Las hijas del frío (22 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las hijas del frío
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Tan pronto como entró en la casa, Monica supo que algo no iba bien. La furia de Kaj flotaba hasta ella como las ondas de sonido por los aires, y enseguida se le acentuó el cansancio que ya arrastraba. ¿Qué sería esta vez? Hacía mucho tiempo que se había hartado de su humor colérico, pero no era capaz de recordarlo de otro modo. Llevaban juntos desde la adolescencia y tal vez entonces ese humor algo violento resultaba atractivo. Ya ni se acordaba. Y no es que tuviera importancia; la vida vino como vino. Ella se quedó embarazada, se casaron, Morgan nació y después, un día tras otro. Su vida marital llevaba años muerta y hacía ya mucho tiempo que ella se había trasladado a su propio dormitorio. Quizá hubiese algo más aparte de eso, pero era la costumbre, lo conocido. Claro que había pensado en el divorcio alguna que otra vez, y en una ocasión, hacía veinte años, incluso hizo la maleta a escondidas y estuvo a punto de irse llevándose a Morgan. Pero enseguida pensó que antes le prepararía la cena a Kaj y le plancharía un par de camisas y pondría una lavadora por no dejar un montón de ropa sucia, y sin saber cómo, se vio deshaciendo la maleta tranquilamente.

Monica fue a la cocina, donde sabía que lo encontraría. Siempre se sentaba allí cuando se enfadaba. Quizá porque así veía el objeto más habitual de sus iras. Ahora, en efecto, había descorrido un poco la cortina y miraba con encono la casa del vecino.

—Hola —saludó Monica.

No obtuvo una respuesta civilizada, sino una terrible y amarga perorata.

—¿Sabes lo que ha hecho hoy esa loca? —preguntó sin aguardar respuesta, cosa que Monica tampoco pensaba hacer—. ¡Me mandó a la policía, los hizo venir porque me acusó de haberla agredido! Les enseñó unos moretones que ella misma se había hecho y dijo que yo la había golpeado. ¡Que me aspen si está en sus cabales!

Monica había entrado en la cocina con el propósito de no dejarse arrastrar por la marea de la última gresca de Kaj, pero aquello era mucho peor de lo que ella imaginaba y, aun en contra de su voluntad, sintió crecer la indignación en el pecho. Sin embargo, antes debía quedarse tranquila.

—¿Y es seguro que no la agrediste, Kaj? Mira que tú tienes tendencia a descontrolarte…

Kaj la miró como si hubiese perdido el juicio.

—¿Qué demonios dices? ¿De verdad crees que iba a ser tan estúpido como para hacerle el juego de ese modo? Por supuesto que tenía ganas de darle una tunda, pero no creerás que no sé lo que ella podría hacer si me hubiese dejado llevar. Y es verdad que fui a su casa y le dije lo que pensaba, ¡pero no la toqué!

Monica sabía que era sincero y también ella empezó a mirar con odio hacia la casa del vecino. ¡Si Lilian los dejase en paz!

—Bueno, ¿qué pasó? ¿Se creyó la policía sus mentiras?

—No, por suerte consiguieron averiguar no sé cómo que mentía. Iban a hablar con Stig y creo que él echó por tierra toda la historia. Pero poco faltó.

Monica se sentó frente a su marido. Estaba rojo de ira y no dejaba de tamborilear nerviosamente con los dedos sobre la mesa.

—¿No crees que deberíamos abandonar y mudarnos de aquí? Así no podemos seguir.

Era la misma súplica de tantas otras veces, ante la que su marido siempre mostraba idéntica determinación.

—Ni hablar, ya te lo he dicho. Esa mujer jamás hará que me mueva de mi casa, me niego a darle tal satisfacción.

Dio un puñetazo en la mesa para subrayar sus palabras, aunque no era necesario. Monica ya había oído antes la misma respuesta. Sabía que no valía la pena. Y, para ser sincera, tampoco ella quería darle a Lilian el laurel de la victoria. En especial, después de todo lo que había dicho de Morgan.

Pensar en su hijo le dio la oportunidad de cambiar de tema.

—¿Has ido a ver cómo está Morgan hoy?

Kaj apartó la vista de la casa de los Florin y, disgustado, masculló:

—No, ¿debería haberlo hecho? Ya sabes que nunca sale de la cabaña.

—Ya, bueno, pensé que quizá habrías ido a saludarlo y a preguntarle cómo está.

Monica sabía que era utópico, pero no podía por menos de conservar la esperanza. Después de todo, Morgan era su hijo.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —farfulló Kaj—. Si quiere compañía, que venga aquí —dijo poniéndose de pie—. Bueno, ¿vamos a cenar hoy o no?

Sin decir nada, Monica también se levantó y se puso a preparar la cena. Hacía unos años hubiera pensado que Kaj habría podido preparar la cena puesto que estaba en casa. Ahora ni se le pasaba por la cabeza. Todo era como siempre. Y así seguiría.

Capítulo 13

Fjällbacka, 1924

No se dijeron ni una palabra durante el viaje a Fjällbacka. Después de tantas veladas juntos, después de haberse susurrado al oído noche tras noche, ahora no tenían ni una sola palabra que decirse. Al contrario, estaban tensos como soldaditos de plomo, mirando al frente, cada uno perdido en sus propias cavilaciones.

Agnes sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. ¿De verdad se había despertado aquella misma mañana en la gran cama de su hermosa habitación, en la flamante mansión en la que había vivido toda su vida? ¿Cómo era posible que ahora se viese en el tren, con una maleta en las rodillas, camino a una vida de miseria con un hombre del que ya no quería saber nada? Apenas soportaba tenerlo delante. En un momento del viaje, Anders hizo un intento de consolarla tomándole la mano, pero ella la rechazó asqueada y esperaba que no volviese a intentarlo.

Cuando, varias horas más tarde, se detuvieron ante el barracón que sería su hogar común, Agnes se negó a bajar del coche en un primer momento. Se quedó allí, incapaz de moverse. Paralizada ante la suciedad que la rodeaba y el griterío de los mocosos mugrientos que correteaban curiosos alrededor del coche. Simplemente, aquélla no podía ser su vida. Por un instante estuvo tentada de pedirle al cochero que la llevase de nuevo a la estación de ferrocarril, pero comprendió que era una empresa imposible. ¿Adónde iría? Su padre le había dejado más que claro que no quería saber nada de ella, y servir en algún sitio era una idea que no habría considerado siquiera, aun sin estar embarazada. Se le habían cerrado todas las puertas, salvo la que conducía a aquella sucia y ruinosa casa.

A punto de echarse a llorar, por fin bajó del coche e hizo un mohín al notar que se le hundía el pie en el barro. Y no mejoraba la situación el hecho de que llevase sus preciosos zapatos rojos con la punta descubierta: la humedad y el barro le mojaron las medias y los dedos. Por el rabillo del ojo vio cómo la gente apartaba las cortinas para permitir que sus ojos curiosos contemplasen el espectáculo. Agnes se irguió. Que mirasen hasta quedarse ciegos, pues. ¿Qué le importaba a ella lo que pensaran y opinaran? Simples siervos, eso es lo que eran, y seguramente no habían visto a una verdadera dama en su vida. En fin, no sería la suya una larga estancia en aquel lugar. Ya se ingeniaría el modo de salir de allí; jamás se había visto antes en una situación de la que no pudiese salir con sus encantos o con mentiras.

Resuelta, tomó la maleta y fue trastabillando hasta el barracón.

En la pausa matinal, Patrik y Gösta le contaron a Martin y a Annika lo que había pasado el día anterior. Ernst no solía aparecer antes de las nueve de la mañana y Mellberg consideraba que compartir los descansos con el personal podía minar su imagen de jefe, de modo que se quedaba en su despacho.

—¿Pero esa mujer no comprende que eso es tirar piedras contra su propio tejado? —preguntó Annika—. Debería estar más interesada en que os concentrarais en buscar al asesino en lugar de seguir con esos líos —continuó, como un eco de lo que Patrik y Gösta se habían dicho el día anterior.

Patrik meneó la cabeza y añadió:

—No entiendo si lo que le pasa es que no ve más allá de sus narices o si, sencillamente, está loca. Pero lo mejor es que lo olvidemos. Con un poco de suerte, logramos infundirle cierto temor ayer, así que no volverá a hacerlo. ¿Tenemos algo más con lo que seguir adelante?

Nadie dijo una palabra. La ausencia de pruebas y de pistas con las que trabajar era alarmante.

—¿Cuándo dijiste que tendríamos los resultados del Instituto Forense? —preguntó Annika rompiendo el tenso silencio reinante.

—El lunes —respondió Patrik.

—¿La familia está totalmente libre de sospecha? —quiso saber Gösta, que los observaba a todos sin dejar de beber café.

Patrik recordó de pronto el extraño tono de Erica la noche anterior, cuando él sacó a relucir las coartadas de la familia. Además, había algo a lo que él había estado dándole vueltas; ahora sólo faltaba saber de qué se trataba…

—Por supuesto que no —contestó—. La familia siempre se encuentra entre los sospechosos, pero no hay nada concreto sobre lo que indagar.

—¿Cómo son sus coartadas? —preguntó Annika.

La joven se sentía por lo general bastante al margen de las investigaciones, por lo que solía agradecer los momentos en que tenía la posibilidad de enterarse de lo que pasaba con más detalle.

—Verosímiles, pero por comprobar aún, diría yo —respondió Patrik antes de levantarse para ir a la cocina por más café—. Charlotte se pasó la mañana acostada en la planta baja, pues tenía una crisis de migraña. Stig también estaba dormido, según él mismo dice. Se había tomado un somnífero y no tenía ni idea de lo que pasó. Lilian estaba en casa cuidando del pequeño Albin y despidió y vio salir a Sara. Y Niclas estaba en el trabajo.

—Es decir, que la mayoría de ellos no tiene una coartada segura —dijo Annika secamente.

—Tienes razón —opinó Gösta—. Hemos tenido muchos reparos a la hora de emplearnos duro con ellos, pero sus datos son cuestionables, de eso no cabe duda. Aparte de Niclas, nadie puede confirmar su coartada.

¡Eso! Eso era lo que le había estado corroyendo el subconsciente. Patrik empezó a caminar nervioso de un lado a otro.

—No es posible que Niclas estuviese en su trabajo. ¿No lo recuerdas? —le preguntó a Martin, que lo miraba sin comprender—. No hubo forma de localizarlo aquella mañana. Y tardó casi dos horas en aparecer en su casa. ¿Acaso sabemos dónde estuvo? ¿Y por qué mintió después diciendo que estaba en el centro médico?

Martin no sabía qué responder. ¿Cómo se les había escapado aquello?

—¿No deberíamos interrogar también a Morgan, al hijo del vecino? Sea verdad o no, hay una serie de denuncias presentadas contra él por merodear y fisgar por las ventanas para ver a Lilian desnuda, según la información. Aunque vete tú a saber por qué alguien querría ver algo así —dijo Gösta dando otro sorbo de café al tiempo que los miraba maliciosamente.

—Esas denuncias son muy antiguas y, como tú insinúas, no habrá mucho de verdad en ellas, especialmente después de lo que ocurrió ayer.

Patrik oía su propia impaciencia. No estaba muy seguro de querer perder el tiempo indagando en las mentiras de Lilian, ni en las antiguas ni en las nuevas.

—Por otro lado, ya hemos constatado que no tenemos demasiado con lo que trabajar… —apuntó Gösta con las palmas de las manos extendidas.

Tres pares de ojos se quedaron mirándolo atónitos, pues no era propio de él tomar la iniciativa. Pero justo por lo insólito del hecho, tal vez deberían escucharlo. Con la intención de apoyar lo que acababa de decir, Gösta añadió:

—Además, si no recuerdo mal, desde la cabaña del chico se ve la casa de los Florin, de modo que quizá observó algo aquella mañana.

—Tienes razón —admitió Patrik, que no pudo evitar sentirse algo estúpido.

Debería haber pensado en que Morgan podía al menos ser un testigo potencial.

—Bien, haremos lo siguiente: tú y Martin hablaréis con Morgan Wiberg, yo y… —aquí guardó silencio, pero enseguida se obligó a pronunciar el nombre—, y Ernst le echaremos un vistazo más de cerca al padre de Sara y nos veremos todos aquí a primera hora de la tarde.

—¿Y yo? ¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Annika.

—Estate atenta al teléfono. A estas alturas, la prensa ha debido de sacar algo ya y, si hay suerte, alguien llamará para dar información útil.

Annika asintió y se levantó para dejar la taza en el lavaplatos. Los demás la imitaron y Patrik fue a su despacho para aguardar la llegada de Ernst. En primer lugar, tendría una conversación con él sobre la importancia de ser puntual en el trabajo, en especial con una investigación de asesinato en curso.

Mellberg sentía que el destino se acercaba a pasos agigantados. Sólo quedaba un día. La carta seguía en el primer cajón. No había osado volver a mirarla. Además, se la sabía de memoria. Le sorprendía que los sentimientos que abrigaba fuesen tan contradictorios. Su primera reacción había sido de ira, desconfianza y furia. Pero poco a poco también empezó a abrigar una esperanza. Y dicha esperanza lo sorprendió por completo. Siempre había considerado que su vida era casi perfecta, al menos hasta que lo trasladaron a aquel agujero. A partir de ahí, se vio obligado a admitir que le había ido un poco cuesta arriba, pero aparte del ascenso del que se consideraba merecedor, no creía que le faltase nada. Claro que la vergonzosa historia de Irina le proporcionó motivos para pensar que quizá deseara más cosas en la vida, pero no tardó en echar al olvido aquel episodio sin importancia.

Para él siempre había sido una cuestión de orgullo no necesitar a nadie. La única persona con la que había tenido una relación íntima y con la quería tener una relación íntima era su querida madre, y ella ya había dejado este mundo. Pero aquella carta significaba que las cosas tal vez pudieran cambiar.

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