Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (51 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sujeto, verbo, complemento. El orden y la disciplina vuelven a los colegios. Francia se levanta. Los niños agitan la bandera y están orgullosos de su país. Como en tiempos del general De Gaulle. Ése sí que era un ejemplo de gramática y de civismo. Henriette veneraba al general De Gaulle. Un hombre que hablaba su lengua sin faltas ni incorrecciones. ¡El lenguaje unido a la rectitud de cuerpo y espíritu! No podía decir lo mismo del espíritu deforme de su alumno...

Henriette Grobz se tomaba en serio la recuperación escolar de Kevin Moreira dos Santos. Había comprendido que había en ese niño un filón extraordinario. Una maldad que podría explotar en su beneficio. Parecía dotado para el crimen. Le faltaban todavía algunas herramientas, que ella se encargaría de entregarle sin demora. Kevin no tenía remordimientos, ni el menor cargo de conciencia ante la idea de hacer el mal. De hecho, ignoraba la diferencia entre el Bien y el Mal. No se preocupaba más que de su propia comodidad. Lo que le convenía era el Bien, lo que le molestaba era el Mal. Tenía mil ideas para salvar dificultades, ahorrarse esfuerzos, aprovecharse del prójimo, obtener lo que quería al instante y, si bien se mostraba reacio ante la idea de estudiar, en cambio era ingenioso en cuanto se trataba de mejorar su bienestar cotidiano, y entonces era capaz de desplegar una gran energía.

Ese día, de nuevo, Henriette no quedó decepcionada.

Cuando se presentó para impartir su lección semanal, Kevin gruñó algo que no entendió. No le daba nunca los buenos días ni se levantaba cuando ella entraba en la habitación. No dejaba de mascar su chicle durante las lecciones ni de hacer la sierra musical con su goma entre los dientes.

Cuando ella fue a sentarse en su sitio habitual, entre el codo de Kevin y la pared, él pareció contrariado e intentó disimular lo que estaba haciendo en la pantalla del ordenador.

—Llegas pronto, vieja chiva... Vuelve más tarde, estoy ocupado.

—Ya estoy aquí y me quedo... Preparo mis cosas y espero a que estés listo...

Sacó los cuadernos de Kevin, los deberes que había hecho en borrador para que él los copiase, un libro de gramática, otro de geografía.

—Que te largues, te digo...

—¿Qué te pasa, angelito mío? ¿Te molesto?

—Has dado en el clavo, vieja bruja... ¡Fuera!

Acostumbrada a la grosería del chico, Henriette se sentó y volvió la cabeza.

—Mucho mejor... ¡Sólo quiero verte la espalda!

Henriette oía que los dedos del chico se agitaban sobre el teclado. Simuló agacharse para coger un libro de la cartera que reposaba a los pies de Kevin y asistió en directo a un atraco. Kevin entraba en la página del banco de su madre, tecleaba una serie de cifras y un código secreto, accedía a la cuenta de la señora Moreira dos Santos y la consultaba.

—Y después... ¿qué haces? —preguntó Henriette levantando bruscamente la cabeza.

—No es asunto tuyo...

—Vale, pero sí de tu madre.

El chico se mordió la lengua. Pillado, le había pillado. En plena acción.

—No le gustaría demasiado que yo le contase lo que acabo de ver... —susurró Henriette, aprovechando la ventaja.

Él se había puesto a mover nerviosamente su enorme trasero. La silla crujía.

—¿De qué te has enterado?

—Me he enterado de tu estratagema... Y me parece brillante, si quieres que te diga la verdad... Considérame una aliada, no una chivata..., salvo si me obligas.

Él se la quedó mirando con desconfianza.

—Vamos... No tienes nada que perder y todo que ganar... Podemos hacer negocios juntos...

—No te necesito para ganar pasta...

—Sí, pero necesitas comprar mi silencio. Así que hacemos un trato, tú me explicas y yo me callo... O...

Kevin tenía los dedos enredados en la goma y ya no sabía qué decir.

—¿Si te lo explico tendrás cerrado el pico, vieja chiva? Te callas o te rompo una pierna cuando bajes por la escalera para ahorrarte el ascensor... O te denuncio cuando conectes el aspirador al enchufe del descansillo...

—No diré nada. Absolutamente nada...

—¿Sabes de lo que soy capaz?

—Lo sé.

—Y me divertiría mucho, además...

—No lo dudo... —sonrió Henriette, sabiendo que había ganado y que él estaba multiplicando las amenazas para suavizar la confesión que iba a verse obligado a hacer.

Y pensó, te he cazado como a una rata, mi querido Kevin, y de ahora en adelante harás lo que yo quiera.

Entonces, él «explicó».

Visitaba con regularidad la cuenta de su madre. Cuando la veía bien repleta, escamoteaba la tarjeta de crédito de su progenitora y le mangaba diez, veinte o treinta euros. Dependiendo de sus necesidades. Si la cuenta estaba raquítica, no la tocaba. Aquello duraba desde hacía mucho tiempo y su madre no se había dado cuenta de nada. El truco consistía en retirar sólo pequeñas cantidades.

—Sencillo, ¿no? —dijo con cierto tono jactancioso en la voz—. Visito su cuenta a sus espaldas y le siso pequeñas sumas.

Sujeto, verbo, complemento de objeto directo, pensó Henriette, las combinaciones más simples son las mejores.

—Sí, pero ¿cómo te las has arreglado para tener los códigos secretos, el de la cuenta en línea y el de la tarjeta de crédito? Ella debe de desconfiar, con un chico como tú...

—¡Que si desconfía! ¡Pero si duerme con la cartera debajo de la almohada!

—¡Pero con eso no conseguirá detenerte! Tú eres más astuto...

—¡Déjate de cobas, vejestorio! No funcionan conmigo...

—Bueno —suspiró Henriette—, has decidido ser desagradable... Entonces yo se lo cuento todo y tú acabas en un internado el año que viene. Ni siquiera tendrás el consuelo de romperme una pierna...

Kevin Moreira dos Santos reflexionó. Se puso a mascar chicle vigorosamente.

—No me chivaré —repitió Henriette con voz dulce—. Te voy a confesar algo: me apasionan las estafas y los estafadores, creo que son las personas más ingeniosas del mundo...

Kevin dudó ante la palabra «ingenioso». La miró, desconfiado. Ingenioso, ¿qué es esa palabreja, una especie de ingeniero, un desgraciado que trabaja para otros después de estudiar muchos años?

—¡Que no! Ingenioso significa listo, inteligente, imaginativo... Bueno, ¿me dices cómo lo haces? No tienes alternativa, estás hasta el cuello. Te tengo bien agarrado.

—Vale, de acuerdo —resopló bajando los hombros.

Era la primera vez que cedía ante ella y Henriette se felicitó por haber llegado con un cuarto de hora de antelación. Ese día sus relaciones iban a cambiar, pasaría de ser explotada a ser asociada y si bien no reinaba todavía la concordia entre ellos, no desesperaba de hacerse respetar algún día.

—Ella guarda sus papeles secretos en un cofre y lleva siempre la llave encima... En el sostén. Un día, la abracé, no está acostumbrada, así que se sorprendió mucho y le quité la llave. Le di besitos, caricias, le hice cosquillas, ella lloraba de alegría, la dejé anonadada, le metí el dedo entre las dos tetas, tanteé la cazoleta derecha, la izquierda y... ¡No se enteró de nada! Y después llegó una vecina con un lío de una fuga de agua en el sótano. La vieja se largó y yo le eché mano al cofre... Nunca cambia los códigos, por miedo a liarse. Tiene el cerebro de un mosquito. Después fue fácil sisarle la tarjeta... Cuando distribuye el correo, por la mañana, por ejemplo, los días que no tengo cole. Y además, el cajero está justo a la izquierda al salir del edificio... Tardo dos minutos, ¡menos cuando hay cola!

Parecía orgulloso de su artimaña y feliz por poder presumir de sus logros. ¿Para qué lograr algo si no se puede presumir de ello? La mitad del placer consiste en la exhibición de la fuerza, de la inteligencia.

Henriette memorizaba. Sujeto, verbo, complemento. Kevin engatusa a su madre. Kevin roba la llave, el código, la tarjeta. Kevin roba a su madre. Un juego de niños. ¿Por qué hacerlo complicado cuando puede ser sencillo?

Se inspiraría en Kevin para robar a Marcel. Chaval tenía razón: una estafa a gran escala la descubrirían enseguida En cambio, una buena estafa de las de siempre sería más segura.

Engatusar, conseguir los códigos, robar el dinero. Desviar las sumas robadas de la cuenta de Marcel a la suya. Tenían el mismo banco. Cuando se había casado con Marcel Grobz, él había abierto, para ella, una cuenta aparte por si acaso... Por si acaso se moría de repente y la herencia quedaba bloqueada. Ingresaba cada trimestre una suma importante que, bien colocada, fructificaba. En el momento del divorcio, no había cancelado la cuenta. Se la había dejado para que nunca se viese en situación de necesidad. ¡Imbécil! A ella no le hacía ninguna falta su compasión. Pero ¿qué se creía ése? ¿Que estaba tratando con una débil mujer? ¿Una viejecita acabada, que no valía ni para dejarla tirada en un rincón? No sabía a quién se estaba enfrentando... Será para su jubilación, le había explicado Marcel al juez, no ha trabajado y no tiene derecho a ninguna compensación social. El juez lo había aprobado. Henriette se quedaba con el piso, Marcel le pasaba una cómoda pensión y ella conservaba una cuenta de jubilación que él agrandaría si hiciese falta. Esa cuenta figuraba dentro de una larga lista de cuentas de Marcel Grobz en el banco. Junto a las privadas y las profesionales. Al final del todo. A nombre de Henriette Grobz.

Sería un juego de niños sustraer sumas de la cuenta personal de Marcel e ingresarlas en la cuenta durmiente de Henriette.

El personal del banco sabe que Marcel es muy generoso. Firmaba cheques a menudo con motivo de la boda de un empleado, el nacimiento de un niño o las exequias de un pariente. Sonreía y decía no me dé las gracias, no es nada, he recibido tanto de la vida que quiero compartirlo... Nadie se extrañaría si se efectuaran esas transferencias. Y Marcel tenía muchas cosas de las que preocuparse como para verificar sus cuentas privadas. Dejaba esa tarea a su contable, la fiel Denise Trompet, veinte años de antigüedad en la empresa Grobz, a quien Henriette había rebautizado como la Trompeta en homenaje a la única cosa que destacaba en su cara plana: una naricita respingona. Blanda como una galleta rancia fuera de su envoltorio de plástico, sosa y marchita, no había conocido el amor más que en la colección de libros Harlequin que se metía en el bolso para leer en el metro. Soñaba con el Príncipe Azul que se la llevaría y le declararía su pasión, con una rodilla en tierra, los ojos brillantes y una sonrisa de hidalgo. Tenía unos dientes amarillentos, una boca arrugada, y un pelo escaso, que se rizaba de forma ultrajante, y que se le alborotaba en cuanto alguien abría la puerta de su despacho... A los cincuenta y dos años no tenía nada que inspirara el menor sentimiento, y su gesto abatido parecía confirmar esa realidad.

Engatusar. Ése sería el papel de Chaval. Él engatusaría a la Trompeta. Le susurraría cumplidos, la llevaría a contemplar claros de luna desde lo alto de la cúpula de Montmartre, le invitaría a un vaso de limonada, posaría su boca firme sobre sus labios arrugados... Chaval tendría que pagar con su persona. Pondría objeciones, sin duda, pero ella le convencería espoleando sus sueños de reconquistar a Hortense. Dinero, Dinero, Dinero, canturrearía al oído de Chaval. Dinero, en nombre de ese Dios que te convierte en todopoderoso, que hace que las jovencitas se inclinen ante ti..., y seduciría a la Trompeta. Él conseguiría los códigos y ella, Henriette, desvalijaría a Marcel. Con habilidad. Y sería rica, muy rica. Y desterraría la pesadilla que la perseguía desde la infancia: ser pobre.

Henriette desterraría la pesadilla.

Sujeto, verbo, complemento.

Kevin Moreira dos Santos, sin quererlo, había encontrado la solución. Sólo faltaba enviar a Chaval al asalto de la Trompeta.

—¡Eh, vieja chiva! ¿Te has dormido o qué? Como si no tuviese otra cosa que hacer... ¡Suelta los deberes!

Henriette se sobresaltó y sacó los deberes que Kevin sólo tendría que copiar.

* * *

—Marcel... Creo que me estoy volviendo neurasténica —suspiró Josiane mientras Marcel abría la puerta de entrada tras una larga jornada de trabajo. Él resopló, dejó su vieja cartera llena de documentos, y se volvió a incorporar quejándose, Dios, ¡qué bajo está el suelo! E imaginó la suavidad de las zapatillas que se iba a calzar y el whisky con sabor a turba que no tardaría en servirse.

—No es el momento, Bomboncito, no es en absoluto el mejor momento...

La jornada había sido dura. La mesa del despacho rebosaba de informes, sellados en letras rojas con el membrete «URGENTE». En cualquier sitio donde posaba la vista, veía parpadear esas letras rojas, y Cécile Griffard, su nueva secretaria, no paraba de pasarle notas y mensajes especificando que se esperaba respuesta en los minutos siguientes. Agotado, se había preguntado por primera vez en su vida si no habría alcanzado los límites de su capacidad. Entre sus negocios y Junior, que exigía tiempo y un nivel de conocimientos cada vez más elevado, se sentía sobrepasado. Esa tarde, antes de dejar el despacho, apoyó la cabeza sobre la mesa, con las manos en la nuca, y permaneció un rato sin moverse. Su corazón latía a toda velocidad y ya no sabía por cuál de los documentos «urgentes» debía empezar. Cuando volvió a incorporarse, se le había quedado pegado un trozo de celo en la mejilla, lo había despegado y se había quedado mirándolo.

—Nunca es un buen momento para un ataque de neurastenia... —insistió Josiane.

—No me digas que vuelves a las andadas, Bomboncito. No me digas que la otra te ha vuelto a hacer una jugarreta
[50]
.

—¿La Escoba? No, no es eso... No es la misma languidez, la misma tristeza sin razón aparente. Esta vez sé lo que no funciona dentro de mí... Lo he estudiado bien, ¿sabes?, no te lo cuento en plan profano.

—Cuéntame, pichoncito..., dime qué te ofusca... Soy el Tarzán de los brazos peludos, ¡no lo olvides! Salto de rama en rama para agarrarme a tu enagua.

Se había quitado la gabardina y abría los brazos para abrazarla.

Josiane no sonreía. Permaneció postrada en su silla, lejos de él.

—He perdido sustancia, mi viejo oso... Me siento inútil, vacía, tú tienes tu vida en el despacho, viajas, haces negocios, Junior está inmerso en sus libros... Habrá que encontrarle un profesor particular, ¿sabes? Se aburre conmigo. Se aburre en el parque, se aburre con los niños de su edad... Intenta ocultármelo porque es sensible y bueno. Se esfuerza, pero yo huelo su aburrimiento tan claramente como huelo el amoniaco, rezuma por todos sus poros, chorrea en su mirada... Intenta hacerme compañía, hablarme de lo que le interesa, simplificándolo hasta el extremo, pero yo no consigo estar a su altura... Supone demasiado esfuerzo, no tengo bastante materia gris. Tengo poca sesera...

Other books

Sweeter Than Wine by Bianca D'Arc
War and Watermelon by Rich Wallace
Better Unwed Than Dead by Laura Rosemont
This Monstrous Thing by Mackenzi Lee
Dragon Awakened by Jaime Rush
Alice Munro's Best by Alice Munro
Requiem for a Slave by Rosemary Rowe
West of January by Dave Duncan