Las hijas del frío (23 page)

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Authors: Camilla Läckberg

BOOK: Las hijas del frío
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Sentía su respiración pesada y dificultosa, y también una mezcla de miedo y de impaciente curiosidad. Por un lado, quería que aquel día pasara cuanto antes para que la incertidumbre de hoy se viese sustituida por la certeza de mañana. Sin embargo, al mismo tiempo quería que el día pasara tan despacio que casi se detuviese.

Alguna vez consideró la posibilidad de ignorarlo todo, arrojar la carta a la papelera y esperar que el problema se resolviera solo, pero sabía que no funcionaría.

Con un suspiro, puso los pies sobre la mesa y cerró los ojos. Mejor sería esperar pacientemente y ver qué traía el día de mañana.

Gösta y Martin pasaron con discreción por delante de la gran casa, deseosos de no ser vistos cuando se dirigían a la cabaña. Ninguno de los dos estaba de humor para un enfrentamiento con Kaj y querían tener la oportunidad de hablar con Morgan tranquilos, sin la intervención de los padres. Además, el muchacho era adulto, de modo que no había razón para que ninguno de los progenitores estuviera presente.

Morgan tardó un rato en salir. Tanto, que ya empezaban a dudar de que estuviese en casa. No obstante, finalmente les abrió un hombre pálido y rubio de unos treinta años.

—¿Quiénes son? —inquirió con voz monótona, sin que su cara mostrase la expresión que solía acompañar a aquella pregunta.

—Somos de la policía —dijo Gösta, presentándose a sí mismo y después a Martin—. Estamos haciendo preguntas por la vecindad acerca de la muerte de Sara.

—Ya —replicó Morgan aún inexpresivo y sin hacer amago de apartarse para dejarlos pasar.

—¿Podemos entrar para hablar con usted? —dijo Martin, que empezaba a sentirse algo incómodo en presencia del extraño joven.

—Prefiero que no. Son las diez y yo trabajo de nueve a once y cuarto. Luego almuerzo, de once y cuarto a doce; y sigo trabajando de doce a dos y cuarto. Entonces voy a tomar café y galletas a casa de mis padres hasta las tres. Vuelvo al trabajo hasta las cinco. Ceno. Luego son las noticias de las seis en la dos. Luego a las siete en la cuatro, luego a las siete y media en la uno y luego otra vez en la dos a las nueve. Y después me voy a dormir.

Seguía hablando en el mismo tono uniforme y como si no hubiese respirado durante la extensa explicación. Su voz sonaba además un tanto alta, chillona, y Martin intercambió una mirada fugaz con Gösta.

—Parece que tiene el horario completo —dijo Gösta—. Pero comprenderá que es muy importante que hablemos con usted, así que le agradeceríamos que se tomase unos minutos.

Morgan pareció reflexionar un instante, pero al final decidió complacerlos. Se hizo a un lado y los dejó pasar, sin ocultar que le molestaba profundamente que alterasen su rutina.

Martin se quedó perplejo al entrar. La cabaña constaba de una única y minúscula habitación que parecía servir de oficina y dormitorio, e incluso tenía un rincón para cocinar. Estaba limpia, pulcra y ordenada salvo por un detalle. Había montones de revistas. Entre las pilas había formado pequeños senderos que posibilitaban el tránsito por la habitación. Un caminito hasta la cama, otro hasta los ordenadores y otro hasta la cocina. Por lo demás, el suelo estaba atestado. Martin observó las portadas y vio que eran revistas de informática de distinto tipo. A juzgar por las portadas, llevaba muchos años coleccionándolas. Algunas parecían nuevas, mientras que otras tenían muchos años de uso.

—Le interesa la informática —comentó Martin.

Morgan lo miró sin responder a tal obviedad.

—¿A qué se dedica? —preguntó Gösta para romper el molesto silencio que reinaba en el ambiente.

—Hago juegos de ordenador. Fantasía, más que nada —respondió Morgan antes de dirigirse hacia las computadoras, como buscando refugio.

Entonces Martin se dio cuenta de que caminaba con movimientos nerviosos y torpes; estuvo a punto de tirar alguna de las pilas de revistas junto a las que pasaba, pero de alguna manera logró evitarlo y finalmente pudo sentarse sin incidentes ante uno de los ordenadores. Morgan miraba inexpresivo a Martin y a Gösta que, desconcertados, seguían de pie en medio del desorden preguntándose cómo continuar con el interrogatorio de aquel extraño individuo. Resultaba difícil dar con lo que era, pero algo raro tenía.

—¡Qué interesante! —exclamó Martin—. Yo siempre me he preguntado cómo se crean todos esos mundos fantásticos. Quienes los hacen deben de tener una imaginación portentosa.

—Yo no invento los juegos. Los hacen otros y yo los codifico. Yo tengo Asperger —añadió Morgan secamente.

Martin y Gösta intercambiaron otra mirada aún más desconcertados.

—Asperger —repitió Martin—. Lo siento, no sé lo que es.

—No, la mayoría no sabe lo que es —aseguró Morgan—. Es una forma de autismo en la que, por lo general, tienes un nivel de inteligencia entre normal y muy alto. Yo lo tengo alto. Incluso muy alto —añadió impasible, sin hacer valoración alguna—. A los que tenemos Asperger nos cuesta entender cosas como las expresiones de la cara, las comparaciones, la ironía y los tonos de voz. Y eso nos dificulta la integración social.

Sonaba como si estuviera leyéndolo en un libro y a Martin le costó seguir su explicación.

—De modo que yo no puedo crear los juegos, puesto que eso implica ser capaz de imaginar los sentimientos de otras personas y esas cosas. Sin embargo, soy uno de los mejores programadores de Suecia —continuó, siempre como una constatación, sin el menor rastro de fanfarronería ni de orgullo.

A su pesar, Martin quedó fascinado. Él jamás había oído hablar de ese síndrome hasta aquel momento, y al escuchar las aclaraciones de Morgan, sintió un vivo interés por el asunto. Sin embargo, habían acudido allí con una misión que cumplir y más les valía ponerse manos a la obra.

—¿Hay algún sitio donde podamos sentarnos? —preguntó mirando a su alrededor.

—En la cama —respondió Morgan señalando la vieja cama que había contra una de las paredes.

Con mucho cuidado, Gösta y Martin esquivaron los montones de revistas y se sentaron en el borde de la cama. Gösta tomó la palabra en primer lugar.

—Ya sabes lo que ocurrió el domingo pasado en casa de los Florin. ¿Viste algo especial aquella mañana?

Morgan no respondió, sino que siguió mirándolos inexpresivo. Martin cayó en la cuenta de que «algo especial» tal vez fuese demasiado abstracto para él e intentó reformular la pregunta de un modo más concreto. No alcanzaba a imaginar siquiera lo difícil que debía de resultar funcionar en la sociedad si uno no era capaz de interpretar los mensajes implícitos en los procesos de comunicación de las personas.

—¿Viste cuándo se fue la pequeña? —aventuró con la esperanza de que fuese lo bastante exacto para que Morgan pudiese responder.

—Sí, la vi salir —dijo Morgan sin añadir nada más, pues no era consciente de que se esperase algo más de lo que se preguntaba estrictamente.

Martin había empezado a cogerle la onda y precisó un poco más:

—¿A qué hora la viste salir?

—Salió a las nueve y diez —respondió Morgan, siempre con la misma voz chillona.

—¿Viste a alguien más aquella mañana? —preguntó Gösta.

—Sí —dijo Morgan.

—¿A quién y a qué hora? —intervino Martin para adelantarse a Gösta.

Más que ver, intuía que el colega empezaba a sentir cierta frustración ante tan extraño sujeto.

—Vi salir a Niclas a las ocho menos cuarto —respondió Morgan.

Martin iba anotando cuanto decía, pues no dudó ni por un instante que las indicaciones horarias fuesen exactas.

—¿Conocías a Sara?

—Sí.

Gösta empezaba a retorcerse de impaciencia y Martin se apresuró a ponerle la mano en el brazo a modo de advertencia.

Algo le decía que un arrebato emocional no surtiría un efecto positivo en sus posibilidades de sacarle a Morgan la mayor cantidad posible de información.

—¿De qué la conocías?

Aquella pregunta no provocó en Morgan más que una mirada vacía, por lo que Martin la reformuló. Jamás antes había reparado en lo difícil que resultaba ser exacto al hablar, ni hasta qué punto confiábamos por lo general en que el interlocutor comprendía lo que queríamos decir.

—¿Venía a la cabaña de vez en cuando?

Morgan asintió.

—Alteraba mi rutina. Llamaba a la puerta cuando yo estaba trabajando y quería entrar. Tocaba mis cosas. Una vez se enfadó porque le dije que se marchase y tiró uno de mis montones de revistas.

—Es decir, ¿no te gustaba? —preguntó Martin.

—Alteraba mis rutinas. Y tiraba mis pilas —repitió Morgan y, seguramente, no podía expresar nada más próximo a las emociones que en él provocaba la niña.

—Y su abuela, ¿cómo te cae?

—Lilian es una mala persona. Es lo que dice mi padre.

—Dice que tú has estado merodeando por su parcela y mirando por las ventanas. ¿Es cierto?

Morgan asintió sin dudar.

—Sí, es cierto. Sólo quería mirar, pero mi madre se enfadó cuando se lo conté. Me dijo que no podía hacer esas cosas.

—¿De modo que dejaste de hacerlo? —preguntó Gösta.

—Sí.

—¿Porque tu madre te dijo que eso no se hace? —preguntó Gösta en un tono burlón que a Morgan le pasó inadvertido.

—Sí, mi madre me dice siempre lo que se puede hacer y lo que no. Solemos practicar cosas que se pueden decir y hacer. Ella me enseña que, cuando la gente dice una cosa, puede estar queriendo decir otra distinta. Si no le hago caso, digo o hago lo que no debo. —Morgan miró el reloj—. Son las diez y media. A esta hora suelo estar trabajando.

—No te molestamos más —dijo Martin poniéndose de pie—. Sentimos haber alterado tu rutina, pero la policía no siempre puede tener consideración con esas cosas.

Morgan pareció contentarse con esa explicación. De hecho, ya había vuelto al ordenador.

—Cerrad bien la puerta al salir —les advirtió—. De lo contrario, el viento la abre.

—¡Menudo chiflado! —exclamó Gösta mientras cruzaban el jardín en dirección al coche, que habían dejado aparcado en una perpendicular.

—A mí me ha parecido muy interesante —aseguró Martin—. No había oído hablar del Asperger en mi vida, ¿y tú?

Gösta soltó una risita.

—No, desde luego no es algo que existiera en mis tiempos. Ahora hay tantos diagnósticos raros…, pero a mí me basta y me sobra con el diagnóstico de idiota.

Martin lanzó un suspiro y se sentó al volante. Gösta no era ningún humanista, de eso no cabía duda.

Algo inquietaba el subconsciente de Martin. Algo que le hizo dudar de que hubiesen formulado las preguntas adecuadas. Luchó unos minutos con su terca memoria, pero al final tuvo que abandonar. Serían figuraciones suyas.

El centro médico se hallaba envuelto en una neblina gris y en el aparcamiento sólo había un vehículo. Ernst, aún malhumorado por la reprimenda que Patrik le había soltado por sus retrasos, salió del coche y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. Patrik cerró el coche de un portazo, irritado como estaba, y lo siguió medio a la carrera. ¡Joder, aquello era como tratar con un niño pequeño!

Pasaron por delante de la ventanilla de la farmacia y giraron a la izquierda, hacia el centro de salud. No vieron a nadie y se oía el eco de sus pasos en el pasillo. Por fin se cruzaron con una enfermera a la que preguntaron por Niclas. La mujer les informó de que estaba con un paciente, pero terminaría en diez minutos; los invitó a sentarse. A Patrik le resultaba fascinante lo similares que parecían ser las salas de espera de todos los centros de salud. Los mismos muebles de madera, tan aburridos y con una tapicería horrenda, las mismas reproducciones absurdas en las paredes y las mismas revistas de siempre. Se puso a hojear una que se llamaba Guía de salud y quedó perplejo ante la cantidad de enfermedades que al parecer existían, pero sobre las que Patrik no había oído hablar jamás. Ernst se sentó tan lejos de él como pudo y tamborileaba en el suelo con el pie de un modo enervante. De vez en cuando, Patrik lo sorprendía mirándolo con rabia, pero a él no le afectaba lo más mínimo. Ernst podía pensar lo que le viniera en gana con tal de que cumpliese con su obligación.

—El doctor ya está libre —anunció la enfermera.

Les indicó el camino a la consulta en la que Niclas aguardaba tras una mesa atestada de papeles. Parecía agotado. Se levantó y les estrechó la mano, intentado exhibir una sonrisa de bienvenida. Sin embargo, la sonrisa jamás llegó a expresarse en sus ojos, sino que se congeló en un gesto de angustia.

—¿Alguna novedad en la investigación? —preguntó.

Patrik negó con la cabeza.

—Estamos trabajando a toda máquina, pero por ahora no ha dado mucho fruto. Aunque lo dará —dijo con la esperanza de infundirle confianza.

En su interior, no obstante, la incertidumbre crecía cada vez con más fuerza. En esta ocasión estaba lejos de sentirse seguro de conseguir nada.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó Niclas cansado, pasándose la mano por el rubio cabello.

Patrik reparó en que el hombre que tenía ante sí parecía hecho para la portada de cualquiera de esas novelas románticas sobre amables enfermeras y médicos guapos. Incluso en estas circunstancias, conservaba el encanto y Patrik no podía más que figurarse la atracción que ejercería sobre las mujeres. Por lo que le había oído decir a Erica, ese hecho no había influido positivamente en su relación con Charlotte.

—Tenemos algunas preguntas que hacerle sobre dónde se encontraba usted el lunes pasado por la mañana.

Fue Patrik quien tomó la palabra, pues Ernst seguía mudo y enojado; además, hizo caso omiso de las miradas de Patrik animándolo a ser un poco más participativo.

—¿Ah, sí? —preguntó Niclas aparentemente impasible.

Sin embargo, Patrik creyó advertir cierto nerviosismo en su mirada.

—Nos dijo que estaba en el trabajo.

—Sí, salí a las ocho menos cuarto, como de costumbre —confirmó Niclas.

En esta ocasión fue imposible no percibir un eco de preocupación en su voz.

—Pues eso es lo que no acabamos de explicarnos —continuó Patrik en un último intento por involucrar a Ernst.

Este, no obstante, seguía mirando fijamente la ventana que daba al aparcamiento.

—Nosotros estuvimos intentando localizarlo aquella mañana durante un par de horas. Y no estaba aquí. Seguramente podremos comprobarlo con la enfermera —sugirió Patrik al tiempo que señalaba la puerta con la mano—. Supongo que tiene anotado su horario y que podrá confirmar que usted estaba aquí la mañana en cuestión.

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