Las maravillas del 2000 (5 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: Las maravillas del 2000
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El señor Brandok había abierto los ojos y miraba a su viejo amigo con un estupor fácil de comprender.

—¡Toby! —repitió por tercera vez, tratando de levantarse apoyándose en la almohada.

—No se mueva, señor Brandok —dijo Holker—. Es un placer darle los buenos días y también oírlo hablar. Quédense acostados; les hace falta un buen sueño, un sueño verdadero.

Se acercó a una mesita donde había varios frascos, tomó uno y vertió el contenido en dos tazas de plata.

—Beban esta infusión —agregó, extendiéndole a cada uno una taza—. Les dará fuerzas... ¡Ah!... me olvidaba de decirles que sus millones están seguros aquí, en mi casa... Vuelvan a acostarse, duerman bien y esta tarde comeremos juntos, estoy seguro.

El doctor Toby había murmurado:

—Gracias, mi lejano pariente.

Después había cerrado nuevamente los ojos. El señor Brandok ya dormía, roncando sonoramente.

El señor Holker se quedó en la habitación algunos minutos, inclinándose ora sobre uno, ora sobre otro resucitado, repitiendo con visible satisfacción:

—Éste es el verdadero sueño que volverá a darles fuerza. ¡Maravilloso filtro! He aquí un secreto que si se divulgase haría de mi antepasado el hombre más famoso del mundo. Dejémoslos descansar. Creo que ya están a salvo.

Ocho horas después el doctor Toby fue despertado por un ligero silbido que parecía salir de debajo de la almohada.

Bastante sorprendido, se sentó, lanzando alrededor una mirada maravillada. En la habitación no había nadie y Brandok seguía roncando en la otra cama.

"¿Quién me silbó en el oído?", se preguntó. "¿Lo habré soñado?"

Estaba por despertar a Brandok cuando oyó una voz que parecía humana, susurrarle al oído:

"Graves sucesos han ocurrido ayer en la ciudad de Cádiz. Los anarquistas de la ciudad submarina de Bressak, adueñándose de la nave Hollendorf, desembarcaron en la noche, haciendo volar con bombas varias casas. La población huyó y los anarquistas saquearon la ciudad. Se ha llamado a las armas a los voluntarios de Málaga y Alicante, que se trasladarán al lugar de la invasión con flotas aéreas. Se dice que Bressak fue destruida y que muchas familias anarquistas han muerto ahogadas".

Con desconcierto el doctor había oído esa voz que anunciaba un espantoso desastre; después había levantado rápidamente la almohada, ya que la voz se había hecho oír justo detrás de la cabecera de la cama, y descubrió una especie de tubo en cuyo borde estaba escrito: "Suscripción al `World' ".

—¡Una maravilla del 2000! —exclamó—. Los periódicos comunican directamente las noticias a casa de los suscriptores. ¿Habremos suprimido los periódicos y las máquinas para imprimirlos? En nuestros tiempos estas comodidades no se conocían todavía. ¡Cómo ha progresado el mundo!

Estaba por despertar a su amigo, que no se decidía a abrir los ojos, cuando oyó salir del tubo otro silbido, y después la misma voz que decía: "Mire la escena".

En el mismo instante el doctor vio iluminarse un gran cuadro que ocupaba la pared que estaba frente a la cama y desarrollarse allí una escena horrible y de una realidad extraordinaria.

Algunos hombres aparecían en medio de las casas y se los veía correr como locos, lanzando bombas que estallaban con resplandores sobrecogedores.

Las paredes se hundían, los techos se desplomaban; hombres, mujeres y niños caían en las calles, mientras anchas lenguas de fuego se levantaban sobre ese montón de ruinas, tiñendo todo el cuadro de rojo.

Mientras tanto los anarquistas continuaban su obra de destrucción, y las escenas se sucedían unas a otras con vertiginosa rapidez y sin la más leve interrupción.

Era una especie de cinematógrafo, de una perfección extraordinaria, verdaderamente asombrosa, que reproducía con maravillosa exactitud los terribles estragos anunciados poco antes por el periódico.

Durante diez minutos ese desastre continuó; después terminó con una fuga desordenada de la gente que se dirigía hacia una playa, mientras el cielo reflejaba la luz de los incendios.

—Extraordinario —repetía el doctor cuando la pared volvió a quedar blanca—. ¡Qué progresos ha hecho el periodismo en estos cien años! Y quién sabe cuántas maravillas nos quedan por ver todavía. Brandok, ¿has dejado de dormir?

Oyendo aquella sonora llamada el joven abrió finalmente los ojos, desperezándose como un oso que se despierta después de un largo sueño invernal.

—¿Cómo te sientes, amigo mío? —preguntó Toby.

—Muy bien.

—¿Y tu spleen?

—Por ahora no siento que me atormente. Y.. dime, Toby, ¿soñamos o es verdad que hemos dormido durante un siglo?

—La prueba la tenemos en nuestras cajas fuertes, que han traído aquí mientras descansábamos.

—¿Quién nos creerá que hemos resucitado?

—Mi pariente, por cierto, dado que fue él quien nos sacó del sepulcro.

—¿Y nosotros dónde estamos? ¿En Nantucket todavía?

—No sabría decirlo.

—Y tú, ¿cómo estás?

—Sufro de una turbación que no puedo explicarme y me parece que estoy muy débil.

—¡No lo dudo, después de un ayuno tan largo! —dijo Brandok, riendo—. ¿No sientes apetito? Yo me comería de buena gana un trozo de carne, por ejemplo.

—Despacio, querido mío. Todavía no sabemos cómo funcionarán nuestros órganos internos.

—Si el corazón y los pulmones no dan señales de haber sufrido después de haber estado tanto tiempo detenidos, supongo que también los intestinos reanudarán su trabajo.

—Y, sin embargo, temo que se hayan atrofiado —dijo Toby.

En ese momento la puerta se abrió y el señor Holker apareció, seguido del gigantesco negro que traía trajes similares a los que él llevaba y ropa interior blanquísima.

—¿Cómo está, tío? ¿Me permite llamarlo así de ahora en adelante?

—Claro, mi querido sobrino —respondió el doctor—. Me encuentro bastante bien.

—¿También usted, señor Brandok?

—Sólo siento un poco de hambre.

—Buen signo; vístanse y después iremos a comer. Los trajes les parecerán muy distintos de los que se usaban hace cien años, pero son más cómodos y desde el lado de la higiene no dejan nada que desear, dado que han sido perfectamente desinfectados.

—Y también la tela me parece distinta.

—Es fibra vegetal. Desde hace sesenta años hemos renunciado a la tela de fibra animal, demasiado costosa y poco limpia comparada con ésta. ¡Ah! Encontrarán el mundo muy cambiado: por ahora no les digo más para que no disminuya su curiosidad. Los espero en el comedor.

El doctor Toby y Brandok se cambiaron, se arreglaron, después dejaron la habitación; entraron en un corredor cuyas paredes muy brillantes tenían extraños resplandores, como si debajo de la pintura que las cubría hubiese una capa de material fosforescente, y entraron en una sala bastante amplia, iluminada por dos ventanas anchas y altas hasta el techo que permitían que el aire entrara libremente.

Estaba amoblado con una sencillez no exenta de cierta elegancia. Las sillas, el aparador, los estantes situados en los rincones y hasta la mesa que ocupaba el centro estaban hechos de un metal blanco resplandeciente que parecía aluminio.

El señor Holker ya estaba sentado a la mesa, cubierta por un mantel colorado que no parecía de tela.

—Adelante, mis queridos amigos —dijo yendo a su encuentro—. El almuerzo está listo.

—¿Y dónde lo comeremos? —preguntó Brandok, que no había visto sobre la mesa platos, ni vasos, ni cubiertos, ni servilletas.

—¡Ah, me olvidaba de que hace cien años los hoteleros también estaban atrasados! —dijo Holker riendo—. También ellos han progresado. Miren.

Se acercó a una pared y bajó una plancha de metal de un par de metros de largo por treinta centímetros de ancho, uniéndola a la mesa de modo tal que formó un pequeño

puente. La otra extremidad se apoyaba en una pequeña repisa sobre la cual estaba escrito: "Suscripción al Hotel Bardilly".

—¿Y ahora? —preguntó Brandok, que miraba con creciente estupor.

—Oprimo este botón y el almuerzo deja la cocina del hotel para llegar a mi mesa.

—¿Y dónde está ese hotel? ¿En esta casa?

—No, más bien lejos: en la orilla opuesta del Hudson.

—¿Entonces estamos en Nueva York? —exclamaron al unísono Toby y Brandok.

—¿Dónde creían que estaban? ¿Todavía en Nantucket?

—¿Cuándo nos trajo? —preguntó Brandok en el colmo de la sorpresa.

—Ayer por la noche. A las ocho dejé la isla y a medianoche ya estaban aquí.

—¡En sólo cuatro horas, mientras que hace cien años se empleaban dieciséis horas y con un barco a vapor! —exclamó el doctor.

—Hemos avanzado bastante con los inventos, mi querido tío —dijo Holker—. ¡Ah!, aquí está el almuerzo.

Un silbido agudo había salido por una pequeña ranura de la repisa; después una puertecita se había abierto automáticamente en la extremidad de la plancha de metal que se unía a la mesa y una pequeña máquina, seguida por seis vagoncitos de aluminio de forma cilíndrica, avanzó, corriendo sobre dos ranuras que hacían de vías.

—¿El almuerzo que manda el hotel? —preguntaron Toby y Brandok.

—Sí, señores, y con todo lo necesario. Como pueden ver que es algo muy cómodo que me evita tener una cocinera y una cocina —respondió Holker.

Abrió el primer vagoncito que tenía una circunferencia de cuarenta centímetros y la misma altura y sacó los vasos, los cubiertos, las servilletas y cuatro botellas que debían contener vino o cerveza. De los otros cuatro extrajo sucesivamente dos pequeños recipientes con un caldo todavía muy caliente, después los platos con tartas y manjares variados, huevos, licores, etcétera. En suma, todo lo necesario para un almuerzo abundante.

Cuando hubo terminado, oprimió un botón, la puertecita se abrió y el minúsculo tren desapareció, retrocediendo con la velocidad de un relámpago.

—¿Qué me dice, señor Brandok? —preguntó Holker.

—Que en nuestra época estas comodidades no existían. ¿Y el tren volverá?

—Claro, para recoger la vajilla.

—¿Y cómo llega hasta aquí?

—Por medio de un tubo, y camina movido por una pequeña pila eléctrica de una potencia tal que le imprime una velocidad de casi cien kilómetros por hora. Esta comida fue puesta allí hace apenas unos minutos; de hecho vean como humea; mejor dicho, quema.

—¿Y el hotelero cómo sabe qué es lo que el cliente desea?

—Por medio del teléfono. Por la mañana mi criado le transmite al hotel el menú del almuerzo y la cena y las horas en que deseo comer, y el tren llega con precisión matemática.

—No todos pueden permitirse un lujo como éste —observó el doctor Toby.

—Naturalmente —respondió Holker—, pero aquellos que no pueden suscribirse al hotel también se las arreglan más rápido.

—Será para comer, no para prepararse la comida.

—El obrero ya no cocina en su casa, porque no tiene tiempo que perder. Ocho o diez píldoras y ya se han tomado un buen caldo, el jugo de media libra de carne o de pollo, o de una libra de cerdo, o de un par de huevos, de una taza de café, etcétera. Hace cien años se perdía demasiado tiempo; caminaban y se movían con una lentitud de tortugas. Hoy, en cambio, competimos con la electricidad. Coman, señores míos, o la comida se enfriará. Una taza de buen caldo, señor Brandok, antes que nada, después elija lo que más le guste. Le advierto que es una comida a base de vegetales, pero no por ello son menos nutritivas, y tampoco la encontrarán menos sabrosa. Después hablaremos todo lo que quieran.

III
LA LUZ Y EL CALOR FUTUROS

El doctor Holker había dicho la verdad. El caldo era exquisito, pero no había plato alguno de carne de vaca, de cerdo o de carnero. Sólo pescado: todos los demás platos se componían de vegetales, muchos de ellos absolutamente desconocidos para Toby y Brandok.

En compensación, el vino era tan bueno que ni uno ni otro habían degustado nunca uno que se le pareciera.

—Señor Holker —dijo Brandok, que comía con un apetito envidiable, como si se hubiese despertado de un sueño de sólo ocho o diez horas—, ¿usted es vegetariano?

—¿Por qué me hace esa pregunta? —quiso saber el lejano nieto político del doctor.

—En nuestra época se hablaba mucho del vegetarianismo, especialmente en Alemania y en Inglaterra. Se ve que esa cocina progresó mucho.

—¿Dice eso porque no encuentra carne?

—Sí, y me sorprende que los norteamericanos modernos hayan renunciado a los jugosos beefsteak y a los sangrientos roastbeaf.

—Son platos que hoy se han vuelto un poco raros, querido mío, por el simple motivo de que las vacas y los carneros casi desaparecieron.

—¡Ah!

—¿Se asombra?

—Mucho.

—Mi querido señor, la población del globo en estos cien años creció enormemente, y no existen más praderas para que se nutran los grandes rebaños que existían en su época. Todos los terrenos disponibles ahora son cultivados intensivamente para extraerle al suelo todo lo que puede dar. Si no se hiciese eso, a esta hora la población del globo viviría presa del hambre. Las grandes extensiones de la Argentina y de nuestro Far West ya no existen, y las vacas y los carneros poco a poco casi han desaparecido, haciendo que los campos no rindan en proporción. Por otra parte, en nuestros días no tenemos necesidad de carne. Nuestros químicos, en una simple píldora que pesa apenas unos gramos, han concentrado todos los elementos que antes se podían encontrar en una buena libra de la mejor vaca.

—¿Y cómo hay agricultura sin bueyes?

—Antigüedades —dijo Holker—. Nuestros labradores usan máquinas movidas por la electricidad.

—¿Es que tampoco hay caballos?

—¿Para qué servirían? Todavía hay algunos, conservados más por curiosidad que por otra cosa.

—¿Y los ejércitos no los usan? —preguntó el doctor Toby—. En nuestros tiempos todas las naciones tenían regimientos de ellos.

—¿Y qué hacían con ellos? —preguntó Holker en tono irónico.

—Servían para la guerra.

—¡Ejércitos! ¡Caballería! ¿Quién se acuerda ahora de eso?

—¿Ya no hay ejércitos? —preguntaron al unísono Toby y Brandok.

—Hace sesenta años que desaparecieron, cuando la guerra mató a la guerra. La última batalla librada por mar y por tierra entre las naciones americanas y europeas fue terrible, espantosa, y costó millones de vidas humanas sin ventajas para ninguna de las potencias. La masacre fue tal que las distintas naciones del mundo decidieron abolir para siempre la guerra. Y además, éstas ya no serían posibles. Hoy poseemos explosivos capaces de hacer volar una ciudad de algunos millones de habitantes, máquinas que levantan montañas; podemos producir, con la simple presión de un dedo, la chispa eléctrica transmisible a centenares de millas de distancia y hacer estallar cualquier depósito de pólvora. Hoy día, una guerra marcaría el fin de la humanidad. La ciencia ahora ha vencido a todo y a todos.

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