Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (56 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¿Hasta ese punto?

Ella asintió con la cabeza y continuó:

—Hay que decir que los ingleses han hecho todo lo posible para humillar a la orgullosa sangre escocesa. ¿Sabías que, durante un tiempo, los mapas del tiempo que ves en la televisión estaban dibujados de tal forma que Escocia se veía reducida al tamaño de un confeti? Durante los partidos de rugby que enfrentan a Inglaterra contra Francia, los escoceses han ido siempre a favor de los franceses y contra los ingleses... Es un odio ancestral que no termina de desaparecer. Hoy tenemos nuestro propio Parlamento, redactamos nuestras leyes, tenemos nuestra moneda y algunos sueñan con la independencia completa... Yo estaba muy mal vista por mi apellido inglés... Y muy aislada. Así que bebía, bebía por las noches para olvidar que estaba tan sola... Él, tu padre, también estaba solo. Ligaba con chicas, se pasaba horas y horas en los pubs, iba a cazar gamos y a pescar en el río. ¡Nunca trabajó! Vendió poco a poco todas las tierras que rodeaban el castillo... Te llevaré a ver el castillo y te sentirás orgulloso. Aunque ahora sólo quedan las piedras. Piedras viejas, grises e inestables. Los muros se derrumban y me pregunto cómo él puede seguir viviendo allí sin que le caiga una ojiva sobre la cabeza...

—¿Nunca se ha casado?

—¡Nunca! Los tiempos han cambiado, las chicas ya no son tan obedientes y sumisas. Estudian, trabajan, viajan. Ya no sueñan con convertirse en señoras del castillo...

En su mirada temblorosa, Gary pudo leer una tímida aprobación de esas mujeres que rechazaban el yugo de los McCallum y sus semejantes. Bebió un sorbo de té, pero no tocó la tartaleta de manzana cubierta de una espesa capa de crema. Tenía unos dedos transparentes, muy arrugados, y los paseaba sobre la mesa, dibujando círculos, como si juntara sus recuerdos reducidos a miguitas.

—Sigue viviendo como sus antepasados, pero ya no tiene su riqueza. Recientemente se enteró de que tenía cáncer. El médico le prohibió beber y le aconsejó someterse a tratamiento. Se negó. Continúa yendo a los pubs donde le pagan la bebida como a un viejo payaso que contribuye al color local. Canta canciones escocesas, grita como un descosido... Es triste, ¿sabes?, pero eso no es lo peor...

—¿Se va a morir? —preguntó Gary apoyando los codos sobre la mesa con fuerza, para que dejasen de temblar.

Ella asintió.

—Se va a morir y el castillo de los McCallum pasará a su primo. Un primo descendiente de alemanes e ingleses. Trabaja en la City de Londres y sólo piensa en hacer dinero. No tiene ningún vínculo con la tierra de sus antepasados. Eso vuelve loco a tu padre, que se debate como una mosca atrapada en una tela de araña para detener al destino.

—¿Y por eso me ha hecho usted venir? ¿Por eso me dijo que era urgente?

—Sí, hijo mío..., si no se recupera, si no deja de beber, morirá y el castillo desaparecerá. Pasará a manos de su primo que lo convertirá en un hotel para americanos o rusos ricos... ¡El castillo más hermoso de la región! ¡Una vergüenza para nuestro país!

—¡Habla usted como una auténtica escocesa!

Sonrió tímidamente. Dejó de amontonar migas con los dedos y le miró fijamente a los ojos.

—Uno nunca reniega de eso... Cuando has sido escocés una vez, lo eres para siempre.

Gary se irguió, cada vez más escocés.

—Por eso pensé que si te veía, si reconocía a su propia sangre, quizás..., pero no estoy segura. Con los McCallum no se puede prever nada. Cargan con un destino siniestro, muy siniestro, y no tienen ni un gramo de sentido común...

—¿Y cuándo voy a verle? —preguntó Gary, que se estaba impacientando.

Se decía que iba a salvar a su padre, a hacerle entrar en razón, a curarle. Se imaginaba instalado en el castillo, viviendo con Duncan McCallum, aprendiendo a conocerle y a conocer la historia de su país. Sentía de pronto un deseo rabioso de tener raíces, de llevar los colores de su clan y de devolver el honor a su familia. ¿Y por qué no hacer del castillo un gran centro cultural, sede de festivales donde se reuniesen los mejores músicos del mundo? Su abuela le ayudaría seguramente... Podría continuar estudiando piano y daría nueva vida a los dominios de Chrichton.

—Luego... Te llevaré al pub donde se pasa las noches... El otro día, después de que llamases, me lo encontré allí y le dije que tenía un hijo. Un buen chico del que se sentiría orgulloso, a quien podría pasar el testigo, y que podría escapar de la maldición del inglés que quería transformar su castillo en hotel para turistas.

—¿Y qué dijo?

—Me escuchó... sin decir nada. Cuando estuvo demasiado borracho para volver solo, le conduje hasta el castillo y le acosté en la entrada, en un viejo sofá desvencijado donde termina la mayoría de las noches... Su cara no expresaba ni felicidad ni contrariedad, lo que demuestra que me escuchó y que está dispuesto a verte...

—¿Se acuerda de mi madre?

Ella dijo que no con la cabeza.

—Pero recuerda que tiene un hijo...

—Sabe que soy inglés...

¡Y nieto de la reina!

—No. No le dije nada. Supuse que el orgullo, la satisfacción de verte, de saber que tiene un hijo, pasará por encima de todo...

—¿Y si yo hubiese sido un pretencioso horrible y despreciable? —preguntó Gary con una sonrisa.

—No hubieses llamado, hijo mío, no hubieses llamado... El tono de tu voz cuando me llamaste, tenía mucho de súplica...

—Apenas hablamos...

—Sí, pero yo oí lo que no me dijiste...

Gary posó su mano grande sobre la mano menuda de Mrs. Howell y los ojos de ésta se llenaron de lágrimas.

—Si pudiera, si pudiera... —murmuró mirando al vacío como si quisiera descifrar el porvenir.

Llevó a Gary a ver el castillo en un coche viejo al que le costaba subir las cuestas. Gary cerraba los ojos y los volvía a abrir. Miraba por la ventanilla, con el cuello orientado hacia el horizonte. Había imaginado tantas veces ese castillo en los últimos días...

No quedó decepcionado.

El castillo de Chrichton se irguió de pronto a la vuelta de una curva. Inmenso, majestuoso, arrogante. Dominaba con sus murallas blancas que en algunas zonas se habían teñido de gris y moho. Los techos se habían hundido y los arbustos se levantaban sin trabas hacia el cielo a través de las almenas.

—Pero ¿por qué hay todos esos muros alrededor del castillo? —preguntó, intrigado—. Nunca había visto algo así en ninguna parte...

Era como si hubiesen colocado el castillo detrás de cinco o seis anillos fortificados.

Mrs. Howell suspiró.

—Es el resultado de todas las guerras fratricidas de los McCallum... Cada vez que un primo o un pariente les amenazaba, rodeaban el castillo con una nueva hilera de piedra... Y desafiaban al enemigo, atrincherados detrás de sus murallas.

Aparcaron delante de la entrada principal y caminaron. Franquearon una por una las filas de almenas. Soplaba un viento violento y Gary tuvo la impresión de que sus mejillas iban a despegarse y echarse a volar. Soltó una carcajada y giró, giró en medio de las piedras grises. ¡Adiós, Gary Ward! Y hola Gary McCallum. Cambiaba de apellido, cambiaba de vida, acababa de encontrar, en esas viejas piedras grises derruidas, el color, todos los colores de la cometa. Giró, giró y se dejó caer sobre la hierba riéndose de cara al cielo pesado y amenazante que parecía cubrir la propiedad con un manto siniestro.

Quiso verlo todo.

Abrieron la puerta de entrada, rezando para que Duncan no estuviese borracho sobre el canapé.

—No temas... A estas horas ya está bebiendo en el pub...

Corrió por los pasillos, levantó nubes de polvo, abrió pesadas puertas, rompió telarañas a puñetazos, vio inmensas habitaciones desiertas y, al fondo, chimeneas altas ennegrecidas por el fuego. Ya no había muebles, sino viejas armaduras cuyos yelmos parecían seguirle con la mirada.

Cuando Mrs. Howell le señaló con la barbilla la puerta de la habitación de su padre, él dio un paso atrás y dijo:

—Antes tengo que verle...

Y volvieron a la ciudad.

Le encontraron en el Bow Bar. Un bar de grandes ventanales, con las paredes exteriores pintadas en azul de Prusia. Gary dejó que Mrs. Howell entrara antes que él. Oía los latidos de su corazón en el pecho. Siguió al abrigo violeta y la bufanda roja. El techo del bar, de vigas color bermellón, y el parqué, amarillo anaranjado, lo deslumbraron. Cerró los ojos, cegado por los colores.

Se dirigió hacia un hombre acodado en la barra, casi acostado sobre una enorme pinta de cerveza. Le dio un golpecito en el hombro y dijo:

—¿Duncan McCallum?


Yeah
! —rugió el hombre volviéndose.

Era un gigante, tan alto como ancho, la cara rubicunda e hinchada. Sus ojos parecían inyectados en sangre y no podía distinguirse su color. El tabaco le había amarilleado los dientes y le faltaba uno delante. Su vientre sobresalía de un viejo kilt verde y azul, el chaleco y la chaqueta negros estaban manchados y los calcetines altos lucían dos ridículos pompones rojos que colgaban a los lados. Un payaso viejo, había dicho Mrs. Howell, un payaso viejo y herido...


Hey
! ¡Inglesa! —exclamó Duncan McCallum—. ¿Quieres llevarme otra vez a casa?

Luego clavó la mirada en Gary y rugió de nuevo.

—¿Y tú? ¿Tú quién eres?

Gary carraspeó, incapaz de hablar.

—¿Estás con la vieja inglesa?

—Yo... yo...

—¡Se ha comido la lengua, o se la habrá cortado la vieja! —exclamó Duncan McCallum volviéndose hacia el camarero detrás de la barra—. No hay que fiarse de las mujeres, ni siquiera de las viejas, ¡te cortan la lengua, si es que no te cortan otra cosa!

Y se echó a reír tendiendo su jarra de cerveza hacia Gary.

—¿Bebemos, chico, o piensas quedarte mudo, ahí de pie?

Gary se acercó y Mrs. Howell murmuró:

—Duncan, te presento a tu hijo, Gary... ¿Recuerdas que tienes un hijo?

—¡Que si lo recuerdo, vieja! Me lo recordaste la otra noche, cuando estaba demasiado borracho para volver a casa...

Después sus ojos se posaron en Gary y se cerraron como dos troneras de castillo. Se dirigió de nuevo al camarero detrás de la barra:

—¡Porque yo tengo un hijo, Ewan! ¡Un hijo de mi sangre! ¿Qué dices a eso?

—Digo que está muy bien, Duncan...

—Un McCallum... ¿Cómo te llamas, hijo?

—Gary...

—¿Gary qué?

—Gary Ward, pero...

—Entonces no eres mi hijo... Los McCallum no cambian de apellido como las mujeres cuando se casan... ¡Siguen siendo McCallum toda su vida! Ward, Ward, es un apellido inglés, me parece... Recuerdo a una inglesa que decía que la había dejado embarazada, una chica ligera de cascos, ¿es tu madre?

Gary ya no sabía qué responder.

—Es tu hijo —repitió Mrs. Howell con un hilo de voz.

—¡Si se llama Gary Ward, no tengo nada que ver con él!

—¡Pero si no le reconociste cuando nació! ¿Cómo quieres que se llame?

—¡McCallum! ¡Como yo! ¡Qué cosas tiene la vieja!

Y se dirigió a los hombres presentes en el pub, que estaban viendo un partido de fútbol en la televisión, frente a sus jarras de cerveza.

—¡Eh, chicos! Parece ser que tengo un hijo... ¡No debe de ser el único! ¡La semilla de los McCallum ha preñado a muchas mujeres! Bien contentas que estaban de abrirse de piernas...

Gary enrojeció, sólo tenía ganas de marcharse. Mrs. Howell adivinó su malestar y le sujetó de la manga.

—Tienes un hijo, Duncan McCallum, y lo tienes delante... ¡Deja de comportarte como un borracho y háblale!

—¡Cierra el pico, vieja! Eso lo decido yo... Ninguna mujer ha decidido nunca por un McCallum.

Y se dirigió de nuevo a los parroquianos.

—¡Duncan McCallum, cállate! —le espetó Mrs. Howell—. ¡Te haces el gallito cuando se trata de vociferar en las tabernas, pero cuando hay que enfrentarse a una enfermedad te portas como una mujercita! No eres más que un cobarde y un bocazas. ¡Te vas a morir, deja de hacer el payaso!

Entonces él se achantó, le echó una mirada amenazadora con el cuerpo encorvado sobre su cerveza. Ya no dijo nada más.

—Señor —murmuró Gary acercándose—. Sentémonos y hablemos...

Él se echó a reír.

—¿Sentarme contigo, Gary Ward? ¡Yo nunca he bebido con un inglés! ¡Tenlo en cuenta y aparta tu mano de mi brazo o te parto la cara de un puñetazo! ¿Quieres que te cuente cómo me pegué con un ruso borracho en las calles de Moscú?

Gary se quedó con la mano suspendida y suplicó a Mrs. Howell con la mirada.

—¿Ves esta cicatriz, aquí?

Y le acercó la mejilla como si fuera un titiritero que suelta su perorata.

—¡Yo, en cambio, le rebané el cuerpo! ¡De arriba abajo! ¡Le partí en dos! Y luego le corté la coleta que tenía entre las piernas y me la llevé de recuerdo...

—No eres más que un asno ignorante, Duncan McCallum. No mereces tener un hijo... Venga, Gary, nos vamos.

Cogió a Gary de la mano y salieron, nerviosos, pero dignos.

Se apoyaron en el escaparate del pub. Mrs. Howell sacó un cigarrillo y lo encendió. Lo fumó entornando los ojos y recogiendo la ceniza en la mano. Lo sostenía en vertical para que se consumiese lentamente y repetía lo siento, lo siento, no debí decirte que vinieses, no ha sido una buena idea...

Gary no sabía qué pensar. Contemplaba el punto rojo del cigarrillo y seguía la voluta gris. El enfrentamiento había sido demasiado rápido, ya no conseguía recordar lo que había dicho su padre y sentía todo el blanco de la tristeza que le invadía de nuevo.

—Volveremos mañana —dijo Mrs. Howell—. Se lo habrá pensado mejor y no se mostrará tan orgulloso. Ha debido de impresionarle verte... y a ti también, hijo mío. Lo siento...

—No se disculpe, Mrs. Howell, no se disculpe.

Miró la fachada azul de Prusia, ya no era tan brillante como cuando había entrado en el pub. Sentía como si se estuviese desmontando a pedazos.

Había sido un estúpido al creer que se podía cambiar a un hombre. A un McCallum, encima.

Le dijo adiós a Mrs. Howell y volvió a su hotel de Princes Street.

No volvería al día siguiente...

Le despertaría la gaita y la marcha nupcial y volvería a Londres en el primer tren.

¡Que los McCallum se fuesen al infierno y su castillo se derrumbase!

Esa misma noche, Duncan McCallum puso fin a sus días con un disparo en la boca, tumbado sobre el desvencijado sofá de la entrada. Así cumplía la vieja divisa de sus antepasados: «Sólo cambio al morir».

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