Nada que temer (23 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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Renard dijo: «Que te horrorice lo burgués es burgués.» Dijo: «¡Posteridad! ¿Por qué la gente habría de ser mañana menos estúpida de lo que es hoy?» Dijo: «La mía ha sido una vida feliz, teñida de desesperación.» Recuerdo que le dolió que su padre no le dijera una sola palabra sobre su primer libro. Mis padres actuaron un poco mejor, aunque pareció que se hubiesen inspirado en la máxima de Talleyrand que recomienda no denotar demasiado entusiasmo.

Les envié la novela no titulada
Sin clima
en cuanto la publicaron. Silencio absoluto durante dos semanas. Telefoneé; mi padre ni siquiera mencionó que habían recibido el libro. Uno o dos días después, fui a visitarles. Al cabo de una hora, más o menos, de palique —es decir, escuchando a mi madre—, ella me pidió que llevara a mi padre a hacer las compras: una petición inusual, de hecho única. En el coche, cuando el contacto visual ya no era posible, me dijo, de refilón, que pensaba que mi libro estaba bien escrito y era divertido, aunque el lenguaje le había parecido «un poco soez»; también me corrigió un error de género en mi francés. Mantuvimos la mirada en la carretera, hicimos las compras y volvimos al bungalow. Mi madre estaba ya en situación de emitir su opinión: reconoció que la novela «tenía sus aciertos», pero no había podido soportar el «bombardeo» de palabrotas (en esto coincidía con la junta de censores de Sudáfrica). Enseñaría a sus amistades la cubierta del libro, pero no les dejaría examinarlo por dentro.

«Uno de mis hijos escribe libros que leo pero no entiendo, y el otro escribe libros que entiendo pero no leo.» Ninguno de los dos escribía «lo que ella hubiera querido». Cuando yo tenía unos diez años, iba sentado con mi madre en la imperial de un autobús, desenrollando uno de esos torbellinos de fantasía moderada que tan fácilmente surgen a esa edad, y ella me dijo que yo tenía «demasiada imaginación». Dudo de que yo entendiese el término, aunque estaba claro que ella lo empleaba para designar un defecto. Años después, cuando empecé a utilizar la denigrada facultad, deliberadamente escribía «como si mis padres estuviesen muertos». Pero queda la paradoja de que, por detrás de casi todos los escritos, en algún nivel, existe un deseo residual de gustar a tus padres. Puede que un escritor no les haga caso, que incluso se proponga ofenderles, puede que escriba a sabiendas libros que ellos detestarán, pero en parte todavía sufre una decepción cuando a sus padres no les gustan. (Aunque si les gustaran, habría otra desilusión distinta.) Es un hecho común, aunque sea objeto de sorpresa constante para el escritor. Quizá sea un tópico, pero a mí no me lo parecía.

Me acuerdo de un chico de pelo rizado que indudablemente tenía «demasiada imaginación». Se llamaba Kelly, vivía en nuestra calle, más abajo, y era un poco raro. Yo tendría seis o siete años y un día en que volvía de la escuela él salió de detrás de un plátano, me puso algo en la espalda y dijo: «No te muevas o te mato.» Me quedé paralizado, tan aterrado como la ocasión requería, y estuve a su merced durante un tiempo indeterminado, preguntándome si me liberaría, sin saber qué era lo que Kelly apretaba con fuerza contra mi espalda. ¿Hubo algún otro intercambio de palabras? Creo que no. No era un robo: era la forma más pura de atraco, cuyo único objetivo consiste en atracar. Al cabo de un par de sudorosos minutos, decidí arrostrar el peligro de muerte y huí, y al hacerlo miré hacia atrás. Kelly empuñaba un enchufe eléctrico (de los antiguos, de clavijas redondas y quince amperios). Entonces, ¿por qué yo, y no él, acabé siendo el novelista?

Renard, en su Diario, expresó el complicado deseo de que su madre hubiera sido infiel a su padre. Complicado no sólo en su psicología, sino también en su motivación. ¿Pensaba que habría sido una venganza justa por los silencios punitivos de su padre? ¿Se imaginaba que así ella se habría vuelto una madre más relajada y cariñosa? ¿O bien quería que ella fuese infiel para poder tener una opinión aún peor de ella? Durante la viudedad de mi madre escribí un cuento situado en el reconocible plano del bungalow de mis padres (más tarde descubrí que era un «chalé de calidad», en la terminología de los agentes inmobiliarios). También utilicé el plano básico del carácter de mis padres y de sus modos de relacionarse. El padre, un hombre ya de edad (callado, irónico), está viviendo una aventura con la viuda de un médico en un pueblo vecino; cuando la madre (lenguaraz, irritante) lo descubre, reacciona —o al menos se nos invita a creerlo, aunque no podemos saberlo con certeza— agrediéndole con una pesada olla. La acción —el sufrimiento— se observa a través del punto de vista del hijo. Aunque basé el relato en el declive de un septuagenario del que había oído hablar en otro sitio, y que luego injerté en la vida doméstica de mis padres, no me llamé a engaño sobre mis intenciones. Estaba retrospectivamente —póstumamente— brindando a mi padre un poco de diversión, de vida adicional, a la vez que exageraba la figura de mi madre hasta atribuirle una criminalidad demente. Y no, no creo que mi padre me hubiera agradecido aquel regalo ficticio.

Vi a mi padre por última vez el 17 de enero de 1992, trece días antes de su muerte, en un hospital de Witney, a unos veinte minutos en coche desde la casa de mis padres. Había acordado con mi madre que le visitaríamos por separado aquella semana; ella iría el lunes y el miércoles, yo el viernes y ella el domingo. De modo que el plan consistía en que yo fuera en coche desde Londres, que almorzara con ella y que fuera a ver a papá por la tarde, y desde allí yo volvería a la ciudad. Pero cuando llegué a casa (como seguí llamando a la de mis padres mucho después de tener mi domicilio propio), mi madre había cambiado de opinión. Era algo relacionado con la colada, y también con la niebla, pero sobre todo algo que era puñeteramente típico de ella. En toda mi vida adulta no recuerdo ni una sola ocasión —aparte del programado trayecto literario para hacer las compras— en que mi padre y yo estuviéramos algún rato a solas. Mi madre siempre estaba presente, aunque se hubiera ausentado de la habitación. Dudo de que fuera por el temor de que hablásemos a sus espaldas (de todos modos, ella habría sido el último tema de conversación entre nosotros); era más bien que nada de lo que tuviese lugar en casa o fuera de ella tenía validez si ella no estaba. Y por eso siempre estaba.

Cuando llegamos al hospital, mi madre hizo algo —también absolutamente típico— que en aquel momento me avergonzó y que desde entonces me enfurece. Al acercarse a la habitación de mi padre dijo que entraría antes que yo. Supuse que era para comprobar que él estaba «decente», o por algún otro impreciso propósito conyugal. Pero no. Explicó que no le había dicho a papá que yo iba a verle ese día (¿por qué no? Control, control; de la información, por lo menos), y que sería una bonita sorpresa. Así que entró ella primero. Me retiré, pero pude ver a mi padre desplomado en su silla, la cabeza sobre el pecho. Ella le dio un beso y dijo: «Levanta la cabeza.» Y a continuación: «Mira a quién te he traído.» No dijo: «Mira quién ha venido a verte», sino: «Mira a quién te he traído.» Nos quedamos alrededor de media hora, y mi padre y yo compartimos dos minutos comentando un partido de la copa FA (Leeds 0 —Manchester United 1, gol de Mark Hughes) que los dos habíamos visto en la televisión. Por lo demás, fue como los cuarenta y seis años anteriores de mi vida: mi madre siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando, y mi relación con mi padre reducida a un guiño o mirada ocasionales.

Lo primero que ella le dijo en mi presencia aquella tarde fue: «Tienes mejor aspecto que la última vez que vine, que tenías un aspecto horrible, horrible.» Acto seguido le preguntó: «¿Qué has hecho estos días?», lo cual me pareció una pregunta bastante tonta, y también a mi padre, que no la contestó. Siguió hablando de temas secundarios, de lo que veía en la televisión y los periódicos que leía. Pero algo había inflamado a mi padre y, cinco minutos después, exasperado —y doblemente, a causa de su habla defectuosa—, soltó su respuesta: «No paras de preguntarme qué he hecho estos días. Nada.» Lo dijo con una mezcla terrible de frustración y desesperación («La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada"»). Mi madre optó por pasar por alto esta respuesta, como si papá hubiese dado muestra de malos modales.

Cuando nos marchamos, le estreché la mano como siempre hacía, y le puse la otra mano en el hombro. Al decir adiós, la voz se le quebró dos veces en un estremecedor graznido ronco de contratenor, que yo imputé a alguna disfunción de la laringe. Más tarde me pregunté si supo o si tuvo la intensa sospecha de que no volvería a ver a su hijo menor. En toda mi vida no recuerdo que me dijera una sola vez que me quería, ni yo le correspondí diciéndolo. Después de su muerte, mi madre me dijo que estaba «muy orgulloso» de sus hijos; pero esto, como tantas cosas más, había que deducirlo por osmosis. También me dijo, para mi sorpresa, que él era «un poco solitario», y añadió que los amigos de mi padre habían pasado a ser amigos de ella, y que al final ella era más amiga de ellos que él. No sé si esto era cierto o un monstruoso alarde de autobombo.

Un par de años antes de su muerte, mi padre me preguntó si yo tenía un ejemplar de las
Mémoires
de Saint-Simon. Sí, tenía uno en una edición de veinte volúmenes, algo pretenciosa y encuadernada en cuero de color escarlata, que nunca había abierto. Le llevé el primer tomo, que leyó de tal forma que le rompió el lomo; y luego, en visitas posteriores, a petición suya, le llevé los siguientes. Sentado en su silla de ruedas, mientras las tareas culinarias nos libraban brevemente de la presencia de mi madre, me contaba algún politiqueo sin cuartel en la corte de Luis XIV. En un determinado punto de su declive final, otro ataque le mermó algunas facultades intelectuales: mi madre me dijo que le había encontrado tres veces en el cuarto de baño, intentando hacer pis sobre su maquinilla de afeitar eléctrica. Pero siguió leyendo a Saint—Simón, y cuando murió estaba en la mitad del tomo dieciséis. Un marcador de seda roja todavía me indica la última página que leyó.

Según su certificado de defunción, mi padre murió de a) un ataque; b) una afección cardiaca; y c) un absceso en el pulmón. Pero éstas eran las cosas de las que le habían tratado en las últimas semanas de su vida (y anteriormente), y no la causa de su muerte. Murió —en términos no médicos— de extenuación y pérdida de esperanza. Y decir «pérdida de esperanza» no es juicio moral por mi parte. O, mejor dicho, sí lo es, y admirativo: su reacción fue la correcta de un hombre inteligente ante una situación irreversible. Mi madre dijo que se alegraba de que yo no le hubiese visto cuando ya se acercaba el final: estaba encogido, había dejado de comer y de beber y no hablaba. No obstante, en su última visita, a la pregunta de si sabía quién era ella, dijo quizá sus palabras finales: «Creo que eres mi mujer.»

El día en que murió mi padre, mi cufiada, que llamaba desde Francia, insistió en que no dejaran a mi madre sola aquella noche. Otras personas ratificaron lo mismo y me aconsejaron que le llevara somníferos (esto es, para dormir, no para fines de suicidio o asesinato). Cuando yo llegué —con cierta renuencia—, mi madre se mostró enérgicamente desdeñosa: «He estado sola en la casa todas las noches durante ocho semanas», dijo. «¿Qué diferencia hay ahora? Piensan que voy a...» Se detuvo, buscando el final de la frase. Sugerí: «... ¿quitarte de en medio?» Aceptó las palabras: «¿Piensan que voy a quitarme de en medio, o a llorar o a hacer alguna estupidez así?» Después expresó un rotundo desprecio por los funerales irlandeses, el número de dolientes, el llanto público y la viuda sostenida por sus allegados. (Nunca había estado en Irlanda, y no digamos en un funeral allí.) «¿Creen que voy a necesitar apoyarme en alguien?», preguntó, despectiva. Pero cuando vinieron los de la funeraria a preguntar sus deseos —el ataúd más sencillo, un ramillete de rosas, sin cinta y absolutamente nada de celofán—, se interrumpió en un momento dado para decir: «No creas que le lloro menos porque...» Esta vez no necesitó completar la frase.

Ya viuda, me dijo: «He tenido lo mejor de la vida.» No habría tenido sentido la cortesía de la contradicción, de replicarle «sí, pero». Unos años antes, ella me había dicho, en presencia de mi padre: «Por supuesto, tu padre siempre ha preferido los perros a las personas», a lo cual él, desafiado, hizo un gesto confirmatorio que yo tomé —acaso erróneamente— como un golpe contra ella. (También reflexioné que, a pesar de saber esto, ella no tendría otro perro en los cuarenta o más años transcurridos desde la desaparición de Maxim:
le chien
.) Y muchos, muchos años antes, cuando yo era un adolescente, ella dijo: «Si volviera a vivir mi vida, remaría en mi propia canoa», que entonces interpreté simplemente como un golpe contra mi padre, sin comprender que si ella hubiera navegado sola habría prescindido también de sus hijos. Quizá estoy reuniendo citas a las que doy una falsa coherencia.

Hablé por teléfono con mi madre unos meses después de la muerte de mi padre. Le dije que venían a cenar unos amigos y salió a colación que yo estaba cocinando un plato y mi mujer el otro. Con algo tan cercano a la nostalgia como nunca había oído en su voz, dijo: «Qué agradable debe de ser cocinar los dos.» Y a continuación, adoptando un tono mucho más típico: «Ni siquiera podía pedirle a tu padre que pusiera la mesa.» «¿De verdad?» «No, ponía las cosas de cualquier manera. Igual que su madre.» ¡Su madre! La madre de mi padre había muerto casi medio siglo antes, cuando papá estaba en la India durante la guerra. A la abuela Barnes rara vez se la mencionaba en nuestra casa; la familia de la madre, viva o muerta, tenía prioridad. «Oh», dije, intentando ocultar la intensa curiosidad en mi voz. «¿Ella era así?» «Sí», respondió mi madre, desenterrando un esnobismo de hacía cincuenta años. «Ponía los cuchillos al revés.»

Imagino la vida mental de mi hermano como una secuencia de pensamientos discretos e interrelacionados, mientras que la mía va trastabillando de una anécdota a otra. Pero él es un filósofo y yo un novelista, y hasta la novela de más intrincada estructura debe dar la apariencia de un avance a trompicones. La vida camina así. Y estas anécdotas de mi vida hay que acogerlas con suspicacia porque proceden de mí. Otro anecdotista, al rememorar los últimos años de mis padres, quizá comentase la abnegación y la eficacia con que mi madre cuidó de mi padre, que esta tarea le consumió las fuerzas y que aun así siguió todo el tiempo manteniendo impecables la casa y el jardín. Y esto también sería cierto, y no pude por menos de advertir un cambio gramatical en la manera en que cuidaba el jardín. Durante los últimos meses de papá en el hospital, los tomates, las judías y todo lo demás que había en el invernadero y en los cultivos, pasaron a denominarse «mis tomates», «mis judías», etcétera, como si mi padre hubiera sido desposeído de ellos antes de morir.

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