Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (93 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
13.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo decía con un tono en el que se percibía la envidia. Un tono en el que se sobreentendía «él tenía suerte, no tenía miedo...».

Eso es exactamente lo que me molesta, pensaba Joséphine apretando la punta del bolígrafo sobre la hoja en blanco.

Ese amago de frase dicho con un tono un tanto amargo, el tono de un hombre que envidia la libertad del otro y que, en lugar de imitarle, se lo reprocha. No lo decía con generosidad ni admiración. En su fuero interno, el señor Boisson censuraba el consumo del LSD, censuraba las sucesivas bodas, las sigilosas amistades con hombres. Censuraba el misterio de Cary Grant.

Porque Cary Grant se le había escapado...

Porque, ante la verja de su propiedad en Los Ángeles, había preferido a otro jovencito.

Ese día, el señor Boisson se había convertido en un hombre agrio.

No lo decía, pero lo dejaba entrever. Una entonación, un pensamiento insinuado, una queja ahogada...

«Es más inteligente encender una lámpara minúscula que lamentarse en la oscuridad», pensaba Joséphine recordando una frase de Hildegarda de Bingen. El señor Boisson no había encendido ninguna lámpara... Su vida se había consumido sin luz ni calor. Censuraba su infancia, su educación, a sus padres. Nunca su falta de coraje.

A ella le hubiese gustado más generosidad, más lucidez, menos autocomplacencia. No la eterna cantinela de la lombriz enamorada de una estrella, que reprocha a la estrella que brille demasiado alto... Mordisqueaba el capuchón del bolígrafo y esperaba, impaciente, la hora en la que subiría a su casa.

Cuanto más escuchaba al señor Boisson, más se decía que su Jovencito, el de su novela, sería más generoso, se miraría menos el ombligo, que habría retenido algo más de esa maravillosa relación que una eterna comparación, esos eternos lamentos y esa cargante cantinela que decía que no había tenido suerte.

Cuanto más le escuchaba, menos ganas tenía de oírle.

Cuanto más escuchaba, más amaba a Cary Grant.

La señora Boisson iba a volver.

Cenarían los dos en silencio. Verían un programa en la tele, uno al lado del otro, cada uno en su sillón, sin hablarse, y se acostarían.

Y dentro de poco, él moriría.

Sin haber cambiado nada de su vida ni haber asumido el menor riesgo...

* * *

La Trompeta no desistía: habían forzado su cajón.

—Pero ¿qué cajón? —preguntaba Chaval, sentado frente a ella, en el restaurante que había elegido en la calle Poulbot, 5, justo al lado de la plaza del Tertre.

Ella le había obligado. Le había llamado por la tarde. Había gemido ya no le veo nunca, me tiene abandonada, ¿qué he hecho yo para merecer este repentino desdén? Él había respondido que nada, querida, nada, estoy preocupado, eso es todo, mi pobre madre está cada día más débil, la ociosidad me entumece, el tiempo que se pasa... Los hombres dicen que el tiempo pasa, el tiempo dice que los hombres mueren. El dolor es un perro que sólo muerde a los pobres... Había suspirado para expresar la inmensidad de su pena y justificar su brusco cambio de actitud. Ella había insistido. Necesitaba su ayuda. Había un detalle que le martirizaba la conciencia, tenía que hablar con un hombre sagaz. Chaval había aguzado el oído. ¿Un detalle concerniente a la empresa? Sí, había suspirado ella al teléfono. Él la había invitado inmediatamente a verse en cuanto dieran las ocho en el campanario de la basílica, en el restaurante La Butte en Vigne.

—Pero ¿qué cajón? —repitió Chaval, que no quería comprender y comprendía demasiado bien.

—El de mi despacho..., ese donde guardo todos los documentos importantes. Las claves personales y secretas de las cuentas del señor Grobz. Es ésa la carpeta que han registrado, estoy segura.

—¡Que no! —protestó Chaval—. Es imposible... René y Ginette vigilan, y hay una alarma...

—Me han forzado el cajón —repitió la Trompeta, con la mirada vacía frente al menú, su mentoncito testarudo apuntando hacia delante—. Estoy segura...

—Lee usted demasiados libros sobre complots, raptos, secuestros... Hay que enfriar esa imaginación febril —le dijo él haciendo un gesto con la mano que desechaba el asunto—. Lea mejor el código de administración de aduanas, ¡eso la devolverá a la realidad!

—Usted cree que me lo estoy imaginando...

—No lo creo, ¡estoy seguro! ¡Vamos, vamos!

Y después, endulzó la voz:

—¿Has elegido, melocotoncito?

Ella recorrió la carta con la mirada sin leerla y repitió:

—Estoy segura... Siempre dejo un sacapuntas sobre la O de Grobz... Y esta mañana, cuando he abierto el cajón, el sacapuntas estaba sobre la A de Marcel. ¡No ha podido moverse solo!

—Elige un plato y un entrante, melocotoncito. Olvídate del despacho... No me halaga demasiado que te traigas las preocupaciones del trabajo a este sitio encantador, donde contaba con acunarte con mis dulces palabras. ¡Mira qué cara pones! ¡Si crees que eso es agradable!

Y cerró el menú con gesto irritado.

Denise Trompet bajó la cabeza. Se esforzó en descifrar la lista de platos. Sonrió al leer el nombre de un entrante llamado «Huevos en criadillas de asno al estilo criollo». Se encogió de hombros y suspiró.

—Parece muy bueno...

—¡Y lo es! ¿Has elegido?

—Todavía no...

Cada mañana, cuando llegaba al despacho, ella se quitaba la llavecita que llevaba colgada al cuello y abría el cajón para sacar las carpetas que necesitaba. Cada mañana, verificaba que el sacapuntas negro de dos agujeros estuviera correctamente sobre la O de Marcel Grobz y cada mañana, se sentía aliviada. El temor a un robo, a una acusación por desvío de fondos, por infracción o delito, desaparecía. Se sentaba, y soplaba, aliviada: no volvería a vivir la vergüenza del cierre de El Cerdo de Oro y el escudo de Auvernia, dorado, con un estandarte rojo y ribeteado en verde, no sería mancillado de nuevo.

Levantó la cabeza, desamparada, e intentó justificarse.

—Usted no puede comprender lo que he vivido de niña... Esa vergüenza marcada al rojo vivo sobre mi frente... No quiero volver a vivirla. ¡Nunca!

Su rostro enrojeció, su mirada se volvió extrañamente fija y despavorida. Chaval la observó, inquieto.

—¡Pero si no es nada! La mujer de la limpieza habrá pasado el aspirador con demasiada energía o habrá querido desplazar la mesa para recoger un papel...

—¡Eso es imposible! ¡Pesa una tonelada! ¡Nadie puede moverla! El señor Grobz la llama de broma su Fort Knox...

—O ha sido usted, que ha abierto el cajón bruscamente...

—¡También eso es imposible! Me fijo mucho...

—¡Así que ha decidido estropearnos la velada, Denise! —dijo él con severidad y apartó la cara.

Las juntas espesas y grises entre las enormes piedras de las paredes le recordaron la cárcel y le dieron ganas de huir.

—¡Ay, no! —se excusó ella precipitadamente—. Soy tan feliz de que me haya invitado aquí...

—Entonces, no hablemos más de ello, ¿quiere? Déjese de esas chiquilladas. ¿Ha elegido?

Ella bajó la cabeza, vencida, eligió al azar de la carta una ensalada provenzal con castañas y un estofado de buey.

—Perfecto —silbó Chaval—. Pues ya podremos pedir.

Hizo una seña al camarero y se alisó el bigotito con la uña del pulgar. Incómodo, irritado. Me merezco con creces mi 50%, se decía pensando en Henriette y observando el escote trémulo de la Trompeta, el fino collar de perlas que dejaba una marca roja sobre la carne blanda. Henriette había terminado aceptando sus condiciones. No había sido fácil, había opuesto una feroz resistencia a los pies de la Virgen María y de los gladiolos que había dejado él al entrar. Se había debatido como el Avaro acostado sobre su cofre. Había soltado estremecedores gemidos mientras le temblaban todos los miembros, usted me desnuda, inmola a una anciana expoliada, una pobre mendiga que no tiene ni lágrimas que llorar. Proseguía con su monólogo de mártir mientras Chaval la observaba con mirada glacial.

—¡Y no intente engañarme! La estaré vigilando —había concluido levantándose—. Me hará una transferencia cada quince días, le haré llegar mi número de cuenta.

Había hecho sonar los tacones de sus botas camperas sobre las losas de la iglesia y se había alejado. Había dejado a una anciana llorando para encontrarse con una solterona al acecho.

Pero ¿qué he hecho yo para merecer tal infortunio?, gemía apretando sus labios finos.

La Trompeta, frente a él, intentaba poner buena cara y olvidar sus preocupaciones. Llevaba un vestido horrible, que parecía hecho con cortinas viejas descolgadas de las ventanas de un castillo en ruinas. Dos mangas abombadas que le daban aspecto de pavo desplumado. Su escaso cabello sudoroso y pegado sobre sus sienes ralas. Está llena de taras esta noche, pensó, asqueado. Es la emoción, ya se ve encerrada, en el fondo de una mazmorra, con las ratas mordiéndole los tobillos. Ella apretaba su servilleta, muda y obstinada. Chaval podía casi oír sus pensamientos. El cajón, las carpetas, el sacapuntas, la O de Grobz, la A de Marcel, El Cerdo de Oro, gruñendo, recordándole la infamia de su padre, el suplicio de la madre, el exilio a la calle Pali-Kao, todo volvía a la memoria de la pobre mujer.

—Me parece que está muy silenciosa —soltó clavando en ella una mirada de amo ofendido.

—Discúlpeme, ya no sé dónde tengo la cabeza... ¡Es que tengo tanto miedo a que se repitan las escenas de mi infancia! ¡Ay, me moriría! ¡Me moriría! ¿Me oye? Usted no sabe lo que son los dedos acusadores apuntándole, las miradas que te ensucian, los murmullos a tus espaldas, las acusaciones... Es usted demasiado noble para haber conocido eso...

—Deje entonces de fabular, Denise...

El sumiller trajo la carta de vinos. Chaval leyó atentamente la lista de cosechas. Voy a elegir uno bien fuerte para reducirla al silencio. Indicó con el dedo un vino español de 14% y el sumiller, sorprendido por la elección, se inclinó lentamente.

—Ya verá, es una cepa deliciosa.

—Ya sé lo que voy a hacer —dijo de pronto Denise Trompet, emergiendo de su doloroso letargo—. Voy a decirle al señor Grobz que cambie los códigos de sus cuentas... Sí, ¡eso es! Le diré que es conveniente hacerlo regularmente, que es una precaución necesaria en estos tiempos de piratería. Él me dará la razón, me encomendará incluso la tarea de elegir las nuevas cifras, está tan preocupado en este momento... El pobre hombre está hasta arriba de trabajo...

Chaval reflexionó a toda velocidad. ¡Ésa sí que es una información interesante!, pensó observando el mentón blando de Denise que temblaba de excitación. ¡Así que tiene la confianza total del viejo! El poder de cambiar las claves... Esa arma que pone a mi disposición inocentemente. Voy a dejar que esa vieja chiva juguetee durante algún tiempo con las cuentas y después le sugeriré a la Trompeta la idea de cambiar las claves y me quedaré con las nuevas para mí solo... Le diré también que cambie las cifras de la alarma. Así Henriette Grobz quedará eliminada. Para mí el 100%, los descapotables Mercedes, chicas que caen en mis brazos, a las que acariciaré entre un derroche de lencería fina, de carne flexible, de grititos voluptuosos, de embestidas de pelvis...

Sacó pecho ante la idea de ese futuro radiante.

Pero necesitaba, antes que nada, alejar el peligro que atormentaba a la Trompeta.

—Se lo voy a contar todo, Denise... Ya que insiste usted en torturarse... Fui yo quien registró su cajón...

—¡Usted!

—Sí, mi melocotoncito..., yo, o más bien, mi demonio... Recordará usted la noche que le confisqué la llave...

—Sí... —balbuceó la Trompeta, estupefacta.

—Esa noche creí que me mentía usted... Que escondía en esa mesa cartas llenas de ternura, declaraciones de un rival que suspiraba a sus pies. Esa noche, después de que usted desapareciera, dulce, ligera, en la boca del metro, me fui a dormir a un hotel para no despertar a mi querida mamá. Y cuando digo dormir...

Lanzó un largo suspiro de hombre torturado.

—No pegué ojo en toda la noche. Cada vez que el sueño me vencía, me despertaba sobresaltado y veía frente a mí a un rival que se burlaba, que se reía de mis sueños irrealizables, de mis ardientes deseos... Así que cometí un crimen. Mandé hacer una copia de esa llave y me prometí ir a ver, una noche, ese cajón.

La Trompeta se estremeció. Era tan romántico, tan emotivo... Ese hombre tan atractivo, el objeto de todos sus deseos, de todos sus sueños, imaginaba que otro hombre le disputaba sus favores...

Su mano tembló y murmuró:

—Así que me ama...

—¡Que si la amo! —exclamó Chaval, falsamente ultrajado—. No la amo, la venero, es usted mi madona, mi virgen indómita, mi palpitante dolor...

Por primera vez en su vida, Denise se sintió al borde del desmayo. Él iba a pedirle la mano... Y si ella persistía en rechazarle, en albergar pensamientos oscuros que la alejaban de él, él la aplastaría con toda su cólera. Se iría dando un portazo y ella correría a refugiarse en su habitación para golpearse la cabeza contra la pared hasta desplomarse...

—¡Oh! Bruno... No me diga que...

—Sí... Denise, la amo, la quiero, la deseo, ardo por usted con un fuego implacable y fui a registrar ese cajón infame para poder exhibir las pruebas de su traición. Los celos son unos amos insaciables. Te retienen, te acosan, excavan dentro de ti un torrente de lodo negro... Yo me dejé llevar por ese lodo. Hundí la mano en el fango y abrí ese cajón...

Exhibió su esbelta mano blanca con manicura reciente. Le dio la vuelta bajo los ojos llenos de lágrimas de Denise.

—¡No encontré nada! Ése fue mi castigo. He sido doblemente infame. He dudado de usted y la he trastornado desplazando el sacapuntas... ¿Me perdona usted, ángel mío?

—Bruno... ¡Oh! Bruno...

Ella sintió que un fresco céfiro recorría su cuerpo, y jadeó llevándose la mano al pecho. Todo empezó a dar vueltas y se agarró al borde de la mesa para no caerse.

Chaval le cogió la mano y se la llevó a los labios.

En cuanto los labios de Bruno tocaron su piel, su cuerpo fue fulminado por el placer, como cuando un niño prueba un trozo de azúcar por primera vez en su vida...

—¿Perdonará usted al demonio que atormenta mi corazón?

—Es usted mi ángel...

—He sufrido, Denise, he sufrido... ¿Me cree?

Ella asintió débilmente..

—¿No me guarda rencor?

Ella hizo una señal negativa y volvió en sí con un terrible esfuerzo.

Other books

The Art of Dreaming by Carlos Castaneda
A Notorious Love by Sabrina Jeffries
Lois Greiman by Seducing a Princess
Teacher Man: A Memoir by Frank McCourt
The Flavours of Love by Dorothy Koomson
The Sixth Station by Linda Stasi
Blood Line by Lynda La Plante