Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
Lilian resopló displicente desde el fregadero, dando a entender con su actitud lo que pensaba sobre lo que Patrik acababa de decir.
—Sí, claro, en cierto modo lo comprendo —aseguró Charlotte—. Pero me inquieta que pierdan un tiempo que podrían invertir de forma más útil.
—Trabajamos al cien por cien para investigar todas las posibilidades, se lo garantizo.
En un impulso, se inclinó sobre la mesa y le tomó la mano. Ella no la retiró y lo miró con tal intensidad que parecía que quisiera verle el alma y comprobar con sus propios ojos que decía la verdad. Patrik no apartó la vista, permitiéndole indagar en su interior. Al parecer, la satisfizo lo que vio pues, finalmente, bajó la mirada y asintió levemente.
—Supongo que he de confiar en ustedes. Pero creo que tienen suerte de que Niclas no esté en casa.
—Estuvo en casa hace un rato —dijo Lilian sin volverse—. Vino a ver a Stig, pero después se marchó.
—¿Para qué vino? ¿Y por qué no me lo dijo?
—Supongo que estabas dormida. Y tampoco sé por qué vino a casa en pleno medio día. Me figuro que necesitaba tomarse un descanso. Bueno, yo ya le dije que me parecía que era demasiado pronto para volver al trabajo, pero ese muchacho tiene tal sentido del deber que va más allá de lo imaginable, y es de admirar…
Charlotte interrumpió el discurso de Lilian con un elocuente suspiro. La mujer volvió a concentrarse en los platos con frenesí. Patrik pensó que la tensión podía palparse en el ambiente.
—En cualquier caso, él también tiene que enterarse, así que llamaré al centro médico.
Charlotte dejó a Albin en el suelo, sobre la manta, y llamó desde el teléfono que había en la pared de la cocina. Nadie habló mientras llamaba, pero Patrik sintió deseos de desaparecer. Tras unos minutos, Charlotte colgó el auricular.
—No está allí —anunció extrañada.
—¿No está allí? —repitió Lilian dándose la vuelta—. Y entonces, ¿dónde está?
—Aina no lo sabe. Le dijo que se tomaba libre el resto de la mañana. Suponía que se había venido a casa.
Aún de espaldas a los demás, Lilian frunció el ceño.
—Pues aquí no ha estado más de un cuarto de hora. Reconoció a Stig durante unos minutos y se fue otra vez. A mí me dio a entender que volvía al trabajo.
Patrik y Martin intercambiaron una mirada. Ellos dos intuían adonde había ido a buscar consuelo por su pérdida aquel padre.
—Esto nos llevará un par de horas —dijo el técnico responsable asomando la cabeza por la puerta—. Tendréis los resultados en cuanto acabemos.
Patrik y Martin se levantaron, un tanto incómodos, y les hicieron un gesto a Charlotte y a Lilian.
—Bien, pues entonces nosotros nos vamos. Y si se les ocurre algo relacionado con la ceniza, ya saben dónde estamos.
Charlotte asintió, pálida como la cera. Lilian, aún ante el fregadero, se hizo la sorda y no se dignó mirarlos siquiera.
Los dos policías salieron sin decir nada y se dirigieron al coche.
—¿Podrías llevarme a casa? —preguntó Patrik.
—Pero si tienes el coche en la comisaría. ¿No vas a necesitarlo el fin de semana?
—Es que ahora no tengo fuerzas para volver allí. Y de todos modos, había pensado pasar el sábado y el domingo a trabajar un poco. Iré en autobús y así después me llevo el coche.
—Creí que le habías prometido a Erica que estarías libre el fin de semana —le recordó Martin con la mayor sutileza.
Patrik hizo un mohín.
—Sí, lo sé. Pero cuando lo hice no contaba con que se nos vendría encima una investigación de asesinato.
—Yo también pensaba trabajar este fin de semana, así que, si puedo hacer algo, dímelo.
—Gracias, creo que necesito revisar tranquilamente todo lo que tenemos.
—Sí, bueno, pero piensa lo que haces —dijo Martin sentándose en el coche.
Patrik se acomodó en el asiento del acompañante pensando que no estaba muy seguro de saber lo que hacía.
Por fin se libraba de su suegra. Erica no podía creerlo. Todas las amonestaciones, perogrulladas y acusaciones veladas habían agotado por completo sus reservas de paciencia y ya contaba los minutos que faltaban para que Kristina se metiese en su pequeño Ford Escort y se marchase a su casa. Si tenía poca confianza en sí misma como madre antes de que llegase su suegra, ahora había empeorado. Al parecer, nada de lo que hacía estaba bien. No sabía vestir bien a Maja, no sabía alimentarla bien, no tenía la suficiente delicadeza, era demasiado torpe, era demasiado perezosa, debería descansar más… Sus defectos eran infinitos y, en aquellos momentos, sentada con la pequeña en su regazo, sentía que lo mejor sería tirar la toalla. Jamás lo conseguiría. Por las noches soñaba que dejaba a Maja con Patrik y se iba de viaje lejos, muy lejos. A algún lugar donde tuviese paz y tranquilidad, sin llantos ni responsabilidades ni exigencias. A algún lugar donde pudiese acurrucarse, ser pequeña y dejar que alguien la cuidase.
Al mismo tiempo, un afán contradictorio la impulsaba en sentido totalmente opuesto. Un instinto protector y la certeza de que jamás podría abandonar al bebé que tenía en su regazo. Era tan impensable como cortarse una pierna o un brazo. Ahora, ella y la pequeña eran uno y estaban obligadas a pasar juntas por aquello. Pese a todo, había empezado a pensar en lo que tanto le había repetido Charlotte antes de que ocurriese la tragedia de Sara: tal vez debería hablar con alguien que comprendiese cómo se sentía. Quizá no se encontraba como debía. Quizá no fuese normal estar así.
Lo que la movió a empezar siquiera a considerarlo fue, justamente, la muerte de Sara. Situó su propia desventura en la perspectiva adecuada, la hizo ver que ella, a diferencia de Charlotte, se hallaba inmersa en unas tinieblas susceptibles de disiparse. Charlotte se veía obligada a vivir con su dolor el resto de sus días. Ella, en cambio, tal vez podía hacer algo por mejorar su situación. Pero antes de ir a hablar con alguien, probaría los métodos de Anna Wahlgren. Que Maja se durmiese en otro sitio, no encima de ella, sería todo un logro. Lo único que necesitaba era reunir un poco de coraje antes de ponerse manos a la obra. Y, sobre todo, librarse de su suegra.
Kristina entró en la sala de estar y miró a Erica y a Maja con preocupación.
—¿Le estás dando el pecho otra vez? No puede hacer más de dos horas que comió. —La mujer no esperaba ninguna respuesta, sino que continuó incansable—: En fin, al menos yo he intentado ayudaros poniendo algo de orden aquí. No he dejado ropa que lavar, y no había poca, dicho sea de paso. No queda nada por fregar y he limpiado casi todo el polvo. Ah, sí, también he frito unos filetes y los he metido en el congelador, para que no viváis sólo de esos horribles precocinados. Tenéis que comer bien, compréndelo. Patrik también, por supuesto. Él se pasa los días trabajando y ya he visto que tiene que hacerse cargo de Maja hasta la noche, así que necesita estar bien alimentado. La verdad es que, cuando lo vi, me impresionó su aspecto, tan pálido y tan acabado: horrible.
Kristina no cesaba en su letanía y Erica tuvo que morderse la lengua para reprimir el impulso de taparse los oídos y empezar a cantar, como una niña. Era verdad que había disfrutado de algún que otro rato libre mientras su suegra estuvo en casa, no podía negarlo, pero las desventajas superaban claramente los beneficios. A punto de llorar, miraba fija y tozudamente la pantalla del televisor. ¿Por qué no se iba ya?
Su plegaria fue escuchada, pues Kristina colocó la maleta en el vestíbulo y empezó a ponerse el abrigo.
—¿Estás segura de que os arreglaréis?
Haciendo un esfuerzo, Erica desplazó la vista del televisor y logró articular:
—Sí, muchísimas gracias por tu ayuda.
Esperaba que Kristina no percibiese la falsedad que encerraban sus palabras. Al parecer, fue así, pues la suegra asintió magnánima y declaró:
—Bueno, siempre es un placer ser de alguna utilidad. No tardaré en volver.
«Pero vete ya de una vez, por favor», se dijo Erica angustiada, haciendo un enorme esfuerzo por animarla a salir por la puerta. Como por un milagro, funcionó y, una vez cerrada la puerta, Erica lanzó un hondo suspiro de alivio. Sin embargo, no le duró mucho la sensación. En el silencio propiciado por la partida de Kristina y con la apacible respiración de Maja de fondo, volvió a surgir el recuerdo de Anna. Seguía sin localizarla y tampoco ella la había llamado. Con un sentimiento de frustración, marcó el número del móvil de su hermana, pero como en tantas otras ocasiones durante las últimas semanas, sólo pudo hablar con el contestador. Por enésima vez dejó un breve mensaje y colgó. ¿Por qué no contestaba? Erica empezó a meditar un plan tras otro para averiguar qué pasaba con su hermana, pero todos se venían abajo al enfrentarse a su enorme cansancio. Se pondría a ello otro día.
Lucas decía que salía a buscar trabajo, pero ella no lo creía ni por asomo. Mal vestido, sin afeitar y sin peinar; de ninguna manera. No se imaginaba qué iría a hacer a la calle, pero era lo bastante sensata para no preguntar. No era bueno preguntar. Preguntar merecía un castigo. Preguntar implicaba duros golpes que dejaban en ella marcas visibles. La semana anterior no había podido llevar a los niños a la guardería. Se le notaban tanto los cardenales de la cara que incluso Lucas comprendió que sería temerario hacerla salir.
Anna no dejaba de pensar en cómo acabaría aquello. Todo se había malogrado tan rápido que, al recordarlo, le daba vueltas la cabeza. El tiempo pasado en el apartamento de Ostermalm con Lucas, siempre bien vestido y sereno, despidiéndose para ir a su trabajo como agente de bolsa…, se le antojaba tan remoto. Recordaba que también entonces deseaba huir, pero ahora le costaba comprender por qué. En comparación con su actual existencia, no sabía cómo pudo parecerle tan mala aquella otra. Cierto que también entonces la golpeaba de vez en cuando, pero también hubo buenos momentos y todo era bonito y estaba bien organizado. Ahora, al verse en aquel pequeño piso de dos habitaciones, se sentía vencer por el peso de la desesperanza. Los niños dormían en colchones extendidos en el suelo de la sala de estar y había juguetes esparcidos por todas partes. No tenía fuerzas para recogerlos. Si Lucas volvía a casa antes de que hubiese logrado reunir la energía necesaria para ello, las consecuencias serían terribles. Pero ya ni le importaba.
Lo que más la aterraba era ver en los ojos de Lucas que no había rastro de vitalidad, que mentalmente los había abandonado. El indicio de humanidad que antes reflejaban se había esfumado, dando paso a algo mucho más oscuro y peligroso. Lo había perdido prácticamente todo, y nada era tan peligroso como un ser humano que no tenía nada que perder.
Por un instante, consideró la posibilidad de salir e ir a buscar ayuda. Recoger a los niños de la guardería, llamar a Erica y pedirle que fuese a buscarlos. O llamar a la policía. Pero no pasó de ahí. Nunca sabía cuándo volvería Lucas y, si llegaba justo cuando ella intentaba salir de su cárcel, jamás tendría otra ocasión de huir ni quizá incluso de vivir.
De modo que se sentó en el sillón junto a la ventana a mirar el patio. Poco a poco, iba dejando que su vida se perdiese en el ocaso.
Fjällbacka, 1925
Sus silbidos acompañaban el resonar del martillo contra el adoquín. Desde que nacieron los niños, había recuperado la alegría en el trabajo y acudía cada día a la cantera con el convencimiento de que tenía por quién trabajar. Los pequeños eran cuanto siempre había soñado. Sólo tenían seis meses, pero ya controlaban su mundo y constituían su único universo. La imagen de sus cabecitas pelonas y sus sonrisas desdentadas no le abandonaban en todo el día, y se le alegraba el corazón y ansiaba la llegada de la tarde para poder ir a casa y estar con ellos.
Pensar en su esposa, en cambio, lo hacía perder momentáneamente el ritmo al golpear el granito. Aún parecía desligada de los niños, pese a que ya había pasado tanto tiempo desde el difícil parto en que estuvo a punto de morir. El médico le dijo que a algunas mujeres les costaba mucho recuperarse de semejante experiencia y que, en esos casos, podían tardar meses en aceptar al hijo o, como aquí, a los hijos. Anders había intentado facilitarle las cosas a Agnes en todo lo que estaba a su alcance. Pese a lo largo y duro de sus jornadas, era él quien se levantaba a consolar a los pequeños si despertaban por la noche y, puesto que Agnes se negaba a darles el pecho, fue él quien se hizo cargo de alimentarlos. Para Anders era una felicidad darles de comer, cambiarlos y jugar con ellos. Al mismo tiempo, debía pasar muchas, muchas horas en la cantera, durante las cuales Agnes se veía obligada a cuidarlos. Aquello lo llenaba de preocupación. No eran pocas las ocasiones en que, cuando llegaba a casa, se los encontraba sucios y llorando desesperados de hambre. Él intentó hablar con ella del tema, pero Agnes volvía la cabeza y se negaba a escuchar. Finalmente, fue un día a casa de Jansson y le preguntó a Karin, su mujer, si ella podría ir de vez en cuando a ver cómo estaban. La mujer lo miró algo extrañada, pero le prometió que lo haría. Anders le estaría eternamente agradecido por ello. Ya tenía bastantes obligaciones con lo suyo. Seguramente sus ocho hijos le exigían la mayor parte de su tiempo y, aun así, le prometió sin dudar ocuparse de los dos suyos siempre que pudiese. Aquella promesa le quitó de encima un peso indecible. En alguna ocasión creyó ver un extraño destello en los ojos de Agnes, pero desaparecía tan rápido que terminaba convenciéndose de que serían figuraciones suyas. Sin embargo, alguna que otra vez evocaba ese destello mientras trabajaba en la cantera y entonces tenía que contenerse para no dejar el martillo y salir corriendo a casa, sólo para asegurarse de que los niños estaban jugando tranquilamente en el suelo, sonrosados y sanos.
Últimamente aceptaba más trabajo del habitual. De algún modo tenía que conseguir que Agnes estuviese más satisfecha con su vida pues, de lo contrario, los haría infelices a todos. Desde que llegaron al barracón, ella insistía en que deberían alquilar algo en el pueblo, y Anders estaba resuelto a hacer cuanto estuviese en su mano para satisfacer su deseo. Si aquello dulcificaba ligeramente su actitud para con él y los niños, sus largas jornadas de trabajo habrían valido la pena más que de sobra. Ahora que Anders se encargaba del salario y de la compra, podían hasta ahorrar, aunque el menú era poco variado. Su madre no le había enseñado mucho sobre cocina y, además, siempre compraba lo más barato. Por otro lado, Agnes había empezado a asumir, aunque a disgusto, algunas de las tareas propias de una esposa. Tras varios intentos ante los fogones, lo que cocinaba fue resultando comestible, de modo que Anders abrigaba cierta esperanza de no tener que hacerse cargo de la cena en un futuro no muy lejano.