Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (52 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¡Qué tonterías dices! Es cierto que él galopa hacia delante y que nos deja aplatanados... Mírame: yo he tenido que retomar los estudios para entenderle cuando habla. Pero me esfuerzo... Aprendo, aprendo. Y además creo que es magnánimo con nosotros, que nos quiere como somos, un poco lerdos...

—Sé que nos quiere, pero eso ya no le basta. Languidece, Marcel, languidece, y pronto también él se volverá neurasténico...

—Bomboncito, sabes que haría cualquier cosa por vosotros dos... ¡Os daría la luna si fuese lo suficientemente alto para agarrarla!

—Lo sé, gordito mío, lo sé. No es culpa tuya. Soy yo la que estoy hecha un lío. Ya no sé cuál es mi papel en esta aventura. He esperado tanto este niño, lo he deseado, he rezado, he encendido cirios hasta quemarme los dedos... Quería darle toda la felicidad del mundo, pero la felicidad que le ofrezco no le basta... ¿Sabes la última? Quiere speaker english. Ha recibido una carta de Hortense que le decía: «Hola, Miguita, mis escaparates van tomando forma y me gustaría convidarte, a ti y a tus padres, a venir a verlos porque tú me echaste una mano importante con ellos. Prepárate y vente. Te recibiré con todos los honores que corresponden a tu rango». ¡Ha decidido ir y hablar un inglés fluido para enterarse de todo cuando esté allí! Está programando su visita. Devora la historia de los monumentos, de los reyes y las reinas, las líneas del metro y del autobús, ¡para dejar a Hortense con la boca abierta! Creo que está enamorado...

Marcel sonrió y se le humedecieron los ojos. He engendrado a un ogro, pero he olvidado calzarme las botas de siete leguas...

—Os quiero tanto a los dos... —dijo desinflándose—. Si os pasara algo, me desintegraría...

—No quiero que te desintegres, osito mío... Me gustaría que me escucharas...

—Te escucho, Bomboncito...

—En primer lugar, hay que ocuparse de Junior. Encontrarle un profesor a tiempo completo. Eso si no son dos o tres, porque todo le interesa... ¡Qué le vamos a hacer! Puedo aceptar que se salga de la norma, ahora que sé que hay otros como él en Singapur y en las Américas. Lo acepto. Ante el Buen Dios que me ha enviado este niño...

—En buenos berenjenales nos mete el Buen Dios —gruñó Marcel—. Sé bien lo que me digo...

—Qué tonto eres, osito mío... Quiero decir que lo acepto y que quiero acompañarle en su camino. Permitirle el placer de estudiar cosas de las que yo nunca he oído hablar... Sé muy bien que no soy precisamente una lumbrera, así que paso a segundo plano. Le quiero como a mis entrañas, cedo y le devuelvo su libertad... Pero yo, Marcel, yo... Quiero volver a trabajar.

Marcel soltó una exclamación de sorpresa y declaró que el asunto se volvía serio, que tenía que servirse un whisky en el acto. Se deshizo el nudo de la corbata, se quitó la chaqueta, buscó con la mirada sus zapatillas y fue a servirse un vaso. Necesitaba toda la comodidad posible para escuchar lo que venía a continuación.

—Vamos, Bomboncito, ya no diré nada más, te escucho...

—Quiero volver a trabajar. En tu empresa o en otro lado. En tu empresa sería mejor. Podemos arreglarlo entre los dos. A tiempo parcial, por ejemplo. Cuando Junior estudie con su perceptor...

—Preceptor, pichoncito mío...

—¡Lo mismo da! Cuando estudie, por las tardes, por ejemplo, yo iré al despacho. Puedo ocuparme de un montón de cosas, no soy tan inteligente como mi hijo, pero no lo hice mal cuando era tu secretaria...

—Eras perfecta, pero ése es un trabajo de jornada completa, pichoncito mío...

—O en el almacén con Ginette y René. No me asusta el trabajo duro... Además, echo de menos a esos dos, eran como mi familia. Casi no les vemos y cuando les vemos, no tenemos mucho que decirnos. Yo estoy aquí, con los brazos cruzados jugando a los pijos, y ellos, currando duro en la empresa. He aprendido de vinos, buenas palabras, buenas maneras y he acabado por intimidarles. ¿Te has dado cuenta de esos largos silencios en la conversación cuando nos reunimos los cuatro? ¡Podría oírse cómo las moscas se frotan las patas! Antes eran reuniones con risas espontáneas, nos calentábamos el gaznate, cantábamos viejas canciones, tarareábamos cosas de Les Chaussettes Noires y Patricia Carli, nos poníamos rulos en la cabeza, llevábamos vestiditos de cuadritos ceñidos en la cintura, nos dábamos manotazos en las costillas... Ahora comemos con los codos pegados al cuerpo y bebiendo un vino bueno que tú has elegido, pero ya no hay el mismo ambiente...

—Envejecemos, Bomboncito, envejecemos, así de sencillo. Y el negocio ha crecido, ya no existe la misma despreocupación. ¡Nos hemos convertido en una multinacional! Los contenedores llegan de todas partes del mundo. Yo ya no le doy al pico con René como antes, ya no nos tomamos nuestra copita de blanco bajo la glicina, no tenemos tiempo... ¡Hasta Ginette se queja de que ya no ve a su hombre!

—Y yo ya no formo parte de la aventura... Ya no formo parte de ninguna aventura. Ni de la tuya ni de la de Junior, me paso el día con cara de funeral en mi preciosa casa. ¡Es verdad! Me aburro tanto que he despedido a la señora de la limpieza para robarle el puesto. Eso me calma los nervios. Me paso el día haciendo que todo brille, ordenándolo todo. Le echo lejía a todo... Si continúo así, Marcel, te lo advierto, le perderé el gusto hasta al pan...

—¡Ay, no mentes la desgracia! —protestó Marcel—. Encontraremos una solución, te lo prometo. Pensaré en ello...

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, pero déjame tiempo para organizarme, ¿de acuerdo? No me calientes la cabeza... Tengo una cantidad de preocupaciones en este momento..., ¡no te puedes hacer una idea! Todo está muy liado y no tengo a nadie que me ayude...

—¿Ves? Yo podría serte útil...

—No estoy seguro, Bomboncito. Son problemas muy particulares...

—¿Quieres decir que no tengo suficiente mollera para entenderlo?

—¡Claro que no, no te enfades!

—No me enfado, pero deduzco que no tengo suficiente seso... Exactamente lo que pensaba. ¡Terminaré volviéndome majareta y acabaré con una neurastenia mortal!

—¡Que no! Josiane, te lo ruego...

Josiane se calmó. Marcel, su gordito Marcel, debía de sentirse completamente desmoralizado para que empezase a llamarla por su nombre de pila. Cambió el tono por uno más dulce:

—Vale, de acuerdo, me trago la bilis y dejo de gruñir... —consintió a regañadientes—, pero no te olvides de pensarlo, ¿eh? ¿No te olvidarás?

—Por estas que son cruces... Pensaré en ello...

—¿Y qué es lo que te preocupa, entonces?

Él se pasó la mano por su cráneo calvo, arrugó su piel manchada, murmuró ¿es necesario que te lo cuente aquí, ahora mismo? Preferiría una pequeña distracción. La vida se está poniendo muy dura y si pudiese tener un respiro, lo apreciaría, ¿sabes?... Ella asintió. Tomó nota de volver a hablar de ello. Se acercó a su oreja derecha y sopló dentro con un ruidito de silbato... Marcel se dejó llevar con un gran suspiro, la estrechó, pensó en contarle alguna anécdota del trabajo para demostrarle que había comprendido la lección y...

—No adivinarías nunca quién ha venido a verme hoy...

—Si no puedo adivinarlo, mejor decírmelo ya, mi lobo peludo —le susurró en el oído, mordisqueándole el lóbulo.

—Si no te pica la curiosidad no tiene gracia... Oye, ¿no has adelgazado un poco? —preguntó mientras le magreaba las caderas—. No encuentro tus dulces michelines... No estarás haciendo un régimen...

—Pues no...

—No quiero que te vuelvas angulosa, pichoncito mío. Te quiero blandita. ¿Me oyes? Quiero poder seguir disfrutando de mi golosina...

—Había pensado que si no me encontrabas trabajo, ¡me haría top model!

—¡Con la condición de que yo fuera el único fotógrafo! Y de poder echar un vistacito debajo de tu falda.

Unió el gesto a la palabra y deslizó la mano bajo su falda.

—Eres mi rey, mi fiera, mi galán..., ¡el único con derecho a llevarme al circo! —susurró Josiane, languideciendo.

Marcel se estremeció de placer y hundió la nariz entre los senos de su adorado Bomboncito.

—¿Junior está en su habitación?

—No se le puede molestar, está estudiando inglés con un método que le he encontrado... Inmersión total. Tiene hasta las ocho...

—¿Nos metemos en la cama para decirnos palabras de amor?

—Nos metemos, Filomeno...

Y entraron en su habitación a paso de gigante, lanzaron por los aires colcha, falda, pantalón y otras prendas y empezaron a jugar al tren que descarrila, a la pequeña boa huérfana, a la araña estrellada del mar del Norte, al pingüino bajo el hielo, al loco que hace malabares con repollos y a la jirafa tarumba con acordeón. Por fin, rendidos, ahítos, se enlazaron efusivamente, se felicitaron de tanta elocuencia sexual, se relamieron, se friccionaron, se hincharon de felicidad y volvieron a desinflarse como dos neumáticos reventados.

Marcel ronroneaba y recitaba versos escritos tres mil setecientos años atrás sobre los muros del templo de la diosa Ishtar de Babilonia, en Mesopotamia: «¡Que sople el viento, que se estremezcan los árboles en el monte! Que mi potencia se derrame como el agua del río, que mi pene esté tenso como la cuerda de un arpa...».

—Qué rico es tu verbo, gordito mío, tan rico y abundante como tu miembro generoso —suspiró Josiane.

—¡Ay! ¡No soy de los que cejan en su objetivo! —exclamó Marcel—. Yo nunca me duermo en los laureles...

—Eso seguro, ¡tienes buen empuje y nunca levantas el sitio!

—Qué le voy a hacer, mi tortolita, tu cuerpo me vuelve lírico. Me inspira, hace que me estremezca como un diapasón, enloquece mis arpegios. El día que cuelgue los calcetines de la ventana, ya sólo me quedará ahorcarme...

—No mientes la desgracia, amado mío...

—Es que ya no soy un jovencito y la idea de que te veas privada de un poco de picante en la piel me helaría hasta lo más profundo de los huesos... Entonces tendrías que encontrar sustento en otra parte y...

Pensó en el apuesto Chaval, que había mimado antaño a su Bomboncito. Creyó perder el aliento y palideció ante el recuerdo de la desgracia. Lanzó una risita vengativa y la estrechó contra sí para asegurarse de que nadie volvería a quitársela.

—Anda, ¿a que no adivinas quién ha venido a verme al trabajo?...

—Bueno, ¿quién ha venido al trabajo hoy? —repitió Josiane estremeciéndose de placer bajo el peso de su regio amante, el rey de Bengala.

—Chaval. Bruno Chaval.

—¿Cómo? ¿El advenedizo engominado? ¿Ése que se largó a la competencia y amenazó con arruinarnos?
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—El mismo. ¡Ha perdido frescura el pescadito! Ahora rezuma desgracia. Le han echado de su último trabajo. No quiso decirme por qué. Si quieres mi opinión: apesta a embrollo. Ése no huele a limpio. Huele más bien a váter de gasolinera comarcal. Está buscando una colocación, le gustaría que volviera a contratarle, para el puesto más insignificante incluso. ¡Está dispuesto a echarle una mano a René!

—Suena a asunto feo, mi osito, está preparando un golpe bajo... Ese Chaval tiene un gran concepto de sí mismo. No se mancharía las manos por un plato de sopa...

—Es verdad que le conoces bien, pichoncito... ¡Le trataste en otros tiempos, y no en posición vertical!

—Fue un error... Todos cometemos errores. Fue cuando tú estabas casado con la Escoba y demostrabas la valentía de un boquerón... ¿Y qué le has dicho?

—Que no podía hacer nada por él..., que fuese a ver a otra alma caritativa... ¡Y una hora más tarde me lo encontré dando carrete a la Trompeta en su despacho! No sé de lo que estaban hablando, pero le daban al pico que no veas...

—¡Ése acabará de gigoló! Date cuenta de que sólo le falta eso: hacerse el machote en la cama de alguna señora... Con su esbeltez y su mirada oscura...

—Ése es un papel que yo nunca podría interpretar —suspiró Marcel mientras hacía cosquillas a su Bomboncito.

Feliz. Era feliz. Su ascenso cromático hacia la felicidad le había librado de todas sus preocupaciones y descansaba, beatíficamente, al lado de su mujer, dispuesto a parlotear durante horas. Existía entre ellos una complicidad tan perfecta que no podía permanecer sombrío mucho tiempo en compañía de Josiane; respiraba con dicha el perfume de sus cabellos suaves y espesos, aspiraba los pliegues de su cuello, probaba el sudor de su cuerpo, hundía la nariz por doquier en su carne blanda y grasa. La vida le había regalado al fénix de las mujeres, a su media naranja, y las preocupaciones se borraban como cifras escritas con tiza en una pizarra.

Se olvidaba de todo cuando tenía a su Bomboncito entre sus brazos.

Y sin embargo, no le faltaban las preocupaciones.

La cabeza le daba vueltas ante las dificultades que iban acumulándose. Ya no sabía cómo abordar todos los problemas...

Siempre había contado con su sentido común de chico de barrio, su ingenio para adaptarse a las circunstancias, su admirable sentido de los negocios que le permitía manipular a uno para aplastar mejor al otro, para salir de las situaciones más peligrosas. Marcel Grobz no era una hermanita de la caridad. No tenía estudios superiores, pero poseía el don del análisis y la síntesis, la intuición para anticiparse al golpe, y siempre cogía a sus adversarios desprevenidos. No hacía ascos a nada: ni a la abultada comisión bajo mano en el último minuto, ni a un cambio de alianzas, ni al enorme embuste proferido con el tono y la expresión de sinceridad máxima. Era a la vez un gran calculador y un fino estratega. No se perdía nunca en conjeturas evanescentes salvo para engañar al enemigo. Dejarle creer que era débil para aplastarle después. Sabía manejar la insinuación pérfida, la información falsa, la negación inocente, para imponerse después con toda su fuerza de general romano.

Había comprendido que el dinero lo compraba todo y no le repugnaba firmar cheques para comprar la paz. Cada cosa tiene su precio y si el precio era razonable, ponía el dinero sobre la mesa. Fue así como había optado por un armisticio con Henriette. Quiere dinero, ¡pues lo tendrá! La cebaría para obtener la paz. Confiaba en su habilidad para recuperar con sus negocios ese dinero gastado en una mujer arisca y dura que se había aprovechado de él. ¡Qué le importaba! Había sido lo suficientemente estúpido como para dejarse atrapar, así que ahora pagaría... El dinero lo dominaba todo, él dominaría al dinero. No se dejaría arrastrar por ese ávido amo.

Pero últimamente, los negocios se habían vuelto difíciles. Para todos. En China tenía verdaderos problemas de normativa y calidad. Debería haber estado allí de forma permanente, vigilar las cadenas de fabricación, instalar sistemas de control, imponer los test. Pasar por lo menos diez días al mes allí. Debido a su felicidad familiar, cada vez pasaba menos tiempo en China. Confiaba en sus socios chinos y eso no era lo más razonable. No era razonable en absoluto... Necesitaba un brazo derecho eficaz. Un hombre joven, soltero, a quien no le asustaran los viajes. Cada vez que intentaba contratar a un comercial para que le ayudase, el sujeto, antes de sentarse, preguntaba por el número de semanas de vacaciones, la tarifa de las horas extras, el montante de gastos profesionales y la cobertura de la mutua de salud. Protestaba si los desplazamientos eran demasiado frecuentes o si no viajaba en primera clase. ¡Y yo que he levantado fábricas en las cuatro esquinas del mundo viajando con las rodillas pegadas al mentón!, gemía dando vueltas y vueltas al problema sin encontrarle solución. Antes, en tiempos de la Escoba, viajaba por todo el globo. China, Rusia, países del Este... Vivía con la maleta a cuestas. Hoy, ir y volver de Sofía le parecía dar la vuelta al mundo. Y eso que su empresa se había expandido sobre todo fuera del país. Doce mil personas trabajaban para él en el extranjero, cuatrocientas en Francia. ¡Localiza el problema!

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