Sin embargo, el principal argumento es que tus hijos «te portarán» después de tu muerte: no te extinguirás completamente, y saberlo de antemano ofrece consuelo a un nivel consciente o inconsciente. Pero ¿portamos mi hermano y yo a mis padres? ¿Creemos esto? Y, en tal caso, ¿los portamos de una manera remotamente próxima a «lo que ellos habrían querido»? Sin duda somos malos ejemplos. Supongamos, entonces, que el propuesto «transporte» intergeneracional se produce de una forma satisfactoria para todos, que formas parte de una rara lista de generaciones que se aman recíprocamente y en la que cada una intenta perpetuar el recuerdo, la virtud y los genes del antecesor. ¿Hasta dónde llega ese «transporte»? ¿Una generación, dos, tres? ¿Qué ocurre cuando llegas a la primera generación nacida después de que tú has muerto, la que no es posible que tenga un recuerdo de ti, y para la cual eres simple folklore?
¿Te portarán ellos, y sabrán que lo están haciendo? Como dice el gran cuentista irlandés Frank O'Connor: el folklore «nunca arregla nada».
¿Cuestionó mi madre la manera en que yo pudiera «portarla» cuando publiqué el «bombardeo» de porquería que fue mi primera novela? Lo dudo. Mi libro siguiente, publicado con seudónimo, fue una novela de misterio, con un contenido notablemente más grande de palabrotas, y en consecuencia recomendé a mis padres que no la leyeran. Pero mi madre no se dejaba amilanar, y en su momento informó de que fragmentos de mi texto «me han puesto los ojos saltones como una rana». Le recordé mi advertencia. «Bueno», respondió, «no se puede dejar un libro en la estantería.»
Dudo de que viese a sus dos hijos como los futuros porteadores de los recuerdos familiares. Ella misma prefería la retrospección. Nos prefería —como a casi todos los niños— entre las edades de unos tres a unos diez años. Lo bastante mayores para no ser «puercos cachorros», pero sin haber adquirido todavía las insolentes complicaciones de la adolescencia, y no digamos la igualdad, seguida más adelante del indescriptible estado de madurez. Nada, por supuesto, podíamos hacer mi hermano y yo —aparte de una trágica muerte prematura— para no cometer el pecado vulgar de crecer.
Oí en la radio a una especialista de la conciencia explicar que el cerebro no tiene centro —no hay una ubicación del yo—, ni física ni informáticamente, y que debemos sustituir nuestro concepto de un alma o un espíritu por el de un «proceso neuronal distribuido». Además explicaba que nuestro sentido de la moralidad procede de pertenecer a una especie que ha desarrollado un altruismo recíproco; que hay que descartar la existencia de un libre albedrío, consistente en «un pequeño yo interior que toma decisiones conscientes»; que somos máquinas de copiar y transmitir fragmentos de cultura; y que las consecuencias de aceptar todo esto son «extrañísimas». Para empezar, significa, según ella, que «estas palabras que salen de esta boca en este momento no emanan de un pequeño yo aquí dentro, sino del entero universo que se limita a cumplir su cometido».
Camus pensaba que la vida carecía de sentido; «absurda» era, en efecto, el mejor término para describirla, el más enjundioso para caracterizar nuestra posición aislada de seres «sin una razonable razón de existir». Pero creía, no obstante, que mientras estuviésemos aquí teníamos que inventarnos reglas. Añadía que «lo que sé de la ética y el deber de un hombre se lo debo claramente al deporte»: en concreto, al fútbol y a su época de portero en el Racing Universitaire de Argel. La vida es como un partido de fútbol, y sus reglas son arbitrarias pero necesarias, ya que sin ellas el juego no podría jugarse y no viviríamos esos instantes de belleza y alegría que el fútbol —y la vida— nos deparan.
Cuando descubrí este símil, lo aplaudí como un hincha desde las gradas. Yo también era guardameta, como Camus, aunque no tan bueno. El último partido que jugué en mi vida fue con el New Statesman contra el Slough Labour Party. Hacía un tiempo de perros, la portería era un lodazal y yo no tenía botas adecuadas. Después de encajar cinco goles estaba tan avergonzado que no me atreví a pasar por los vestuarios y volví en coche derecho a mi casa, empapado y desolado. Lo que aprendí aquella tarde sobre una conducta social y moral en un universo sin Dios me lo enseñó un par de niños que merodeaban alrededor de mi portería y observaron brevemente mis torpes intentos de atajar los disparos del equipo adversario. Al cabo de unos minutos, uno de ellos hizo un comentario cortante: «Debe de ser un portero suplente.» Hay veces en la vida en que no sólo somos aficionados, sino que nos hacen sentirnos suplentes.
Hoy día, la metáfora de Camus se ha quedado anticuada (y no sólo porque el deporte se ha convertido en un territorio de deshonestidad y deshonra crecientes). Han desinflado las llantas del libre albedrío y la alegría que hallamos en el hermoso juego de la vida es un mero ejemplo de copia cultural. Ya no: ahí fuera hay un universo sin Dios y absurdo, así que delimitemos el campo e inflemos la pelota. En cambio: no hay separación entre «nosotros» y el universo, y es pura ilusión la idea de que actuamos ante él como una entidad independiente. En caso de que así fuera, el único consuelo que puedo extraer de todo esto es que no deberían haberme apenado tanto los cinco goles del Slough Labour Party. Fue simplemente el universo cumpliendo su cometido.
A la experta en conciencia le preguntaron también cómo veía su propia muerte. Respondió lo siguiente: «La vería con ecuanimidad, como otro paso más, ¿no? "Oh, mira, estoy en este estudio de radio contigo..., qué sitio más estupendo. Oh, ahora estoy en mi lecho de muerte..., ahora estoy aquí..." La aceptación, a mi juicio, es lo mejor que puede sacarse de esta forma de pensar. Vivir la vida plenamente, aquí y ahora: vive lo mejor que puedas, y si me preguntan por qué, no lo sé. Aquí tropiezas con la cuestión de la moral última, pero aun así es lo que produce esta actitud. Y espero que la produzca en el lecho de muerte.»
¿Es propiamente filosófica, o extrañamente despreocupada, esta presunción de que lo aceptaremos —la quinta y última etapa mortuoria de Kübler-Ross— cuando nos llegue la hora? ¿Saltarnos el rechazo, la cólera, las negociaciones y la depresión e ir directamente hacia la aceptación? Me decepciona también un poco ese «Oh, ahora estoy en mi lecho de muerte..., ahora estoy aquí...» como últimas palabras del futuro (sigo prefiriendo, por ejemplo, las de mi hermano: «Asegúrate de que Ben recibe mi ejemplar del Aristóteles de Bekker»). Tampoco estoy muy seguro de confiar totalmente en alguien que dice que un estudio de radio es «un sitio estupendo».
«Es lo que produce esta actitud. Y espero que la produzca en el lecho de muerte.» Obsérvese la supresión aquí del pronombre personal. «Mi» se ha transformado en «el» y en «esta actitud», una mutación a la vez alarmante e instructiva. Al tiempo que se repiensa la condición humana, hay que repensar el lenguaje humano. El mundo del periodista que hace un perfil biográfico —un espectro fijo de adjetivos, ilustrados por algunas anécdotas escabrosas— ocupa un extremo del espectro; el cerebro del filósofo y del científico —no hay capitán del submarino en la torreta, y todo alrededor un mar de asociaciones inconexas—, el otro. En algún lugar entre ambos se encuentra el mundo cotidiano del sentido común dubitativo, o de la utilidad común, que es donde también está el novelista, el observador profesional del amateurismo de la vida.
En las novelas (incluidas las mías), se representa a los seres humanos como dotados de una naturaleza esencialmente aprehensible, aunque a veces escurridiza, y de motivaciones identificables: para nosotros, si no necesariamente para ellos. Esto constituye una versión más sutil y auténtica de la forma de abordar un perfil biográfico. Pero ¿y si en realidad no es así en absoluto? Supongo que yo debería facilitar la defensa automática A: puesto que la gente se imagina que posee libre albedrío, un carácter formado y creencias en gran medida consistentes, el novelista debería retratarla de este modo. Pero al cabo de pocos años esto podría parecer la autojustificación ingenua de un humanista engañado e incapaz de captar las consecuencias lógicas del pensamiento y la ciencia modernos. No estoy todavía dispuesto a considerarme —o al lector, o a un personaje de una de mis novelas— «un proceso neuronal distribuido», y mucho menos a transmutar un «yo» o un «mi» en un «el» o en «esta actitud»; pero admito que la novela actualmente está rezagada con respecto a la realidad probable.
Flaubert dijo: «Todo hay que aprenderlo, desde hablar hasta morir.» Pero ¿quién puede enseñarnos a morir? No hay, por definición, veteranos con los que hablar del trance o que nos guíen para superarlo. La semana pasada visité a mi médico de cabecera. Soy su paciente desde hace unos veinte años, aunque es más probable que, en vez de en su consulta, me la encuentre en el teatro o en una sala de conciertos. Esta vez hablamos de mis pulmones; la anterior, de la Sexta Sinfonía de Prokófiev. Me pregunta qué estoy haciendo; le digo que estoy escribiendo sobre la muerte; me dice que ella también. Cuando me envía por e-mail su texto sobre este asunto, al principio me alarmo: está lleno de referencias literarias. Eh, que eso es mi territorio, pienso, con un submurmullo de aprensión competitiva. Después recuerdo que es lo normal: «Frente a la muerte, nos volvemos librescos.» Y felizmente sus referentes (Beckett, T. S. Eliot, Milosz, Sebald, Heaney, John Berger) rara vez se solapan con los míos.
En un pasaje habla de los retratos de Fayum, esas imágenes cópticas que al ojo moderno le parecen representaciones intensamente realistas de presencias individuales. Sin duda lo eran, pero no las habían pintado para decorar las paredes de esta vida. Al igual que aquellas estatuillas cicládicas, su propósito era totalmente práctico y funerario: había que adosarlas a un cadáver momificado, a fin de que en el otro mundo los espíritus de los muertos pudieran reconocer al recién llegado. Con la salvedad de que el otro mundo ha resultado ser, decepcionantemente, el mismo, con unos cuantos siglos añadidos, y los espíritus que lo presiden y los que examinan los retratos han resultado ser nosotros: una versión muy juvenil de la eternidad.
Debía de ser extraña la colaboración entre el modelo que se prepara para la muerte y el artista que elabora su representación única. ¿Era una cooperación práctica y formal, o estaba teñida de un temor lacrimoso (no sólo a la muerte, sino también a que la imagen no fuera lo bastante fiel para que reconocieran al modelo)? Pero esto sugiere a mi médico una transacción paralela, moderna. «¿Es esto lo que se requiere de un médico y de su paciente (moribundo)?», se pregunta. «En tal caso, ¿cómo se sabe en qué momento hay que empezar?» En este punto me percato de que, quizá para nuestra mutua sorpresa, ella y yo ya hemos empezado. Ella, enviándome sus reflexiones sobre la muerte, a las que yo corresponderé con este libro. Si resulta ser la médico que me asista en la muerte, al menos habremos tenido una larga conversación preliminar y detectado nuestras divergencias.
Al igual que yo, ella no es creyente; como a Sherwin Nuland, le horroriza la excesiva medicalización de la agonía, el modo en que la tecnología ha adulterado nuestra sabia seriedad y ha convertido a la muerte en un vergonzoso fracaso, tanto del paciente como del médico. Aboga por una reconsideración del dolor, que no es necesariamente un enemigo puro, sino algo que el paciente puede aprender a utilizar. Quiere un espacio para una «confesión laica», un tiempo para arreglar las cuentas, para las expresiones de perdón y —sí— de remordimiento.
Admiro lo que ha escrito, pero (aunque sólo sea para adelantar nuestra conversación terminal), discrepo de ella en una cuestión fundamental. Ella, como Sherwin Nuland, ve la vida como un relato. Morir, que no es parte de la muerte, sino de la vida, es la conclusión de este relato, y el tiempo que precede a la muerte es nuestra última oportunidad de descubrir el sentido de la historia que está a punto de acabar. Quizá porque dedico mis jornadas profesionales a pensar en lo que es narrativa y lo que no lo es, me resisto a esta línea de pensamiento. Lessing decía que la historia consistía en poner en orden los accidentes, y una vida humana se me antoja que es una versión reducida de lo siguiente: un lapso de conciencia durante el cual ocurren determinadas cosas, algunas previsibles, otras no; donde se repiten determinadas pautas, donde interactúan las operaciones del azar y las de lo que, por el momento, podemos llamar libre albedrío; donde los niños en su conjunto crecen para enterrar a sus padres y serán a su vez padres; donde, si tenemos suerte, encontraremos a alguien a quien amar, y con ello un modo de vivir o, si no, un modo diferente de vivir; donde hacemos nuestro trabajo, obtenemos nuestro placer, adoramos a nuestro dios (o no) y vemos avanzar la historia un diminuto piñón o dos. Pero esto, en mi opinión, no constituye una narrativa. O, precisando: puede ser una narrativa, pero a mí no me lo parece.
Mi madre, cuando la exasperaban la incomparecencia o las fechorías de un chapuzas tontaina o de un técnico con manos de mantequilla, decía que podría «escribir un libro» sobre sus experiencias con operarios. Así que podría haberlo escrito, y bien soso que habría sido. Habría contenido anécdotas, escenitas, retratos de personajes, sátira y hasta frivolidad, pero no habría alcanzado el rango de narrativa. Y lo mismo ocurre con nuestra vida: un maldito percance tras otro —una tubería cambiada, una lavadora reparada—más que un relato. O (puesto que me encuentro a mi médico en salas de concierto), no hay un anuncio propiamente dicho de un tema, seguido del desarrollo, las variaciones, la recapitulación, la coda y un desenlace aplastante. Hay alguna aria que eleva el ánimo, muchos recitativos prosaicos, pero poca composición. «La vida no es ni larga ni corta; simplemente, tiene partes tediosas.»
Así pues, si cuando nos aproximamos a la muerte y miramos hacia atrás, «entendemos nuestro relato» y le estampamos un sentido definitivo, sospecho que lo que hacemos es poco más que inventar: procesar un extraño, incomprensible, contradictorio acopio de datos en una especie, en cualquier especie de historia creíble, pero sólo para nosotros mismos. No pongo reparos a esta atávica necesidad de narrar —aunque sólo fuera porque me gano la vida de esta forma—, pero recelo de ella. Esperaría de un moribundo que fuera un narrador poco fiable, pues lo que es útil para nosotros entra en conflicto, por lo general, con lo que es cierto, y lo que es útil en ese momento es una sensación de haber vivido con algún propósito, y con arreglo a una trama comprensible.