta.

Bebieron el té, mojando en él algunos bizcochos. Después Holker subió al alféizar que era muy bajo y puso los pies en la plataforma de la máquina voladora sobre la que habían sido colocados cuatro cómodos sillones.

Harry, el negro gigante, estaba detrás de la máquina con las manos sobre una pequeña rueda que hacía girar dos inmensos timones de forma triangular construidos con una especie de tela muy brillante y montados sobre una ligera armadura de metal.

Brandok y Toby apenas se habían sentado cuando el Condor levantó vuelo oblicuamente hasta colocarse encima de las inmensas casas, describiendo una serie de giros de una precisión admirable. Esa máquina, inventada por los científicos del 2000, era verdaderamente estupenda y, lo que es más importante, era de una simplicidad extraordinaria.

No se componía más que de una plataforma de un metal que parecía más ligero que el aluminio, con cuatro alas y dos hélices colocadas paralelamente, ambas de tela, con ejes de acero y una pequeña máquina que las movía.

El gas, como se ve, no tenía lugar en el aparato; la mecánica había triunfado sobre los globos dirigibles del siglo precedente.

Toby y su compañero miraban con admiración ese invento extraordinario que subía y bajaba y giraba y volvía a girar como si fuese un verdadero pájaro.

Muchos otros artefactos similares volaban sobre los techos de los edificios, compitiendo en velocidad, en su mayor parte montados por señoras que reían alegremente y por niños alborozados.

Los había de todas las dimensiones: enormes, que llevaban hasta veinte personas; pequeños, apenas suficientes para dos, y otros formados por sólo dos alas parecidas a las de los murciélagos, que no maniobraban con menor precisión y rapidez que los demás.

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