Las maravillas del 2000 (17 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¿Estaremos obligados a pasar aquí la noche? —preguntó Brandok.

—Tenemos cómodas camas y puedo ofrecerles también

una buena cena hecha a base de pescado, se entiende —dijo Jao—. Mis compañeros no los molestarán, se los aseguro.

—Estoy preocupado por mi nave —observó el capitán

del Centauro—. Las olas pueden lanzarla contra la cúpula.

—El fondo alrededor de este escollo es bueno y sus anclas se aferrarán muy bien.

—Pero hay algo más que me inquieta. ¿Sus compañeros duermen siempre durante la noche?

—¿Por qué me hace esa pregunta? —quiso saber Jao, asombrado.

—Primero respóndame.

—Cuando se desata la tempestad y no hay luna, prefieren descansar, porque echarían inútilmente sus redes. Con una noche tan fea no dejarán sus camas.

—¿Me lo asegura? —Respondo por ellos.

—Lo que pasa es que llevo un cargamento de alcohol destinado no sé a qué combinaciones químicas.

—Nadie lo sabe, por lo tanto pueden dormir tranquilos —respondió Jao—. Y además mis súbditos, como los llaman ustedes, a esta hora deben haber perdido la costumbre de tomar, ya que está severamente prohibido venderles bebidas alcohólicas. La nave que las suministrara sería inmediatamente confiscada por los vigilantes.

—¿Quiénes son? —preguntó Brandok, que siempre era el más curioso de todos.

—Naves pertenecientes a todas las naciones encargadas de vigilar todos los océanos y prestar ayuda a los navegantes. Señores, ¿quieren aceptar una cena y una cama en mi modesta casilla? Puede ser peligroso dormir en el Centauro con este huracán que se avecina.

—¿Y mis hombres? —preguntó el capitán.

—Cuando hayan anclado bien la nave también ellos po

drán bajar a la ciudad submarina —respondió Jao—. Los haré hospedar con algunos presos que gozan de buena estima.

—Una gran estima —rezongó Brandok. —Vamos, señores —dijo Jao.

El huracán soplaba en ese momento con una furia inaudita. Ráfagas impetuosas barrían el océano levantando gigantescas olas que se estrellaban con estrépitos y rugidos espantosos contra las paredes y la cúpula de la ciudad submarina.

El Centauro, vivamente sacudido, se levantaba como una pelota de goma, a pesar de haber arrojado ya sus anclas.

—Mala noche —dijo el capitán moviendo la cabeza—. No sé si mi pobre nave resistirá.

Después de advertir a la tripulación que la abandonara lo antes posible y se uniese a ellos, subieron al ascensor y bajaron en la pequeña plaza que todavía estaba espléndidamente iluminada y donde se encontraban muchos confinados, ocupados aún en reparar sus redes para que estuvieran listas apenas el océano se hubiera calmado.

Jao condujo a sus huéspedes hacia una hermosa casilla, construida íntegramente con láminas de hierro, dividida en cuatro minúsculas habitaciones que parecían más que nada camarotes, pues el espacio era demasiado precioso en aquella extraña ciudad como para permitirse el lujo de poseer casas más amplias.

Jao los introdujo en su cuarto, que servía al mismo tiempo de salón comedor, los hizo sentar y él mismo sirvió (no tenía criados a su disposición, ya que tampoco el gobernador podía gozar de prerrogativas especiales) un excelente pescado, cocinado esa mañana, y pan.

La cena, compuesta exclusivamente por productos de mar, adornados con ciertas pequeñas algas sabiamente aderezadas y una sola botella de vino, que Jao probablemente había reservado para alguna gran ocasión, fue saboreada por los navegantes del Centauro, a quienes no les faltaba el apetito.

Como todos estaban cansados, el gobernador los condujo a la habitación destinada a ellos, otro camarote que apenas podía contener a Brandok, Toby y Holker.

El capitán del Centauro los había dejado para ver cómo crecía el huracán y poner a salvo al menos a su tripulación.

—Y bien, Toby —dijo Brandok cuando estuvieron solos—, parece que el mundo ha cambiado, pero la naturaleza no ha perdido nada de su violencia brutal. Estos hombres modernos, tan maravillosos, no han conseguido domarla.

—Quizá algún día logren realizar también ese milagro —respondió Toby—. Como en nuestro tiempo se supo aprisionar el rayo, un día u otro estos seres extraordinariamente poderosos terminarán por domesticar también los furores del océano y el ímpetu de los vientos. Estoy convencido de que nada será imposible para los científicos del 2000.

—Mientras lo consiguen, yo duermo —dijo Brandok—.

Yo no sé a qué puede deberse, pero el hecho es que de un tiempo a esta parte a menudo me siento extenuado y experimento también extrañas perturbaciones en el cerebro. Cuando me despierto a la mañana, todos mis nervios vibran como si recibieran descargas eléctricas. ¿Tú, que hace cien años eras doctor, sabrías explicarme estos fenómenos que, te lo confieso francamente, a veces me asustan?

—Yo ya no valgo absolutamente nada frente a los médicos modernos —respondió Toby con un suspiro—. Sin embargo, lo atribuyo a la gran tensión eléctrica que reina en todo este pobre planeta. Pero espero que terminarás acostumbrándote.

Se echaron en las camas, apagaron la lamparilla de radium y cerraron los ojos, mientras en la lejanía los truenos estallaban con tanta fuerza que hacían vibrar los vidrios de la cúpula.

Dormían desde hacía varias horas cuando de pronto fueron despertados por un griterío espantoso y un estruendo horrible.

Toby fue el primero en levantarse de la cama, y encendió la lamparilla.

—¿Qué pasa? —preguntó Brandok vistiéndose a toda prisa.

—¿Habrá cedido la cúpula? —gritó Holker, asustado.

—No lo sé —respondió Toby, que no estaba menos impresionado—. Pero seguramente es algo grave.

En ese momento se abrió la puerta y el capitán del Centauro se precipitó en la casilla llevando en la mano un revólver eléctrico.

—¡Los confinados se han vuelto locos! —gritó—. Síganme, rápido.

—¿Locos? —exclamaron Brandok, Toby y Holker—. Explíquese.

—¡Silencio... más tarde! Huyan, antes de que suceda una desgracia.

Los tres amigos se lanzaron fuera de la casilla sin hacer más preguntas. Jao los esperaba. El pobre hombre se arrancaba los cabellos y blasfemaba en todos los idiomas.

Las lámparas se habían vuelto a encender en la pequeña plaza y bajo aquellos haces de luz veían agitarse desordena damente a los habitantes de la ciudad submarina.

El capitán tenía razón al decir que todos se habían vuelto locos.

Aullaban, saltaban, se golpeaban, se arrojaban al piso rodando en medio del horrendo estrépito producido por las barras de hierro que golpeaban furiosamente las paredes metálicas que los defendían de la invasión de las aguas del océano.

—¿Pero qué sucedió? —preguntó Toby.

—Lo que me temía —respondió el capitán del Centauro—. ¿No perciben el olor?

—Sí, la ciudad apesta a alcohol.

—Es el mío, el que debía transportar a Hamburgo y que estos miserables han saqueado.

—¿Y el Centauro? —preguntó Brandok.

—¿Qué sé yo? Ignoro si todavía flota o se ha hundido.

—¿Y sus marineros?

—No los he vuelto a ver.

—Amigos —dijo Toby—, no nos queda otro recurso que largarnos antes de que todos estos rufianes se vuelvan locos furiosos. Mientras tengan alcohol seguirán bebiendo y podrían volverse peligrosos. Salvémonos lo más pronto que podamos.

Dieron la vuelta por detrás de las casas guiados por el viejo Jao, que lloraba de rabia, y se dirigieron hacia el ascensor, mientras los confinados, que no cesaban de vaciar los barriles de alcohol, se entregaban a una danza desenfrenada.

Afortunadamente, el ascensor se encontraba más bien lejos de la plaza y no lo habían estropeado.

Subiendo automáticamente, sin necesidad de nadie, los cinco hombres se lanzaron dentro de él y en pocos segundos se encontraron en la cúpula.

Un huracán aterrador azotaba el Atlántico.

Olas altas como montañas caían con espantosos rugidos sobre la balaustrada de hierro, torciéndola como si estuviese hecha de estaño, y ráfagas tremendas pasaban sobre la ciudad submarina con silbidos ensordecedores.

Una nube negra como el carbón corría desenfrenadamente por el cielo, desencadenando relámpagos y truenos.

Los cinco hombres habían avanzado hacia la parte meridional de la cúpula, manteniéndose aferrados a la balaustrada para no ser arrastrados por el viento, que había adquirido una velocidad incalculable, cuando un hombre surgió casi debajo de sus pies, gritando:

—¡Atrás, canallas, o los mato!

—¡Katterson! —exclamó el comandante del Centauro.

—¡Usted, mi capitán! —respondió ese hombre que no era otro que el piloto de la nave aérea—. Creí que lo habían asesinado.

—No todavía. ¿Dónde está el Centauro? ¿Resiste todavía?

—El Centauro desapareció, capitán —respondió Katter

son—, junto con el delincuente que habíamos desembarcado y una docena de confinados.

—¿Y los marineros?

—Fueron sorprendidos mientras dormían, hechos prisioneros, y me parece que han hecho causa común con los habitantes de esta maldita ciudad, no sé si voluntariamente o para salvar sus vidas, porque antes de huir los vi bebiendo junto con ellos.

—¿Y mi nave desapareció?

—Se la llevaron, después de haber descargado todos los barriles de alcohol. Por lo que pude comprender, mientras nosotros dormíamos, los confinados tramaron una conjura para adueñarse del cargamento y realizar una espantosa orgía. Nuestro prisionero, más hábil que los demás, se embarcó con algunos amigos que encontró aquí y se escapó.

—¿Y nosotros qué haremos ahora? —preguntó Brandok, que sin embargo no parecía muy impresionado.

—Estamos obligados a esperar el paso de alguna nave —respondió el capitán—. Yo no les aconsejo que bajen de nuevo a la ciudad mientras esos locos tengan alcohol.

—¿Había mucho a bordo? —preguntó Toby.

—Treinta toneladas.

—Tienen para beber hasta reventar durante una semana —dijo Brandok—. Buen negocio si no llega una nave a sacarnos de este enredo.

—Y a vengarnos —dijo el viejo Jao—. Los gobiernos de Europa y América, como les dije, no son muy indulgentes con los habitantes de las ciudades submarinas.

—¿Cómo los castigarán? —quiso saber Toby.

—Ahogándolos a todos. La justicia hoy es muy expeditiva.

—Jao, ¿no podría usted tratar de calmar a esos condenados? —pidió el capitán.

—Una vez desencadenados no hay quien los dome, y si me presentase y tratara de hacerlos entrar en razón me matarían a golpes sin más. Ya les dije que los gobernadores de estas penitenciarías no tienen más que una autoridad relativa.

—Entonces, antes de que se les ocurra tomárselas, también con nosotros, impidamos que suban hasta aquí —propuso Brandok.

—Inutilizando el ascensor, no vendrán a molestarnos —respondió Jao—. La altura de la cúpula es considerable pa—

ra que puedan alcanzarnos, y las paredes metálicas son perfectamente lisas. ¡Ah! ¡No me esperaba una rebelión como ésta!

—Culpe a la tempestad que nos ha impedido marcharnos —dijo Toby.

—Y el cargamento de mi nave —agregó el capitán—. Pero por ahora debemos ocuparnos de resistir al huracán. Cuando el sol salga, veremos qué se puede hacer para dejar esta poco placentera ciudad submarina y sus peligrosos habitantes.

Se retiraron hacia la parte más elevada de la cúpula, sujetaron el ascensor para estar más seguros de que los confinados no lo harían bajar y se pusieron a mirar hacia abajo, a través de la ancha abertura.

La orgía había llegado al colmo, y de la ciudad submarina subía un hedor tan fuerte que no se podía resistir.

Los condenados, que continuaban desfondando los barriles, reían como locos y parecía que ya no sabían lo que hacían.

Mientras unos grupos bailaban furiosamente en la plaza, saltando como cabras, golpeándose, cayéndose al piso de a docenas, otros, presa de una inesperada rabia destructiva, derribaban las casas, arrojando al aire camas y mesas, rompiendo las redes, destrozando los aparejos de pesca, gritando y riendo.

Con frecuencia estallaban peleas entre danzantes y demoledores, y entonces eran verdaderas granizadas de puñetazos y palos que llovían de todas partes. Las cabezas rotas eran incontables.

—Si esos delincuentes pudieran salir, destrozarían hasta los vidrios de la cúpula —dijo Toby.

—¿No llegarían a romper las paredes de hierro de la ciudad? —preguntó Brandok con ansiedad.

—No teman —respondió Jao—. Son de un espesor notable y además no poseen masas ni otros instrumentos adecuados.

—Yo jamás he visto nada parecido —dijo el capitán del Centauro—. Esos hombres, si siguen bebiendo de ese modo, terminarán por transformar esta ciudad en un verdadero manicomio. ¿Cómo terminará todo esto? Confieso que no estoy tranquilo. No podemos esperar otra cosa que la providencial aparición de algún buque. Desgraciadamente nos encontramos fuera de la ruta ordinaria que siguen los que desde Europa van a América. ¡Bah! No hay que desesperar.

Se tendieron en medio de la plataforma, uno junto a otro, esperando pacientemente que despuntase la aurora.

El huracán asumía proporciones espantosas. Era una furia de agua y viento que se ensañaba con la cúpula con una rabia inaudita.

Olas gigantescas rompían contra las paredes de la ciudad, imprimiendo a toda su mole oscilaciones que inquietaban mucho al capitán del Centauro y al piloto, que sabían algo de las cóleras del Atlántico.

De cuando en cuando la ciudad, a pesar de estar sólidamente fijada al escollo submarino y sostenida por gigantescas columnas de acero, sufría movimientos como si en cualquier momento pudiera ser arrancada y llevada lejos de allí.

Tampoco los tres norteamericanos estaban tranquilos, a pesar de las afirmaciones de Jao.

—¿Y si fuera arrancada del escollo? —preguntó Brandok en cierto momento—. ¿Que sucedería entonces con todos nosotros?

—Sería el fin de todos —dijo el capitán.

—Nada de eso —respondió Jao, que no demostraba preocupación alguna—. Esta ciudad es como una inmensa caja de hierro y flotaría muy bien.

—Ahora respiro mejor —dijo Brandok—. La idea de terminar mi viaje en el fondo del mar no me agradaba mucho, aunque...

Una blasfemia del piloto interrumpió la frase.

—¿Qué sucede, Tom? —preguntó el capitán.

—Lo que yo digo es que si viene otra ola como ésa que acaba de pasar, la ciudad no podrá resistir. Oí unos crujidos. ¿Habrán cedido las columnas de acero?

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