Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Hortense reflexionó rápidamente. Aquello no le obligaba más que a tomar un café con el gusano que antaño había sido su amante... Y si aquello podía servir de ayuda a Marcel, Josiane y Junior... La vida era generosa con ella, sentía ganas de compartir.
Y su reacción le extrañó. ¿Estaré cambiando?, se preguntó, inquieta.
—Si hago eso... Si desenmascaro a Chaval... ¿Puedo pedirte un favor a cambio?
—Sin problemas... —dijo Junior, encantado de que el asunto estuviese arreglado—. ¡Madre! Sírvenos un refresco... ¡Menudo calor hace hoy! Se me están pegando los caramelitos al papel...
—¡Deja de hablar como tu padre! —gruñó Josiane quien, desde que se había convertido en madre, intentaba vigilar su lenguaje y velaba por que su hijo hiciese lo mismo.
Junior la ignoró e, inclinándose hacia la bella Hortense, le preguntó:
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Quiero que penetres en el cerebro de Gary y que me digas lo que ves...
Junior dio un respingo.
—¿Tanto te interesa lo que hay dentro del cerebro de Gary?
Hortense le dirigió una sonrisita embaucadora.
—Ahora eres tú el que me decepciona, Junior... Te creía más despierto...
—Sé que quieres verle en Nueva York y te preguntas en qué estado de ánimo se encuentra con relación a ti, con el fin de no llevarte un buen chasco...
—Eso es exactamente...
—Antes, tengo que decirte una cosa, Hortense...
Josiane sintió que su presencia incomodaba a su hijo y pretextó una llamada de teléfono para salir de la habitación.
Junior se irguió, clavó su mirada en la de Hortense y declaró:
—Dentro de diecisiete años, tú y yo nos casaremos...
Hortense contuvo la risa.
—¿Nos casaremos?
—Sí, eres la mujer de mi vida... Contigo a mi lado, haré grandes cosas. Sólo tú tienes la libertad interior necesaria para seguir la maraña de mi pensamiento...
—Me siento muy halagada...
—Por el momento, soy demasiado pequeño...
Dejó caer la cabeza entre las manos. Permaneció en silencio durante un instante, postrado sobre la mesa de la cocina...
—¡Ay! ¡Cómo me pesa este cuerpo de niño! ¡Cómo ansío tener brazos largos y piernas largas llenos de pelos! No puedo hacer nada, encerrado en este caparazón de bebé... Pero dentro de diecisiete años me habré convertido en un hombre y pediré tu mano... Estoy dispuesto a esperar y admito que, mientras tanto, viajes, te diviertas e incluso, si experimentas sentimientos amorosos hacia otros chicos...
—¡Qué generoso eres, Miguita! —ironizó Hortense.
—Pero dentro de diecisiete años, te pido que me des una oportunidad... No quiero que me hagas un favor, sólo quiero que aceptes ir a cenar conmigo, asistir a un concierto, ir al cine, a la muralla china, a los jardines de la Alhambra y si, por ventura, nace un sentimiento entre nosotros, no lo rechaces... Eso es todo.
—Escucha, Junior, ya veremos dónde estaremos dentro de diecisiete años... Todo eso que me cuentas me parece un poco extraño, pero bueno... Por el momento, simplemente me gustaría que te dieras un paseo por el cerebro de Gary...
—Necesitaré una foto...
—Tenemos unas fotos que hicimos estas últimas Navidades —dijo Josiane, que había escuchado detrás de la puerta de la cocina y había vuelto de puntillas.
—Perfecto —dijo Junior—. Me encerraré en mi habitación, me concentraré y te diré lo que veo... Pero quiero que sepas, Hortense, que es un acto generoso y magnánimo por mi parte... ¡No renuncio a ti en ningún modo!
—¡Pero bueno, Junior! ¡No hablas en serio! ¡Dentro de diecisiete años yo seré una pasa vieja!
—¡Tú nunca serás una pasa vieja! Y yo seré tu marido...
—¿Lo has leído en mi cerebro? —preguntó, inquieta.
—No diré nada porque si eliminamos la sorpresa, el misterio, matamos el deseo y yo quiero que ardas por mí... Que sortees los prejuicios, las ideas preconcebidas y que formemos una pareja maravillosa... ¡Podemos hacerlo, Hortense! Confía en mí, confía en mí...
—¡Si es por eso! —exclamó Hortense—. ¡Soy imbatible!
—Es lo que me gusta de ti... ¡Entre otras cosas!
—Oye —preguntó Hortense volviéndose hacia Josiane—, ¿no se estará volviendo un poco megalómano, tu hijo?
Josiane se encogió de hombros. Los delirios sentimentales de Junior no la inquietaban. Se había acostumbrado a las fantasías de su hijo. Lo importante era salvar a Marcel. Miró a Hortense, su sonrisa angelical y cruel, sus hombros redondeados, sus finas caderas, la mata de pelo recogida con una horquilla, escuchó el diálogo entre Hortense y Junior, se dijo que la vida se las arreglaba siempre para sorprenderte, que se emboscaba para saltarte al cuello cuando menos lo esperabas, que simplemente había que aceptarlo y seguir sus pasos...
* * *
La historia del Jovencito y de Cary Grant crecía dentro de la cabeza de Joséphine...
A veces, crecía tanto que tenía que salir, respirar el aire de la calle para poder airear su castigada cabeza, abarrotada de palabras, sentimientos, decorados, situaciones, ruidos, olores... ¡Era una leonera increíble!
Cogía la correa de Du Guesclin. Paseaban por las calles de París. Ella avanzaba a toda velocidad, la cadencia de sus pasos arrastraba su pensamiento. Du Guesclin trotaba delante, abriendo la marcha y apartando a los transeúntes.
Caminaba, caminaba y todo se ponía en su sitio, como sobre el plató de un teatro en el que ella era la regidora omnipotente.
A la izquierda, en una esquina del escenario, el Jovencito...
Todavía no le había encontrado un nombre...
Lo imaginaba torpe, artificial, vestido con un jersey de punto gris oscuro, una camisa blanca, una corbata azul marino, un pantalón largo de franela gris. Las aletas de la nariz irritadas, la frente brillante, unos pelillos en la barbilla. Tiene los ojos pálidos, casi transparentes. Se retuerce, se encoge, se turba, intenta adoptar una expresión. Todo en él está del revés.
El señor y la señora Boisson interpretaban el papel de los padres del Jovencito. Fríos, adustos, con el egoísmo tranquilo de los que no se plantean ningún tipo de preguntas y ven pasar la vida, inmóviles.
Su piso servía de decorado, las copas de champaña encerradas en el aparador acristalado, las alfombras sobre las que está prohibido deslizarse, la bandeja de botellas de aperitivo que se saca los domingos a mediodía para recibir a la familia o a los amigos, el cojincito que la señora Boisson se coloca bajo los riñones para estar cómoda, el gran aparato de radio con el que escuchan los ecos del mundo: los discursos del general De Gaulle, la elección del presidente de la República por sufragio universal, el final de la guerra de Argelia, la muerte de Édith Piaf, Henri Tisot imitando al general, la bendición del papa Juan XXIII, el Tour de Francia que gana Eddy Merckx, la construcción del muro de Berlín, el primer estudiante negro en una universidad americana, el derecho de las mujeres a trabajar sin la autorización de sus maridos...
El Jovencito piensa que el mundo está cambiando aunque no haya nada que cambie en su casa. El señor y la señora Boisson mueven la cabeza afirmando que todo se derrumba, que el mundo está naufragando, ¡el lugar de una mujer no es ciertamente un despacho! ¿Quién se ocupará de los hijos?
Su Jovencito no se parece al señor Boisson.
Cada día se va alejando de él. Se va vistiendo de detalles y crece. Joséphine le añade cualidades, arrebatos de audacia, una auténtica curiosidad, la generosidad del que quiere aprender. Ya no prepara el ingreso en la Politécnica, sino el doctorado de historia... Le confía sus miedos, su complejo de inferioridad, su torpeza. Enrojece como ella, pierde pie, balbucea.
En la esquina izquierda del teatro, al lado del Jovencito, está Geneviève. A Joséphine le gusta mucho Geneviève. Hojea la revista
Modes et Travaux
para vestirla, alisa su pelo rizado para peinarla, le pone rulos, le depila el bigote, le inventa un andar... Pero Geneviève sigue siendo tímida, torpe, apagada.
A la derecha del escenario, Cary Grant y su mundo. Sus padres. Su padre bebiendo y gritando en el pub, corriendo detrás de las chicas, un hombre congestionado, brutal, que desprende un fuerte olor a amoniaco al volver de su jornada laboral y que tiene los dedos roídos por los productos que manipula... Su madre, delicada, refinada, vestida con cuellos bordados, con unas manos largas y finas, que se queja de los finales de mes difíciles cubriéndose el pecho con un chal de cachemira estampado. Ahorra algunas monedas para pagar las lecciones de piano de su hijo y hacer de él un caballero. Le enseña buenos modales. Su padre le enseña palabrotas. Cuando sus padres discuten por la noche, el pequeño Cary se esconde bajo la mesa y se tapa los oídos para no oír. Piensa que es culpa suya. Él es el culpable de todas esas peleas. Y cuando su padre no vuelve por la noche, piensa que ha muerto y llora en su cama... Está dividido entre los deseos de su madre y los gritos de su padre, que le obliga a pelearse en los pubs para convertirse en un hombre de verdad. Ya no sabe quién es. Su personalidad empieza a desdoblarse... Joséphine añade la lluvia fina de las calles de Bristol, los muelles por los que va a pasear, por las noches, para ver cómo zarpan los barcos, él sueña con América y a veces ve a pasajeros ilustres embarcando. Una noche se cruza con Douglas Fairbanks que parte hacia Hollywood...
Un día él se dedicará al cine...
Joséphine había comprado cuatro cuadernos Moleskine negros. Doscientas cuarenta páginas de papel blanco cada uno. Uno para Cary Grant, otro para el Jovencito, otro para los personajes secundarios y el último para las generalidades. También había comprado todos los libros publicados sobre Cary Grant. Había subrayado con rotulador fluorescente amarillo los detalles que iba a utilizar, con fluorescente verde los comentarios del actor que iba a reproducir, con fluorescente rosa las peripecias de su vida que iba a retener. Hacía fichas, verificaba, ordenaba... Se encerraba durante largas horas y trabajaba.
Su despacho parecía un taller de ebanista. Todas las herramientas estaban en su lugar: ordenador, fichas, papel blanco para tomar notas, cuadernos negros, bolígrafos y lápices, grapadora, sacapuntas, gomas, tijeras, fotos y una radio en la que sonaba TSF Jazz.
La música era para Du Guesclin, hecho una bola debajo de la mesa, la cabeza apoyada en sus pies. Cuando sonaba el teléfono, levantaba la cabeza, molesto por la interrupción...
Los personajes iban desarrollándose y, poco a poco, la historia iba dibujándose.
Hacía falta paciencia, esperar a que todo estuviese en su sitio, no precipitarse. Dejar que el silencio, o la idea que ella tenía de silencio, se pusiese a trabajar y rellenara los blancos. Y a veces perdía la paciencia... Pero pronto todo estaría listo. Los personajes acabados, vestidos de pies a cabeza, los decorados montados, podría dar la señal...
Y la historia empezaría.
—¿Y bien? —preguntó Gaston Serrurier por teléfono—. Estamos a finales de junio. ¿Avanza ese libro?
—Estoy construyendo los cimientos.
Hortense y Zoé habían salido de compras, a pasear por las terrazas de los cafés, y la jornada empezaba. Les había pedido que no volviesen antes de las cinco de la tarde. O si volvéis, me dejáis trabajar en paz, ¡prohibido dirigirme la palabra!
—¿Cuándo podré leer algo? —preguntaba Serrurier.
—¡Ay, ay, ay! ¡Queda mucho! Estoy construyendo los personajes...
—Pero ¿tiene usted una historia?
—Sí, y ésta no se escapará, estoy segura...
Había vuelto a ver a las dos señoras gordas en la calle. Continuaba pensando que harían una novela formidable. Pero, por el momento, las dejó a un lado. La madre y su blusa de crepé de seda escotada sobre el abundante pecho, su eterna sonrisa pintarrajeada al rojo vivo; la hija, enfundada en un traje sastre azul marino de tela de gabardina, como si vistiese un plumón invernal. O bien, pensaba cambiando de opinión mientras hacía cola en la panadería, podría introducirlas en la familia del Jovencito. ¡Sí! ¡Eso es! Una tía gorda y su hija gorda, prima del Jovencito, que vienen a comer los domingos... El Jovencito las observa, inquieto. Se pregunta si también él terminará siendo devorado crudo por sus padres. Eso me daría una historia paralela...
Escribía la idea en el cuaderno «generalidades» y esperaba a que madurase.
—¿Y cuándo piensa ponerse a escribir? —insistía Serrurier.
—No lo sé... No soy yo quien decide, son los personajes. Cuando estén terminados, cuando tenga todas las piezas en su lugar, cobrarán vida y empezará la historia...
—¡Habla usted como un mecánico de coches!
—Como un mecánico o un carpintero que iza bien alto la viga maestra...
—¿Tiene tiempo para comer conmigo? Tengo la agenda sobrecargada, pero puedo hacerle un hueco...
—No puedo. Estoy cumpliendo un horario. Es como si hubiese vuelto al colegio...
—Tiene usted razón. Si lo dejamos todo a la inspiración, no pasamos de la página uno... Adiós, y téngame al corriente...
Joséphine colgó, maravillada. ¡Había rechazado ir a comer con Gaston Serrurier! ¡El hombre que le lanzaba el humo de su cigarro a la cara sin que ella se inmutase!
Fue a mirarse en el espejo. Sin embargo, no había cambiado... Los mismos mofletes redondos, el mismo pelo castaño, ojos castaños, todo castaño. Soy la francesa típica... ¡No tengo nada que atraiga las miradas y me da igual! Tengo la cabeza repleta de mil ideas que bullen dentro de mí.
No había mentido a Serrurier. Se había impuesto un horario. Trabajaba de once de la mañana a cinco de la tarde. Después salía a pasear con Du Guesclin. Con un bolígrafo colgado del cuello y un cuaderno en el bolsillo. Bastaba con un detalle y una idea aparecía en su cabeza.
—¡Es verdad, oye! —le decía un joven con gorra a su amiga—. ¿Por qué hay que hablar mal de la gente? ¿Has visto alguna vez a un camello reírse de la joroba del otro?
Se detenía y apuntaba. Tenía ganas de levantarle la gorra y besar al chico. De decirle estoy escribiendo un libro en este momento, ¿puedo utilizar su frase? ¿Y de qué trata su libro?, preguntaría él... Todavía no lo sé exactamente pero...
Es la historia de cómo encontrar tu lugar detrás de la niebla... Todos tenemos un lugar detrás de la niebla y no lo sabemos. Es la historia de dos hombres. Uno se llama Cary Grant, ha trabajado toda su vida para atravesar la niebla, el otro se ha quedado pegado a la línea de salida... Es la historia de por qué tenemos el valor de atravesar la niebla y de por qué renunciamos a ello...