Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
—¿Y nadie pudo nunca penetrar el misterio de esa planta que después de miles de años salía de su sepulcro para resucitar bajo una gota de agua y reabrir su corola eternamente bella, como diciéndole al mundo asombrado: "Así es como era yo en tiempos de los faraones"? —preguntó Brandok.
—Sí, sólo uno: yo —dijo Toby.
—¡Tú!
—Sí, yo —repitió el doctor.
—¿Entonces?...
—Despacio, esto es un secreto. En un viaje que hice hace veinticinco años por Egipto, pude tener entre mis manos una de esas flores y estudiar y también explicar sus misterios de la resurrección. Y de esa flor me vino la idea de detener la vida humana para hacerla despertar después de un período más o menos largo de años. ¿Por qué, si podía revivir una humilde florcita, no podría hacer lo mismo un organismo tan completo como el del hombre? Ésta es la pregunta que me hice y a cuya respuesta dediqué veinticinco años de estudios ininterrumpidos.
—¿Y lo has conseguido?
—Plenamente —respondió Toby.
Se había levantado, acercado a la mesa y tomado entre sus manos al conejo que parecía muerto, con las patas y la cabeza rígidas.
—¿Huele mal este conejo? Huélelo, James. ¿Crees que está muerto?
—Sí, está frío y ya no le late el corazón.
—Y, sin embargo, su vida ha quedado suspendida desde hace catorce años.
—¿Pero entonces lo que has descubierto es la muerte artificial?
—Un simple pinchazo de mi filtro misterioso bastó para detener las pulsaciones del corazón y conservarlo durante tanto tiempo.
—¡Es maravilloso!
—Quizá menos de lo que parece —dijo el doctor—. ¿Sabes qué son los fakires?
—Esos hindúes fanáticos que llevan a cabo experimentos maravillosos.
—Y que se hacen enterrar a veces durante cuarenta o cincuenta días dentro de una caja sellada, con la boca y la nariz tapadas por una capa de cera, y que después resucitan sin tener el aspecto de haber sufrido. Un baño de agua tibia, un poco de manteca en la lengua para ablandarla y vuelven a la vida. Ahora verás.
Tomó de un estante una pequeña ampolla de vidrio que contenía un líquido rojo, introdujo en ella una jeringa y después inyectó dos veces al conejo, la primera vez cerca del corazón y la segunda en el cuello.
El animal no había dado ningún signo de vida y conservaba su rigidez.
—Espera, James —dijo el doctor al ver aparecer en los labios del joven una sonrisa de incredulidad.
En un rincón había una cubeta de metal, debajo de la cual ardía una lámpara de alcohol. El doctor puso un dedo en ella para asegurarse del calor del agua, después tomó el recipiente y lo puso sobre la mesa.
—¿Le darás un baño al muerto? —preguntó Brandok.
—Quieres decir al dormido —corrigió el doctor—. Es necesario relajar un poco los nervios de este dormilón: hace muchos años que no actúan.
—No exijo tanto —respondió Toby, riendo.
Sumergió al conejo en la cubeta manteniéndole la cabeza fuera del agua; después se puso a flexionarle las patas anteriores, como para provocar la respiración, y esperó, mirando a su amigo que estaba completamente serio. —Parece que comienzas a creer en el buen resultado deesta extraña operación —le dijo el doctor—, ¿no es cierto, James?
—No todavía —respondió el joven.
—Ya siento que la cabeza del conejo empieza a calentarse.
—Es el efecto del calor del agua. —Y que la carne comienza a agitarse.
De pronto dio un grito de estupor; el conejo había abierto los ojos y miraba al doctor con las pupilas dilatadas.
—¿Te sigue pareciendo muerto ahora? —dijo Toby, con tono burlón.
—¡Te está mirando! —exclamó el joven.
—Lo veo.
—¡Agita las patas!
—Y también respira.
—¡Es un milagro!... ¡Un milagro!
—Cállate, James, no grites tan fuerte.
—Esta resurrección es maravillosa.
—No digo que no.
—Un descubrimiento que cambiará el mundo.
—Nada de eso, porque yo me cuidaré mucho de no divulgarlo. Somos solamente tres las personas que lo conocemos: yo, tú y el notario del pueblo, el excelente señor Max.
—¿Por qué lo conoce también el notario? —preguntó Brandok, cuyo estupor aumentaba.
—Lo sabrás más tarde; mientras tanto mira el resultado. El doctor había sacado de la cubeta al conejo y lo había puesto sobre la mesa, envolviéndolo con un trozo de tela de lana.
Había abierto los ojos, respiraba libremente, frunciendo el hocico, pero se veía que estaba muy débil; no conseguía mantenerse sobre sus patas, y tampoco trataba de huir. Debía estar atontado.
—¿Morirá? —preguntó Brandok.
—Esta noche lo verás comer y correr junto a sus compañeros que tengo en mi jardín. No es el primero que hago resucitar; la semana pasada hice revivir a otro delante del notario, y también ése había dormido durante catorce años. Ahora come, salta y duerme como los demás y todos sus órganos funcionan perfectamente bien.
—¡Toby! —exclamó Brandok, con profunda admiración—. Eres un gran hombre; eres el más grande científico del siglo.
—¿De éste o del que viene? —preguntó el doctor. —¿Qué pregunta es ésa?
—Mi querido James, debes tener hambre y el almuerzo está listo. El aire de mar da apetito y mi vieja Magge me ha prometido un extraordinario plato de pescado. Dejemos aquí al conejo y vayamos a llenar el estómago; la cocinera ya estará enojada por el retardo. También tendremos al notario para el pudding.
—¿Por qué al notario?...
El doctor, en vez de responder, se asomó a la ventana y, al ver a un joven que estaba regando las flores del jardín, le gritó:
—Tom, advierte a Magge que estamos listos para saborear sus salmonetes y sus dorados y a las dos engancha el poney al coche. Vamos a dar un paseo por el escollo de Retz.
Al cabo de cinco minutos el doctor y el señor Brandok, sentados en un elegante salón comedor, ante una mesa bien preparada, degustaban con mucho apetito las grandes ostras de Nueva jersey, las más deliciosas que se pueden encontrar en las costas orientales de Norteamérica, los dorados y los salmonetes preparados por la gran Magge, rociado todo con el excelente vino blanco de las viñas de la Florida.
El doctor no hablaba; parecía totalmente ocupado en devorarse aquellos pescados deliciosos, probablemente los mejores que posee el océano Atlántico septentrional.
Brandok, en cambio, cosa absolutamente nueva, parecía no estar ya atormentado por el spleen; hablaba hasta por los codos, abrumando a su compañero con preguntas sobre aquel maravilloso descubrimiento que, según él, debía revolucionar el mundo. Con todo, no conseguía más que arrancarle alguna sonrisa al científico.
—Entonces estos salmonetes y estos dorados te han vuelto mudo —gritó de pronto Brandok, que comenzaba a molestarse—. Hace veinte minutos que tus dientes no hacen más que triturar pero tu lengua en cambio permanece inmóvil.
—No, mi querido James, estoy pensando —respondió el doctor, riendo.
—Parece que hubieras olvidado tu descubrimiento.
—Todo lo contrario.
—Entonces hablemos de él.
—Durante el pudding.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Ya te dije que vendrá a saborearlo también el notario del pueblo, el señor Max.
—¿Pero qué tiene que ver él con todo esto?
—¡Caramba si tiene que ver! ¿Si después de cien años nadie se acordase de mí y me dejaran dormir para siempre? Daría lo mismo morir.
—¡Toby! —exclamó Brandok—, ¿qué tienes intención de hacer?
—Ver cómo andará el mundo dentro de cien años, nada más.
—¿Cómo? Quieres...
—Dormir durante veinte lustros.
—¿Estás loco?
—No lo creo —respondió el doctor con voz tranquila.
—¿Tú quieres?... —gritó.
—Encerrarme en el refugio que me he hecho preparar en la cima del escollo de Retz para despertarme dentro de cien años, querido mío. Los descendientes del notario y el futuro intendente de Nantucket, o sus sucesores, se encargarán de hacerme volver a la vida. Dejo veinte mil dólares justamente para hacerme resucitar, junto con la ampolla que contiene el misterioso líquido que deberán inyectarme en los lugares indicados en mi testamento.
—¡Te matarás!
—Entonces quiere decir que tú no tienes ninguna confianza en mi gran descubrimiento.
—Sí, plena confianza; pero tú no eres un conejo y además cien años no son catorce —dijo Brandok.
—Tenemos sangre y músculos iguales a los de los animales y un corazón que funciona de igual manera. Quería proponerte que te durmieras junto conmigo; pero ahora renuncio.
—¿Tú has pensado en mí?
—Sí, esperando que después de un reposo de cien años tu spleen terminaría por abandonarte.
—¡Si el otro día quería tirarme de la Estatua de la Libertad! Ya ves la importancia que le doy a la vida. ¿Quieres que te acompañe, Toby? Estoy listo. Incluso si muriera, no perdería nada.
—¿Entonces te gusta la idea?
—Francamente, sí.
—Eres excéntrico, como un verdadero inglés.
—¿Y acaso no soy un inglés? —retrucó Brandok, riendo.
El doctor se levantó, tomó de un aparador una botella llena de polvo que debía contar sus buenos años, y la descorchó, llenando los dos vasos.
—Médoc del mil ochocientos ochenta y ocho —dijo—. Después de veinticuatro años de reposo debe haberse vuelto excelente. ¡Por nuestra resurrección en el 2003! —exclamó alzando el vaso.
Lo vació de un trago, pensó un poco y después agregó:
—James, tú posees...
—Cinco millones de liras.
—¿En billetes del Estado?
—Sí.
—Debes cambiarlos por oro, amigo mío. Dentro de cien años esos billetes podrían no tener valor alguno, pero el oro siempre seguirá siendo oro, ya se encuentre en lingotes o en monedas de veinte liras. Yo poseo solamente ochenta mil dólares, pero espero que dentro de cien años me basten para no morir de hambre. Ya están en una caja fuerte ubicada en el pequeño subterráneo que he hecho excavar bajo mi tumba, con la llave guardada en un lugar secreto.
—¿Y estás seguro de que nuestros cuerpos se conservarán?
—Maravillosamente —dijo el doctor—. Nos conservaremos como si fuésemos carne congelada.
—¿Nos congelaremos?
—Sí.
—¿Alguien pondrá hielo en nuestra tumba?
—No será necesario. He descubierto un líquido que bajará la temperatura de nuestra tumba a veinte grados bajo cero.
—¿Y se mantendrá?
—Hasta que rompan nuestra cúpula de cristal para hacernos resucitar. Estaremos muy bien allí dentro, te lo aseguro. ¡Ah!, aquí llega el notario; a tiempo para saborear el pudding de mi cocinera y beber un vaso de este delicioso Médoc.
En la habitación cercana oyó a Magge que gritaba:
—¡Señor Max, usted siempre con retraso! Cinco minutos más y no iba a poder probar mi pudding. La próxima vez va a hacer que se me queme.
La puerta del comedor se abrió ruidosamente y el notario entró con pasos tan pesados que hicieron temblar las botellas y los vasos.
El señor Max era un hombre de alrededor de sesenta años, gordo como un barril y con el rostro rubicundo, en cuyo centro se exhibía una nariz que podía compararse, sin exagerar, con la del fanfarrón Cyrano de Bergerac.
—Buen provecho, señores —gritó con voz de granadero—. ¿Cómo está usted, señor Brandok? ¿Se le ha pasado el spleen después de su excursión a Nueva York?
—Recién ahora comienza a darme un poco de tregua, señor Max —respondió el joven—, y espero que dentro de algunos días me dejará tranquilo por un buen siglo. Después veremos.
—¡Ah!... Entiendo —dijo el notario, riendo—. Toby ha encontrado un compañero.
—Que me hará buena compañía, querido notario mío; no sería posible encontrar uno igual a él ni siquiera en Francia. Magge entraba en ese momento trayendo en un plato
de plata un hermoso budín con la costra dorada que todavía humeaba y expandía un perfume delicioso.
—¿El poney ya está enganchado? —preguntó el doctor.
—Sí, señor —respondió la cocinera.
—Entonces apurémonos.
En pocos minutos hicieron desaparecer el pudding, vaciaron una taza de té, y a continuación bajaron al patio, donde los esperaba un coche tirado por un pequeño caballo blanco que parecía impaciente por partir.
—Vamos —dijo el doctor tomando las bridas y empuñando la fusta—. Dentro de media hora estaremos en el escollo de Retz.
Era un espléndido día de otoño, refrescado por una brisa vivificante impregnada de la salobridad que soplaba del norte. El océano Atlántico estaba en perfecta calma, aunque el agua golpeaba contra las escolleras que protegían las playas y las olas rompían con mil bramidos, saltando y rebotando. Los barcos pesqueros con sus velas amarillas y rojas a rayas y manchas negras, que les daban la apariencia de gigantescas mariposas, resaltaban vivamente sobre el azul oscuro de las aguas y avanzaban lentamente, mientras en lo alto bandadas de grandes pájaros marinos, gaviotas y pelícanos, volaban caprichosamente. Habiendo atravesado el cerco, el caballo había tomado un camino bastante ancho que costeaba el océano, avanzando a un trote sostenido, sin que el doctor hubiese tenido que apurarlo con el látigo.
Brandok se había puesto taciturno, como si el spleen se hubiese apoderado de él nuevamente; tampoco el notario hablaba, muy ocupado en fumar su pipa que emanaba un humo denso como si fuera la chimenea de un barco a vapor.
El doctor cuidaba que el poney anduviese en línea recta y no pisara algún desnivel o se acercara demasiado al acantilado, que en ese lugar caía en picada hasta el océano.
Algunos muchachitos salían de cuando en cuando del bosque de pinos y abetos que se prolongaba hacia el interior de la isla, y corrían durante algún trecho junto al coche, gritando a toda voz:
—Buen paseo, doctor.
El paisaje variaba rápidamente, volviéndose más salvaje a medida que se acercaban a la playa oriental de la isla. Ya no se veían casas ni habitantes. Sólo los bosques de pinos y abetos se volvían más numerosos y tupidos y los acantilados más altos y empinados. Las olas del océano golpeaban allí con tal violencia que parecía que estuvieran disparando cañonazos al final de los pequeños fiords abiertos por la eterna acción del agua.
Era un bramido continuo, cada vez más ruidoso, que impedía hablar a los tres amigos, pues no podían oírse.
El camino había desaparecido, pero el poney no dejaba de trotar, sin manifestar cansancio alguno; hacía que el coche se sacudiera terriblemente.