El supercolisionador más grande del mundo, encerrado en una montaña de Arizona, fue construido para revelar los secretos del momento mismo de la creación: el Big Bang. El anillo es la máquina más cara jamás creada por la humanidad, a cargo del superordenador más potente del mundo. ¿Divulgará ese anillo los misterios de la creación del universo? ¿O, como algunos predicen, hará que la Tierra sea succionada por un mini agujero negro? ¿O es el anillo un intento satánico, que como un poderoso tele evangelista condena, desafía a Dios Todopoderoso por el propio trono del Cielo? Doce científicos bajo la dirección de Hazelius se envían a la remota montaña para encenderlo, y lo que descubren debe ser ocultado al mundo a toda costa. Wyman Ford, ex monje y agente de la CIA, es enviado para arrancar su secreto, un secreto que, o bien va a destruir el mundo… o a salvarlo. La cuenta atrás ha comenzado…
Douglas Preston
Blasfemia
ePUB v1.2
NitoStrad24.04.12
Autor: Douglas Preston
Título:
Blasphemy
Traductor: Jofre Homedes Beutnagel
Primera edición: abril de 2009
Para Priscilla, Penny, Ellen, Jim y Tim
Julio
De pie frente a su terminal, Ken Dolby acariciaba los controles del
Isabella
con sus dedos suaves. Tras un rato de espera, que saboreó, abrió un panel del tablero y bajó el interruptor rojo.
No hubo zumbido, ni sonido alguno que indicase que se ponía en marcha uno de los instrumentos científicos más caros del mundo; solo las luces de Las Vegas, a trescientos kilómetros, perdieron algo de potencia.
A medida que el
Isabella
se iba calentando, Dolby empezó a sentir su vibración, muy sutil, en el suelo. Lo había concebido como una mujer, hasta el extremo de que cuando dejaba volar su imaginación fantaseaba con su aspecto: alta, esbelta, de espalda musculosa, negra como la noche del desierto y cubierta de gotas de sudor.
Isabella
. Nunca había contado a nadie aquellas fantasías.
¿Para qué hacer el ridículo? El resto de los científicos del proyecto veían el
Isabella
como un objeto, una máquina sin vida construida para una finalidad específica. En cambio Dolby siempre se encariñaba mucho con las máquinas que construía, desde su primer equipo de radio, a los diez años.
Fred
, se llamaba aquella radio… Al pensar en
Fred
, veía a un hombre blanco, grueso y pelirrojo. El primer ordenador que había ensamblado era
Betty
, a quien veía mentalmente como una secretaria enérgica y eficiente. No podía explicar por qué sus máquinas adoptaban determinada personalidad. Era así y punto.
Y ahora el acelerador de partículas más potente del mundo: el
Isabella
.
—¿Qué, cómo lo ves? —preguntó Hazelius, el jefe del equipo, tocándole afectuosamente un hombro.
—Ronronea como un gato —dijo Dolby.
—Perfecto. —Hazelius se irguió para decir unas palabras al equipo—. Acercaos, tengo una noticia que daros.
Se incorporaron en silencio ante sus puestos de trabajo, esperando a que cruzase la pequeña sala para situarse ante la mayor de las pantallas de plasma. Hazelius, bajo, delgado, escurridizo y nervioso como un visón en una jaula, se paseó delante de la pantalla antes de dirigirles su sonrisa luminosa. A Dolby nunca dejaba de sorprenderle su carisma.
—Queridos amigos —dijo, recorriendo el grupo con sus ojos turquesa—, estamos en 1492. Nos hallamos en la proa de la Santa María, escrutando el horizonte poco antes de que aparezcan las costas del Nuevo Mundo. Hoy es el día en el que dejaremos atrás el horizonte de lo desconocido y desembarcaremos en la orilla de nuestro propio nuevo mundo.
Buscó en la bolsa que llevaba siempre a todas partes y levantó como un trofeo una botella de Veuve Clicquot. La dejó sobre la mesa con los ojos brillantes.
—Esto es para más tarde, cuando ya hayamos pisado la playa; porque esta noche llevaremos al
Isabella
al cien por cien de su potencia.
El anuncio fue recibido en silencio. Finalmente, habló Kate Mercer, la subdirectora del proyecto.
—¿Qué ha pasado con el plan inicial de hacer tres pruebas al noventa y cinco por ciento?
Hazelius sonrió.
—Es que estoy impaciente. ¿Tú no?
Mercer se apartó el pelo, negro y lustroso.
—¿Y si encontramos alguna resonancia desconocida, o generamos un agujero negro en miniatura?
—Según tus cálculos, las probabilidades son de una entre mil billones.
—Podría haberme equivocado.
Tú nunca te equivocas. —Hazelius se volvió hacia Dolby, sin dejar de sonreír—. ¿Qué dices, Ken? ¿Está preparada?
¡Por supuesto! ¡Preparadísima!
Hazelius alzó las manos. —¿Entonces?
Todos se miraron. ¿Se arriesgaban o no? Volkonski, el programador ruso, rompió el hielo. —¡Adelante!
Y, para sorpresa de Hazelius, hizo chocar su mano con la de él. Entonces, todos empezaron a darse palmadas en la espalda, apretones de manos y abrazos, como un equipo de baloncesto antes de un partido.
Cinco horas después, y con el mismo número de malos cafés en el cuerpo, era Dolby quien estaba frente a la enorme pantalla plana, todavía oscura; los haces de protones materia-antimateria aún no se habían puesto en contacto. Se tardaba una eternidad en arrancar la máquina y enfriar los imanes superconductores del
Isabella
para que condujesen una potencia tan descomunal como la requerida. El paso siguiente era aumentar la luminosidad de los haces por incrementos del cinco por ciento, enfocar y colimar los haces, comprobar el estado de los imanes superconductores y ejecutar varios programas de prueba antes de aumentar otro cinco por ciento.
Potencia al noventa por ciento —informó Dolby.
¡Mierda! —renegó Volkonski a sus espaldas, dando tal porrazo a la cafetera Sunbeam, que esta tembló como el Hombre de Hojalata—. ¡Ya está vacía!
Dolby reprimió una sonrisa. Durante las dos semanas que llevaban allí arriba, en la mesa, Volkonski se había revelado como todo un elemento, un sabelotodo entre colgado y con estilo: sucio, desgarbado, con el pelo largo y grasiento, camisetas desastradas y una mosca de pelo pegada a la barbilla; tenía más aspecto de drogadicto que de programador brillante. Claro que eso mismo podía decirse de muchos otros.
Transcurrieron algunos segundos, lentamente.
—Haces alineados y enfocados —dijo Rae Chen—. Luminosidad catorce TeV.
—Esto va bien,
Isabella
—dijo Volkonski.
—Luz verde en todos mis sistemas —informó Cecchini, el físico de partículas.
—¿Algo anormal, Wardlaw?
Era el jefe de segundad, que contestó desde su puesto de control.
—Solo cactus y coyotes.
—Bien, ya es la hora —dijo Hazelius. Hizo una pausa teatral—. Ken, haz colisionar los haces.
Dolby notó que se le aceleraba el corazón. Movió sus dedos largos y finos y ajustó los controles con la habilidad de un pianista. Lo siguiente que hizo fue teclear una serie de comandos.
—Contacto.
Los enormes monitores de pantalla plana distribuidos por la sala despertaron de golpe. Súbitamente pareció flotar música en el aire, como salida de todas partes a la vez, o de ninguna.
—¿Qué es eso? —preguntó Mercer, alarmada.
—Un billón de partículas pasando por los detectores —dijo Dolby—. Producen una vibración muy aguda.
—¡Madre mía! ¡Suena como el monolito de
2001
.!
Volkonski aulló como un mono, pero nadie le hizo caso.
En el panel central, el visualizador, apareció una imagen. Dolby se la quedó mirando como en trance. Era una especie de inmensa flor: trémulos chorros de colores brotaban de un solo punto y se retorcían como si quisieran salir de la pantalla. Le impresionó su intensa belleza.
—Establecido el contacto —dijo Rae Chen—. Los haces están enfocados y colimados. ¡Dios, es una alineación perfecta!
Se oyeron hurras y algún que otro aplauso.
—Señoras y señores —dijo Hazelius—, ¡bienvenidos a las costas del Nuevo Mundo! —Señaló el visualizador—. Estáis viendo una densidad de energía que no se había visto en el universo desde el Big Bang. —Se volvió hacia Dolby—. Por favor, Ken, ve aumentando la potencia punto por punto hasta noventa y nueve.
Dolby pulsó algunas teclas, con lo que el sonido etéreo aumentó ligeramente.
—Noventa y seis —dijo.
—Luminosidad, diecisiete coma cuatro TeV —dijo Chen.
—Noventa y siete… noventa y ocho… Se hizo un silencio tenso. Solo se oía el zumbido que llenaba la sala de control subterránea, como si la montaña que los rodeaba cantase con voz propia.
—Los haces siguen enfocados —informó Chen—. Luminosidad, veintidós coma cinco TeV. —Noventa y nueve.
El sonido del
Isabella
se había vuelto todavía más agudo y puro.
—Un momento —dijo de repente Volkonski, inclinándose hacia la terminal del superordenador—.
Isabella
está… lenta.
Dolby se volvió bruscamente.
—No es nada del hardware. Debe de ser otro fallo del software.
—No, no problema de software —replicó Volkonski.
—Quizá sea mejor que por ahora lo dejemos —aconsejó Mercer—. ¿Algún indicio de creación de un agujero negro en miniatura?