Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—Sí, han hecho bien. ¿Cuándo crees que podremos saber algo más sobre la ceniza?
—A mediados de la semana que viene, diría yo —respondió Pedersen antes de preguntar amablemente—: ¿Cómo os va a vosotros? ¿Habéis encontrado algo?
No era frecuente que el forense hiciese preguntas sobre la marcha de una investigación, pero a Patrik no le sorprendió. La muerte de Sara parecía conmover a tanta gente… Incluso a los más curtidos. Se tomó un segundo de reflexión antes de responder.
—No mucho, me temo. Si quieres que te sea sincero, no tenemos ninguna pista que seguir, pero espero que esto nos lleve a algún sitio. Y no es que ahora tenga claro cómo, pero es lo bastante extraño como para que le dé un empujón a la investigación.
—Esperemos que sea así —dijo Pedersen.
Patrik le resumió a Ernst lo que le había dicho el forense. Ambos permanecieron un rato en silencio, sentados en el coche, mientras fuera seguían resonando los crujidos. Patrik casi esperaba ver salir un alce corriendo hacia ellos, pero seguramente serían sólo unos pájaros o alguna ardilla que rebuscaba entre las hojas secas, de un rojo otoñal.
—¿A ti qué te parece? ¿No deberíamos inspeccionar de cerca el baño de los Florin?
—¿No deberíamos haberlo hecho ya? —preguntó Ernst.
—Puede que sí —respondió Patrik con acritud, consciente de que Ernst tenía parte de razón—. Pero no lo hicimos, y más vale tarde que nunca.
Ersnt no replicó. Patrik sacó el móvil e hizo las llamadas necesarias para obtener la orden y contar con el equipo técnico de Uddevalla. Con las palabras de Ernst resonándole en los oídos, apremió el proceso tanto como le fue posible hasta que le prometieron que acudirían aquella misma tarde.
Con un suspiro, arrancó el motor y metió la marcha atrás. Le rondaban la cabeza mil ideas de ceniza… y de muerte.
Fjällbacka, 1924
Agnes odiaba su vida. Incluso más de lo que creía posible el día en que llegó a su nuevo hogar. Ni en sus sueños más desaforados habría podido imaginar que todo sería tan pobre y miserable. Y por si no tenía bastante con el entorno, ahora se le había hinchado el cuerpo y se había convertido en un ser torpe y nada atractivo. Sudaba sin cesar bajo el sol del verano en sucias greñas. Lo que más deseaba era que la criatura que la había convertido en aquel ser repugnante saliese cuanto antes, aunque al mismo tiempo le horrorizaba pensar en el parto. La sola idea le producía mareos.
La vida con Anders también era una tortura. ¡Si al menos tuviese agallas! Pero no, iba siguiéndola por todas partes con su triste mirada de cordero mendigando unas migajas de atención. Ella sabía que las demás mujeres la despreciaban porque no seguía su ejemplo, no empleaba sus días fregando su miserable casa y atendiendo al ingrato de su marido. Pero ¿cómo iba ella a hacer tal cosa? Ella era mucho mejor que las demás, procedía de una clase totalmente distinta y había recibido una buena educación. Era absurdo que Anders le pidiese que se pusiera a cuatro patas y restregase los miserables suelos de madera o que se apresurase a la cantera para llevarle la comida. Además, tenía la cara dura de quejarse de su modo de manejar la miseria de dinero que traía a casa. En el estado en que se encontraba, no debería hacer nada de nada. Si le apetecía algo suculento el día que iba a la tienda, ¿qué?; no tendría por qué armar tanto alboroto sólo porque se permitiese algún lujo en lugar de comprar mantequilla o harina.
Agnes suspiró y descansó los pies hinchados en el escabel que tenía delante. Allí sentada junto a aquella misma ventana, cuántas veces había pensado en lo distinta que podría haber sido su vida si su padre no fuese tan terco. De vez en cuando consideraba la idea de volver a Strömstad, arrodillarse ante él y mendigarle que la acogiese por compasión. Si hubiese abrigado la más mínima esperanza en el triunfo de tal empresa, lo habría hecho hace ya tiempo. Pero, para bien y para mal, conocía a su padre y sabía perfectamente que no merecía la pena. Allí estaba y allí seguiría, y hasta que se le ocurriese algún modo de salir de su situación actual, tendría que seguir penando.
Oyó pasos en la entrada y, con un suspiro, adivinó que era Anders, que ya volvía a casa. Si esperaba encontrarse la mesa puesta y la comida preparada, estaba muy equivocado. Teniendo en cuenta los dolores y tormentos que tenía que sufrir por llevar a su hijo en sus entrañas, ya podía ponerse él a hacerle la comida a ella. Aunque, claro, en casa tampoco había mucho que preparar. El dinero se había acabado a la semana de que él llegase con el salario y, hasta el próximo, faltaba una semana entera. Pero puesto que se llevaba tan bien con los Jansson, los de la habitación de al lado, seguro que podría mendigarles un pedazo de pan y algo con lo que hacer una sopa.
—Hola, Agnes —la saludó Anders algo tímido.
Pese a que llevaban casados medio año, con ella no se sentía en casa y se lo veía algo desorientado en el umbral.
—Hola —resopló Agnes con un mohín de desprecio al ver lo sucio que venía—. ¿Tienes que entrar con toda esa mugre? Al menos, quítate los zapatos.
Él obedeció y se sentó en la escalera de la entrada.
—¿Hay algo de comer? —preguntó.
Esto provocó una expresión tal de asombro en el rostro de Agnes que se diría que le acababa de oír la peor de las maldiciones.
—¿A ti te parece que yo estoy en condiciones de ponerme a cocinar para ti? Apenas si puedo mantenerme en pie y tú esperas que te reciba con un plato de comida caliente en la mesa cuando llegas a casa. Y, además, ¿con qué dinero iba a comprar comida para la cena? No sueles traer lo suficiente para que podamos comer como la gente decente y ya no nos queda ni un céntimo. Por si fuera poco, el perro pulgoso del tendero ya no nos fía.
Anders apretó los labios al oír lo del crédito en la tienda. Detestaba contraer deudas, pero los últimos seis meses, desde que empezó a vivir con Agnes, ella había comprado montones de cosas fiadas.
—Pues sí, justo estaba pensando en que deberíamos hablar de eso… —dijo dejando la frase inacabada.
Agnes empezó a intuir que habría problemas. Aquello no sonaba nada halagüeño. Anders prosiguió.
—Veras, creo que será mejor que, de aquí en adelante, yo me encargue de administrar el salario.
Lo dijo sin mirarla a los ojos y ella sintió nacer la ira en su corazón ¿Que pretendía decir? ¿Pensaba arrebatarle la única alegría que le quedaba en la vida?
Vagamente consciente de la tormenta que desencadenarían sus palabras, el añadió:
—Es que creo que resulta una gran carga para ti tener que bajar a la tienda y luego, cuando nazca el niño, te costará organizarte para salir, así que será mejor que yo me encargue de todo eso.
Agnes estaba tan colérica que no era capaz de articular palabra. Pero al cabo de un rato se le pasó aquella mudez transitoria y le explicó exactamente lo que le parecía la idea. Vio que Anders se retorcía incómodo, consciente de que medio barracón oía los insultos que le decía. Pero a ella no le importaba en absoluto. Le daba perfectamente igual la opinión de aquella chusma trabajadora, lo importante era que Anders tuviese muy claro lo que pensaba de él.
Pese a sus iras y ante su asombro, Anders no cedió. Por primera vez, se mantuvo en sus trece y la dejó gritar cuanto quiso. Llegó un momento en que ella se vio obligada a callar para retomar el aliento, y él aprovechó para decirle tranquilamente que podía gritar hasta que le estallasen los pulmones, pero que estaba decidido.
Agnes empezó a hiperventilar y era tal su rabia que estuvo a punto de marearse. Su padre siempre cedía cuando la veía hipando sofocada, pero Anders la observo en silencio sin hacer amago de ir a consolarla siquiera.
Entonces Agnes sintió una punzada de dolor en el abdomen y calló aterrada. Nada deseaba más que volver a casa de su padre.
Monica sintió el horror como un puñetazo en el estómago.
—¿Que la policía ha estado aquí?
Morgan asintió, pero sin mover la vista de la pantalla. Ella sabía que, en realidad, no era buen momento para conversar.
Según su horario, ahora tenía que trabajar y entonces no se podía hablar con él. Pero no podía contenerse. Dominada por el desasosiego, desplazaba el peso del cuerpo nerviosamente de un pie a otro. Deseaba acercársele y zarandearlo para que le contase más sin necesidad de hacerle todo el tiempo preguntas detalladas acerca de cada acontecimiento, pero sabía que no tenía sentido. Tendría que hacerlo como siempre, con su habitual paciencia.
—¿Qué querían?
Él seguía sin apartar la vista de la pantalla y respondió sin que los dedos, que volaban sobre el teclado, perdiesen la agilidad y la rapidez de siempre.
—Me hicieron preguntas sobre la niña muerta.
A Monica casi se le paró el corazón. Con voz enronquecida, continuó:
—¿Qué te preguntaron?
—Si la había visto salir por la mañana, entre otras cosas.
—¿Y lo hiciste?
—¿Si hice qué? —respondió Morgan distraído.
—Si la viste.
El joven obvió la pregunta.
—¿Por qué vienes a estas horas? Sabes que no se ajusta a mi horario. Normalmente, sólo vienes cuando no trabajo.
Su voz chillona y estridente no expresaba ningún eco de protesta, tan sólo la constatación de un hecho. Ella se había saltado una de sus tareas interrumpiendo su ritmo, y sabía que eso lo desconcertaba. Pero era incapaz de contenerse. Tenía que saberlo.
—¿La viste salir?
—Sí, la vi salir —respondió Morgan—. Y se lo dije a la policía, respondí a todas sus preguntas, aunque también ellos vinieron a alterar mi ritmo.
Entonces Morgan se volvió hacia ella y la observó con su inteligente, aunque extraña mirada. Siempre tenía los ojos igual, jamás se alteraban, jamás mostraban sentimientos. Al menos, ya no. Ya había aprendido a tener cierto control sobre su existencia. Cuando era más joven, sufría increíbles accesos de ira, de pura frustración al ver las circunstancias sobre las que no podía influir o las opciones que se le negaban. Podía tratarse de cualquier cosa, desde decidir el día en que tenía que ducharse hasta elegir el menú para la cena. Pero ambos habían aprendido. Ahora, la vida estaba cuadriculada y todas esas opciones, predeterminadas. Se duchaba cada dos días, tenía cuatro menús para la cena que iban rotando, y el desayuno y el almuerzo eran siempre iguales. El trabajo se había convertido en una especie de salvación para él. Era algo que hacía muy bien, en lo que podía derrochar su gran inteligencia y que convenía a la forma de ser tan particular de los enfermos de Asperger.
Era insólito que Monica llegase a una hora inoportuna del horario de Morgan. De hecho, no recordaba la última vez que lo hizo. Sin embargo, ahora que ya lo había molestado, bien podía continuar.
Siguió uno de los caminos entre las pilas de revistas y se sentó en el borde de la cama.
—No quiero que hables más con ellos sin que yo esté presente.
Morgan asintió sin más. Después se volvió del todo hacia ella, a horcajadas en la silla y con los brazos apoyados en el respaldo.
—¿Tú crees que me habrían dejado verla si se lo hubiese pedido?
—¿Ver a quién? —preguntó Monica desconcertada.
—A Sara.
—¿Qué quieres decir?
Monica sintió que todo le daba vueltas. La presión de los últimos días la había desequilibrado y la pregunta de Morgan la hizo perder el control.
—¿Y por qué ibas tú a querer verla?
No pudo disimular la rabia de su voz, pero, como de costumbre, él no reaccionó. Ni siquiera estaba segura de que Morgan comprendiese que haber elevado el tono significaba que estaba enfadada.
—Para ver su aspecto —respondió él con calma.
—¿Por qué? —alzó la voz aún más y apretó los puños.
El miedo la tenía atenazada y cada palabra de Morgan era como un paso más hacia una oscuridad que la espantaba.
—Para ver lo muerta que estaba —respondió el joven sin apartar la vista de ella.
Monica empezó a respirar con dificultad y sintió que las paredes de la minúscula cabaña la apresaban. No lo soportó un segundo más, necesitaba aire y, sin decir nada, echó a correr hacia la puerta y la cerró de un golpe al salir. Sintió el escozor del aire gélido en la garganta mientras respiraba hondo y, tras unos minutos, notó que el pulso volvía a ser normal.
Miró disimuladamente por una de las ventanas. Morgan ya se había dado la vuelta otra vez. Le volaban las manos sobre el teclado. Monica pegó la cara contra el cristal y observó su cuello. Lo quería tanto que le dolía.
No había nada que le proporcionase tanto placer como limpiar. Los demás miembros de la familia aseguraban que era una maniática, pero a ella le daba lo mismo. Con tal de que se mantuviesen apartados y no intentasen ayudar, estaba contenta.
Lilian empezó, como de costumbre, por la cocina. Todos los días lo mismo. Limpiar todas las superficies, pasar la aspiradora, fregar el suelo y, una vez por semana, sacar todos los cacharros de los cajones y los armarios, y limpiarlos por dentro. Una vez lista la cocina, limpiaba el vestíbulo, la sala de estar y el porche. La única habitación de la planta baja que no podía limpiar era el pequeño cuarto de invitados, donde dormía Albin. De eso se ocuparía más tarde.
Subió la aspiradora escaleras arriba. Stig habría querido comprarle un modelo más pequeño, pero ella se negó con resuelta amabilidad. Aquélla tenía quince años y aún estaba como nueva. Mucho mejor que las modernas, que se rompían cada dos por tres. Claro que era muy pesada. Iba resoplando mientras subía al distribuidor del piso de arriba. Stig estaba despierto y se volvió a mirarla.