Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Nueva York, 1946
La vida over there no resultó como ella esperaba. La amargura de la decepción había marcado profundas arrugas alrededor de su boca y de sus ojos, pero Agnes seguía siendo, a sus cuarenta y dos años de edad, una mujer hermosa.
Los primeros tiempos fueron fantásticos. El dinero de su padre le garantizó un estilo de vida soberbio que mejoraron las aportaciones de sus admiradores. El apartamento de Nueva York era un hervidero de fiestas a las que la gente elegante acudía de buena gana. Las ofertas de matrimonio fueron muchas, pero ella siempre aplazaba el momento a la espera de alguien más rico, mejor parecido, más hombre de mundo. Y, entre tanto, no se negaba el placer bajo ninguna de sus formas. Era como si se viese obligada a compensarse por los años perdidos y a vivir el doble de rápido que los demás. En su modo de amar, de festejar y gastar dinero en ropa, joyas y decoración para el apartamento había siempre un regusto a ansia compulsiva. No obstante, aquellos años le resultaban ya muy lejanos.
Cuando se produjo la bancarrota de Kreuger, su padre lo perdió todo. Unas inversiones aventuradas hicieron desaparecer toda la fortuna que había amasado. Al leer el telegrama y comprender que August se había comportado de forma tan insensata, experimentó tal ira incontenible que lo rompió en mil pedazos ¿Cómo se permitía perder todo aquello que un día había de pertenecerle a ella? Todo cuanto constituiría su seguridad, su vida.
Agnes respondió con un largo telegrama en el que, con todo lujo de detalles, daba cuenta de lo que pensaba de él y le explicaba hasta qué punto la había destrozado.
Cuando, una semana después, recibió otro telegrama en que se la informaba de que su padre se había pegado un tiro en la sien, Agnes lo arrugó sin más y lo arrojó a la papelera. No se sintió ni sorprendida ni indignada. Por lo que a ella se refería, su padre no merecía otro final.
Siguieron años difíciles. No tanto como con Anders, pero igualmente una lucha por la supervivencia. Ahora se veía obligada a vivir exclusivamente de la buena voluntad de los hombres y, cuando dejo de disponer de medios propios, sus adinerados y animados pretendientes se vieron sustituidos por versiones cada vez peores. Las propuestas de matrimonio cesaron por completo. Ahora las propuestas eran de otro tipo muy distinto y, mientras los hombres pagasen, ella no tenía nada en contra. Por otro lado, debió de sufrir una lesión en el parto y nunca caía en desgracia, lo que incrementaba su valor entre los pretendientes accidentales. Ninguno de ellos deseaba verse ligado a ella por un niño y Agnes prefería arrojarse desde el tejado del edificio antes que volver a vivir aquella terrible experiencia.
Se vio obligada a abandonar su hermoso apartamento y el nuevo era mucho más pequeño, más oscuro y bastante apartado del centro de la ciudad. Ninguna fiesta animaba sus habitaciones y tuvo que empeñar o vender la mayoría de sus pertenencias.
Cuando estallo la guerra, la situación, que ya era mala, empeoró más aun. Y por primera vez desde que subió a bordo del barco en Gotemburgo, sintió nostalgia de su hogar. Su añoranza fue creciendo paulatinamente hasta convertirse en resolución y, al terminar la guerra, decidió volver a su país. No le quedaba nada de valor en Nueva York, mientras que en Fjällbacka aun había algo que podía llamar suyo. Después del gran incendio, su padre compró el solar en el que se había erguido el edificio donde ellos habían vivido y mandó construir uno nuevo en el mismo lugar, tal vez con la esperanza de que Agnes regresara algún día. Aquel nuevo edificio estaba a su nombre, de ahí que aún fuese suyo, pues todos los bienes registrados a nombre de August se habían esfumado. El edificio estuvo alquilado todos aquellos años y los ingresos iban a parar a una cuenta a su nombre que ella podía utilizar en caso de volver. En alguna que otra ocasión intento tener acceso a ese dinero, pero el administrador le daba siempre la misma respuesta su padre había estipulado en las condiciones que solo lo recibiría si regresaba a su patria. Entonces maldijo lo que consideraba una injusticia. Ahora, en cambio, tuvo que admitir, aun a disgusto, que tal vez no hubiese sido tan mala idea. Agnes calculó que podría vivir de aquel dinero durante un año como mínimo; y entre tanto, se proponía encontrar a alguien que la mantuviese.
Para lograrlo, no le quedaba más remedio que atenerse a la historia que había inventado sobre su vida en América. Vendió cuanto poseía e invirtió hasta el último centavo en un traje de excelente calidad y unas maletas muy vistosas. Claro que estaban vacías no le llegó el dinero para llenarlas, pero cuando bajase a tierra, nadie lo notaría. Parecía una mujer adinerada y, además, se elevó a sí misma a la categoría de viuda de un hombre rico de actividad empresarial difusa. «Algo relacionado con las finanzas», decía ella encogiéndose de hombros con elegante despreocupación. Estaba convencida de que funcionaría. Los suecos eran tan ingenuos y quedaban tan impresionados con quienes habían estado en la tierra prometida… A nadie le extrañaría que volviese a casa triunfante. Nadie sospecharía lo más mínimo.
El muelle estaba lleno de gente. Agnes avanzaba entre ellos a empellones con una maleta en cada mano. El dinero tampoco le había alcanzado para un billete de primera, ni siquiera de segunda, así que tendría que viajar como un pavo real entre los pasajeros de tercera clase. Es decir que, en el barco, no engañaría a nadie con su disfraz de gran dama, pero en cuanto pusiese el pie en Gotemburgo, nadie sabría cómo hizo la travesía.
De pronto, sintió que algo blando le rozaba la mano. Agnes miró hacia el suelo y vio a una niña muy pequeña, con un vestido blanco de volantes, que la observaba con los ojos llenos de lágrimas. La muchedumbre iba y venía a su alrededor sin percatarse de que, seguramente, la niña había perdido a sus padres.
—Where is your mummy? —preguntó Agnes en aquella lengua que ya dominaba casi a la perfección.
La pequeña empezó a llorar más aún y Agnes recordó vagamente que los niños tal vez no empezasen a hablar a una edad tan temprana como la que aparentaba ella. Se diría que la pequeña acababa de aprender a caminar y que, en cualquier momento, podía quedar aplastada bajo los pies de la gente que la rodeaba.
Agnes tomó a la niña de la mano y miró a su alrededor. Nadie parecía de su clase. Todos los que la rodeaban llevaban burdas ropas de trabajadores y la pequeña pertenecía sin duda a otra clase social. Agnes estaba a punto de llamar a alguien para pedir ayuda cuando se le ocurrió una idea. Era una osadía, una osadía increíble, pero genial ¿No tendría su historia de la viuda de un hombre rico más credibilidad si además llevase consigo a una niña? Aunque recordaba lo difíciles que habían sido los chicos, con una niña sería totalmente distinto. La pequeña era dulce como la miel. Podría llevarla con lindos vestidos y sus rizos adorables estaban hechos para adornarlos de lazos y flores. Una auténtica darling. La idea le resultaba cada vez mas atractiva y, en una décima de segundo, tomó la decisión. Agarró las dos maletas con una mano y a la niña con la otra y se encamino al barco con paso resuelto. Nadie reaccionó al verla subir y, mientras lo hacía, reprimió el impulso de volverse a mirar. El truco consistía en comportarse como si la niña fuese suya, y para empezar, la pequeña había dejado de llorar de puro asombro y la seguía de buen grado. Agnes lo tomó por una señal de que hacía lo correcto. Seguramente sus padres no se portaban muy bien con ella, puesto que se avenía a seguir a una extraña con tanta facilidad. Con el tiempo, podría darle todo lo que quisiera y sabía que se convertiría en una madre excelente. Los chicos daban tanto trabajo. Esta niña era distinta. Lo presentía. Con ella todo sería diferente.
Niclas fue a casa en cuanto ella lo llamó. Charlotte no quiso decirle por teléfono de qué se trataba y cuando entró por la puerta, iba sin resuello. Lilian bajaba por la escalera con una bandeja en la mano y lo miró desconcertada.
—¿Qué haces en casa a estas horas?
—Charlotte me llamó. ¿Sabes qué ha pasado?
—No, mi hija no me cuenta nunca nada —replicó Lilian con acritud para, acto seguido, dedicarle a Niclas una sonrisa lisonjera—. Acabo de comprar pan fresco, está en la cocina, en una bolsa.
Niclas hizo caso omiso de su insinuación y bajó en dos zancadas la escalera que conducía al sótano. No le sorprendería que Lilian estuviese con la oreja puesta en la puerta en aquel momento, intentando oír lo que decían.
—¿Charlotte?
—Estoy aquí, cambiando a Albin.
Niclas fue al baño y la vio de espaldas, delante del cambiador. Sólo por la postura, supo que estaba enfadada y se preguntaba qué le habrían dicho ahora.
—¿Qué es eso tan importante que no podía esperar? Tenía citados a un montón de pacientes.
Un buen ataque era la mejor defensa.
—Me llamó Martin Molin.
Niclas intentó recordar quién era.
—El policía de Tanumshede, aquél joven y pecoso —le aclaró ella.
Niclas cayó enseguida.
—¿Qué quería?
Charlotte, que ya había terminado de vestir a Albin, se volvió hacia él con el niño en brazos.
—Se han enterado de que alguien amenazó a Sara el día antes de su muerte.
Su voz sonaba fría y metálica, y Niclas aguardó a que continuase.
—¿Sí…?
—El hombre que la amenazó es mayor, de cabello gris y vestido de negro. Llamaba a Sara «fruto del Diablo». ¿Te suena a alguien que conozcas?
En una fracción de segundo la cólera lo dominó.
—¡Maldita sea! —gritó antes de echar a correr escaleras arriba.
Al abrir la puerta de acceso a la planta baja, casi derribó a Lilian. Tenía razón al pensar que estaría escuchando detrás, pero ahora no merecía la pena irritarse por eso. Se puso los zapatos sin molestarse en atárselos, cogió la cazadora y corrió hacia el coche.
Diez minutos más tarde daba un frenazo ante la casa de sus padres, después de atravesar el pueblo a más velocidad de la debida. La casa estaba en la cima del monte, justo sobre el campo de minigolf, y tenía exactamente el mismo aspecto que cuando él era niño. Abrió de golpe la puerta del coche sin molestarse en cerrarla antes de precipitarse en dirección a la entrada de la casa. Se detuvo un instante, respiró hondo y aporreó la puerta. Niclas esperaba que estuviese allí. Por poco creyente que fuese, no estaba bien hacerle lo que tenía pensado dentro de la iglesia.
—¿Quién es? —preguntó la voz dura y familiar de su padre.
Niclas tanteó el picaporte. Como de costumbre, no habían cerrado con llave y entró sin vacilar y gritando antes de ver a nadie.
—¿Dónde estás, viejo cobarde?
—Pero, por todos los santos, ¿qué ocurre? —preguntó su madre, que salió al pasillo con un paño de cocina y un plato en las manos.
Detrás de ella, Niclas vio aparecer la figura enjuta de su padre desde la sala de estar.
—Pregúntale a ése —dijo Niclas señalando a Arne con mano temblorosa. Hacía diecisiete años que no lo veía.
—No sé de qué habla —repuso el padre, negándose a hablarle directamente a su hijo—. Menuda desfachatez presentarse aquí así y ponerse a vociferar. Ya está bien, no hay más que salir por la puerta otra vez.
—Sabes muy bien de qué hablo, viejo de mierda. —Niclas vio con satisfacción que su padre se sobresaltaba ante el apelativo—. Y menuda cobardía, ¡emplearse con una niña indefensa! Si fuiste tú quien la mató, me encargaré de que no levantes cabeza nunca más, hijo de…
Su madre los miró aterrada y alzó la voz, algo tan insólito en ella que Niclas se calló enseguida y hasta su padre, que estaba a punto de responderle, cerró la boca.
—Que cualquiera de vosotros dos sea tan amable de explicarme de qué estáis hablando. Niclas, no puedes entrar en casa y ponerte a gritar como un loco, y si se trata de algo relacionado con Sara, yo también tengo derecho a saberlo.
Después de respirar hondo un par de veces, Niclas le respondió entre dientes:
—La policía ha sabido que ése —dijo, incapaz de mirarlo a la cara— estuvo amenazando a Sara el día antes de su muerte. —No pudo controlar su ira y le gritó—: ¡¿Es que estás mal de la cabeza, viejo pirado?! Asustar así a una niña y llamarla «fruto del Diablo» o lo que quiera que fuese. Tenía siete años, ¿no lo entiendes? ¡Siete años! ¿Y piensas que voy a atribuir a la casualidad que estuvieses con ella el día antes de su muerte, eh?
Dio un paso en dirección al padre, que retrocedió dos.
Asta miró fijamente a su esposo.
—¿Es verdad lo que ha dicho?
—Yo no tengo por qué responder ante nadie. Sólo responderé ante Nuestro Señor —sentenció Arne altisonante, dándoles la espalda a su hijo y a su esposa.
—Deja esas historias, ahora vas a responder ante mí.
Niclas miró asombrado a su madre que, en actitud combativa y con los brazos en jarras, siguió a su marido hasta la sala de estar. Arne también estaba perplejo al ver que su esposa se atrevía a enfrentársele, y abría y cerraba la boca sin poder articular palabra.
—A ver, espero tu respuesta —prosiguió Asta consiguiendo que Arne retrocediese progresivamente al fondo de la habitación a medida que ella se le acercaba—. ¿Estuviste con Sara?
—Sí, estuve con ella —respondió él soberbio, en un último intento por subrayar una autoridad que llevaba cuarenta años dando por supuesta.
—¿Y qué le dijiste?
Era como si Asta hubiese crecido en estatura a los ojos de los dos hombres. Al propio Niclas le inspiraba temor y, por la expresión que vislumbró en los ojos de su padre, dedujo que él pensaba lo mismo.