Las experiencias religiosas de la familia del autor eran, como mínimo, tenues. Su hermano filósofo, Jonathan Barnes, después de ir a un par de servicios religiosos recuerda haberse sentido como un «niño antropólogo entre antropófagos». Julian Barnes tampoco cree en Dios, pero dice que le echa de menos. Y así comienza esta irónica y divertida memoria familiar -con vívidos retratos de sus abuelos, sus padres, y su hermano filósofo, pero también de los escritores que le acompañan cada día-, una meditación sobre nuestra condición de mortales y una intensa celebración del arte y la literatura.
«Barnes tiene una inteligencia vivaz, y una voz muy particular, que da a sus oscuras meditaciones una cierta ligereza, e incluso alegría» (Frank Kermode, The New York Review of Books); «Una obra maestra. Un paseo deslumbrante por los temas favoritos de Julian Barnes: la literatura, la música, Francia, pero también Dios, la religión y la muerte. Un libro admirablemente construido, maravillosamente escrito, y fabulosamente ilustrado por citas».
Julian Barnes
Nada que temer
ePUB v1.0
gercachifo11.09.12
Título original:
Nothing to be Frightened
Julian Barnes, febrero de 2010.
Traducción: Jaime Zulaika
Diseño/retoque portada: gercachifo
Editor original: gercachifo (v1.0)
ePub base v2.0
a P.
No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunte a mi hermano, que ha ensenado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, que le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contesto con una sola palabra: «Sensiblera.»
Hay que empezar por una persona: mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machin. Era profesora en Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de escuela con ciertas dotes para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar, más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La abuela fue al Women's Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba jabón para sacarse la alianza de casada. En el ropero conyugal abundaban los cárdigan tejidos en casa, y el abuelo solía ponerse suéters de ochos. Tenían citas periódicas con el callista y pertenecían a la generación a la que los dentistas aconsejaron extraer todos los dientes de una sentada. Esto era por entonces el rito de tránsito normal: pasar de un salto de una dentadura desastrosa a una enteramente de porcelana, a todo aquel deslizamiento y tableteo bucal, a la vergüenza social y al vaso espumeante en la mesilla de noche.
La sustitución de los dientes por dentaduras postizas nos parecía a mi hermano y a mí tan grave como procaz. Pero en la vida de mi abuela había habido otro cambio enorme al que nunca se aludía en su presencia. Nellie Louisa Machin, hija de un obrero de una fábrica química, se había criado como metodista; los Scoltock, por el contrario, eran anglicanos. En algún momento de su vida adulta, aún joven, mi abuela había perdido de repente la fe y, en el conciliador relato de la tradición familiar, encontró un sustituto: el socialismo. Ignoro lo firme que había sido su fe religiosa, o cuál era el credo político de la familia; lo único que sé es que la derrotaron cuando se presentó como candidata del partido socialista para el cabildo local. Cuando la conocí, a principios de los años cincuenta, había evolucionado hasta el comunismo. Debió de ser uno de los pocos pensionistas ancianos del Buckinghamshire suburbano que compraba el
Daily Worker
y —como nos repetíamos mi hermano y yo— distraía dinero de casa para enviar donaciones al fondo de campaña del periódico.
A finales de los cincuenta tuvo lugar el cisma chino-soviético, y comunistas de todo el mundo tuvieron que elegir entre Moscú o Pekín. Para la mayoría de los fieles europeos no fue una elección difícil; tampoco lo fue para el
Daily Worker
, que recibía tanto fondos como directivas de Moscú. Mi abuela, que no había pisado el extranjero en su vida, y que vivía en una cómoda casa de una planta, por motivos no declarados decidió sumarse al bando de los chinos. Yo acogí esta decisión misteriosa con un franco interés personal, ya que al Worker lo complementaba ahora el China Reconstructs, una revista herética enviada directamente por correo desde el lejano continente. La abuela me guardaba los sellos de los sobres, de un color amarillo grisáceo. Las revistas solían festejar logros industriales —puentes, embalses hidroeléctricos, los camiones fabricados en las cadenas de producción— o bien mostrar diversas variedades de palomas en pacífico vuelo.
Mi hermano no competía por esos donativos, porque unos años antes había habido en casa un cisma filatélico. Él había decidido especializarse en el Imperio Británico. Yo, para reafirmar mi diferencia, anuncié que en consecuencia me especializaría en una categoría que denominé, como me pareció de lo más lógico, «resto del mundo». Se definía exclusivamente en función de lo que mi hermano no coleccionaba. Ya no recuerdo si fue una iniciativa agresiva, defensiva o puramente pragmática. Lo único que sé es que condujo a algunos trueques frustrantes en el club de filatelia del colegio entre coleccionistas que acababan de ponerse pantalones largos. «Entonces, Barnesy, ¿de qué haces colección?» «Del resto del mundo.»
Mi abuelo usaba Brylcreem, y el antimacasar en su butaca Parker Knoll —un modelo de respaldo alto, con brazos sobre los cuales dormitar— no era meramente decorativo. El pelo se le había encanecido antes que el de la abuela; tenía un bigote recortado, militar, una pipa con boquilla de metal y una petaca que ensanchaba el bolsillo de su cárdigan. También usaba un audífono voluminoso, otro aspecto del mundo adulto —o, más bien, del mundo de la más lejana madurez— del que a mi hermano y a mí nos gustaba burlarnos. «¿Cómo dices?», nos gritábamos satíricamente, ahuecando las manos sobre los oídos. Los dos aguardábamos ansiosos el apreciado momento en que el estómago de nuestra abuela produjera un estruendo suficiente para que el abuelo sordo preguntara: «¿Teléfono, mamá?» Después de un gruñido avergonzado, volvían a enfrascarse en sus periódicos. El abuelo, en su butaca masculina, con el audífono silbando de vez en cuando y el borboteo de la pipa cuando la chupaba, meneaba la cabeza al leer el
Daily Express
, que le describía un mundo donde la amenaza comunista ponía constantemente en peligro la verdad y la justicia. En su butaca, más mullida y femenina —en el rincón rojo—, la abuela criticaba el
Daily Worker
, que le describía un mundo donde el capitalismo y el imperialismo ponían constantemente en peligro la verdad y la justicia, en sus respectivas versiones actualizadas.
Por aquella época, el abuelo había reducido su práctica religiosa a ver
Songs of Praise
en la televisión. Hacía trabajos de carpintería y jardinería; cultivaba su propio tabaco y lo secaba en el desván del garaje, donde también almacenaba tubérculos de dalia y ejemplares viejos del
Daily Express
atados con un cordel. A mi hermano, que era su favorito, le enseñó a afilar un formón y le dejaba su caja de herramientas de carpintería. No recuerdo que a mí me enseñara (o me dejara) nada, aunque una vez se me permitió presenciar cómo mataba una gallina en el cobertizo de su jardín. Se puso el animal debajo del brazo, lo acarició para que se calmase y después le colocó el cuello encima de una máquina escurridora de metal verde atornillada a la jamba de la puerta. Al bajar la manija, sujetó con más fuerza todavía el cuerpo de la gallina en sus últimas convulsiones.
A mi hermano no sólo le dejaban mirar, sino también participar. En varias ocasiones tuvo que tirar de la palanca mientras el abuelo sujetaba al ave. Pero nuestros recuerdos sobre las matanzas en el cobertizo difieren hasta ser incompatibles. Para mí, la máquina se limitaba a retorcer el cuello de la gallina; para él era una guillotina juvenil. «Tengo una imagen clara de un pequeño cesto debajo de la cuchilla. Tengo una imagen (menos clara) de la cabeza cayendo, de la sangre (no mucha), del abuelo depositando en el suelo a la gallina decapitada y de que seguía corriendo un momento...» ¿Está mi recuerdo desinfectado o el suyo infectado por películas sobre la Revolución Francesa? En ambos casos, el abuelo presentó a mi hermano la muerte —y su lado chapucero— mejor que a mí. «¿Te acuerdas de cómo el abuelo mataba a los gansos antes de Navidad?» (No me acuerdo.) «Perseguía por el corral al ganso elegido, con una barra de hierro en la mano. Cuando por fin lo enganchaba, por si acaso lo tumbaba en el suelo, le colocaba la barra encima del cuello y tiraba de la cabeza.»
Mi hermano recuerda un rito —que yo nunca presencié— que llamaba la «lectura de los diarios». Los abuelos llevaban un diario cada uno, y algunas noches se entretenían leyéndose en voz alta lo que habían anotado la misma semana de varios años antes. Al parecer, las reseñas eran de una banalidad notable, pero a menudo discrepantes. El abuelo: «Viernes. Trabajo en el jardín. Planto patatas.» La abuela: «Tonterías. Llueve todo el día. Demasiada agua para trabajar en el jardín.»
Mi hermano también recuerda que una vez, siendo él muy pequeño, entró en el jardín del abuelo y arrancó todas las cebollas. El abuelo le propinó tal tunda que mi hermano aullaba y luego se puso blanco, lo que era muy raro en él, se lo confesó todo a nuestra madre y juró que nunca volvería a levantar la mano contra un niño. En realidad, mi hermano no recuerda nada de esto: ni las cebollas ni la zurra. Se limitaba a repetir la historia que nuestra madre le había contado muchas veces. Y, en efecto, si la recordara, más le valdría ser cauteloso. Como filósofo, cree que los recuerdos son con frecuencia falsos, «hasta el punto de que, de acuerdo con el principio cartesiano de la manzana podrida, no hay que fiarse de nada que no tenga algún apoyo externo». Como yo soy más confiado, o me engaño más, continuaré con mis recuerdos como si fueran verdaderos.
A nuestra madre la bautizaron con el nombre de Kathleen Mabel. Detestaba el nombre de Mabel y se quejó al abuelo, cuya explicación al respecto fue que «una vez había conocido a una chica encantadora que se llamaba Mabel». Ignoro los avances o retrocesos de las creencias religiosas de mi madre, aunque tengo su devocionario, encuadernado junto con Himnos antiguos y modernos en ante flexible de color marrón, y los dos tomos están firmados con una tinta sorprendentemente verde y con su nombre y la fecha: «Dic: 25th-1932.» Admiro su puntuación: dos puntos seguidos y dos puntos, con el punto debajo del «th» colocado exactamente entre las dos letras. Ya no se puntúa así hoy día.
En mi infancia, los tres temas que no se podían mencionar eran los tradicionales: la religión, la política y el sexo. Cuando mi madre y yo empezamos a hablar de estos asuntos —es decir, de los dos primeros, porque el tercero estaba permanentemente excluido de la agenda—, ella era «conservadora pura» en política, como yo intuía que siempre había sido. En cuanto a la religión, me dijo firmemente que no quería «ninguna de esas paparruchas» en su funeral. De modo que cuando el hombre de la funeraria me preguntó si quería que quitasen los «símbolos religiosos» de la pared del crematorio, le dije que creía que era lo que habría deseado mi madre.