Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (57 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Antes, había escrito y enviado por correo una carta en la que nombraba a Gary Ward, su hijo, nacido de su relación con Shirley Ward, único heredero del castillo de Chrichton.

* * *

Se acercaba la medianoche y Harrods estaba desierto. Las recargadas farolas doradas estaban apagadas, las escaleras mecánicas, inmóviles, un ejército de señoras de la limpieza pasaba el aspirador y el trapo. Hortense y Nicholas, arrodillados en el suelo, contemplaban sus escaparates. Un vigilante nocturno asomaba la cabeza a intervalos regulares y preguntaba
still here?
[54]
Hortense asentía con la cabeza, muda.

Había realizado aquello que había imaginado en París, tras haber recorrido cien veces las calles y las avenidas cercanas a Étoile con Gary. A veces, partes de una idea y ésta se pierde por el camino... Traicionas la chispa maravillosa que ha encendido la imaginación. Hortense le había sido fiel y la idea se había encarnado, majestuosa e intacta. Las modelos fotografiadas por Zhao Lu, elegantes, impecables, parecían animadas por una gracia y un gusto insolentes. Los detalles, semejantes a nubes gráciles, se posaban sobre las inmensas fotografías y transformaban cada silueta en
it girl
.

—¿Te sientes capaz de explicar a la gente, mañana, qué es ese famoso
it
que propones? —preguntó Nicholas, pensativo.

—Es una cosita que lo cambia todo... A veces, un pequeño detalle que luces con desenfado, con despreocupación, que te llena de confianza, te vuelve indiferente al efecto que produces en la gente. Una cosa que sólo te pertenece a ti, que has inventado, integrado... Un detalle que te convierte en rey o reina. Lo tienes o no lo tienes... Yo simplemente les doy la clave para que se lo apropien...

—¿Y sabes cómo te vestirás mañana, para la inauguración?

Hortense se encogió de hombros.

—¡Claro! Yo he nacido con el
it
... ¡Con cualquier cosa estoy vestida! Iré a la página donde puedes alquilar todo lo que quieras para una velada ¡y estaré irresistible!

—Perdóname —ironizó Nicholas ante tanta seguridad—, había olvidado con quién estaba hablando.

Hortense se volvió hacia él y soltó en un suspiro:

—Gracias... Sin ti no lo hubiese conseguido...


You’re welcome, my dear!
[55]
Ha sido un placer, ¿sabes?... ¡Un montaje precioso!

Me gustaría que Gary estuviese aquí mañana por la noche. Él lo comprendería... Comprendería que una no puede emprender una empresa como ésta pensando en un chico que te ocupa la mente, los brazos, las piernas, la boca y te deja exhausta. Para crear no puedes tener a nadie ocupándote la mente. Sólo puedes pensar en eso. Día y noche. Cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día. Cuando me besó, aquella noche en París, me convertí en una pobre chica perdida que cae en brazos de alguien que la conduce a un lugar peligroso... ¡Pataplum! Lo borro de mis pensamientos y no pienso más en él. Le he enviado una invitación y no me ha respondido. ¡Peor para él! Yo quiero conseguir un contrato magnífico, que Tom Ford me dé trabajo, llegar a la cima del rascacielos más alto del mundo, quiero tener un
corner
en Barney’s o Bergdorf Goodman... y me gustaría que él estuviese aquí mañana, que me felicitase con un resplandor de su mirada. Él me acompañó por las calles de París, estaba allí cuando nos cruzamos con Junior y se hizo la luz. ¡Tiene que estar aquí!

Junior. Él sí que vendrá. ¡Y no solo, por desgracia! Le acompañarán Marcel y Josiane...

Le preocupaba que diesen la nota en la inauguración. Cuando Marcel Grobz decidía ponerse elegante, ¡una podía temer lo peor! El día de su boda con Henriette, su abuela, llevaba una chaqueta de Lurex verde manzana y una corbata escocesa de cuero. Henriette había estado a punto de desmayarse...

Nicholas murmuró algo que ella no entendió inmediatamente. Algo relacionado con la banda sonora que «vestía» su puesta en escena.

—Creo que deberías cambiar la música... Tus escaparates son impecables, no puedes meter ahí la voz y la imagen de Amy Winehouse... Necesitarías a Grace Kelly o Fred Astaire, algo así.

—¿Estás mal de la cabeza?

—Quiero decir, una canción elegante y con clase, no el último éxito de una chica alcohólica, colocada, llena de tatuajes y que se viste con harapos...

—No vamos a cambiarlo todo en el último minuto...

—Cuando un gran modisto presenta una colección, lo cambia todo en el pasillo, cuando ya la sala está llena de gente pataleando... ¡Un poco de ambición, querida! ¡Estás apuntando al cielo, recuérdalo! No te pares en el último escalón...

—¿Y qué propones? —preguntó Hortense, halagada de que la compararan con un gran modisto.

—Estaba pensando en una vieja canción de Gershwin... Rod Stewart incluyó una versión en un álbum. Podríamos utilizar esa grabación... Conozco a su mánager, te lo puedo arreglar.

—¿Y a quién no conoces tú, Nicholas? —suspiró Hortense, vencida.

—Se llama
They Can’t Take That Away From Me
. Fred Astaire la cantó por primera vez, en una película antigua en blanco y negro, un poco endeble...

—¿Y cómo es?

Y Nicholas, en medio de las fotos y los colgantes que se mecían suavemente, se puso a cantar y a esbozar unos pasos de baile.

The way you wear your hat...

The way you sip your tea...

The memory of all that...

No, no, they can’t take that away from me...

The way your smile just beams...

The way you sing our key...

The way you hold my dreams...

No, no, they can’t take that away from me
[56]
...

Una señora gorda que pasaba por la calle, vestida con un plumón rojo, el pelo peinado con rastas y los brazos llenos de bolsas, le vio y se puso a bailar sobre la acera haciendo girar sus paquetes. Después le hizo una ostentosa reverencia con la mano antes de alejarse.

Hortense miraba a Nicholas y pensaba me gusta este chico, ¡lástima que tenga un torso tan largo!

—¡De acuerdo! —gritó para cortar de raíz su entusiasmo.

—¡Gracias, princesa! Me ocuparé de ello mañana por la mañana y te encontraré la banda sonora...

Y además, tenía gusto, ideas y sentido del trabajo. ¡Pero un torso alargado!

Él había enviado invitaciones a todos los periodistas, estilistas, corresponsales de Londres, París, Nueva York, con algunas palabras de su puño y letra. Para Anna Wintour, que justo estaba en Londres a finales de febrero, había escrito «en homenaje a una gran dama de la moda que encarna la elegancia y el estilo absolutos...». Si después de ese cumplido no viene, ¡es que se ha tragado no un palo, sino una colección entera de paraguas!, decidió Hortense.

Philippe estaría allí, por supuesto. Y el inversor que le había presentado... Este último tenía tendencia a ser pegajoso. No la dejaba en paz, la llamaba para sugerirle ideas. Mi querida Hortense, qué le parecería si... Hortense escuchaba y tiraba la idea a la basura. Se había ofrecido a transportar los decorados. Podría alquilar una furgoneta y ponerse un mono de trabajo ¡sería divertido jugar a las mudanzas! ¡Cretino!, musitaba Hortense oculta tras una gran sonrisa. Jean el Granulado también se había ofrecido a ayudarla, pero le había rechazado. Sin embargo, ¡no le hubiesen venido mal dos brazos suplementarios! Había estado a punto de aceptar y lo desechó en el último momento: era demasiado feo. No quería que la vieran con él. Se habría visto obligada a invitarle al cóctel de inauguración y hubiera dado mala impresión.

Se chupó las yemas de los dedos desollados por los clavos, los alfileres y las capas de cola. ¿Quién más vendría? No tenía noticias de su madre ni de Zoé. Pero estarían allí, eso seguro. Su madre se desmayaría de orgullo y Zoé se pavonearía diciendo a todo el mundo es mi hermana, es mi hermana...

También vendría Shirley. Le había pedido prestada su furgoneta.

—Pero ¿para qué? —había preguntado Hortense.

—Voy a ir a todos los mataderos, estoy preparando un espectáculo gore para el colegio... ¡Voy a conseguir carcasas, despojos chorreantes de sangre, botes de gelatina industrial y un montón de cosas repugnantes! Les voy a enseñar lo que meten en la comida industrial. Si no dejo asqueados a esos chiquillos, ¡tiro la toalla y me alimento de nuggets el resto de mi vida!

—¡No me la vayas a ensuciar!

—No, la voy a tapizar de plástico...

Hortense le había pasado las llaves con mueca de disgusto.

—¡Y me la devuelves intacta y puntualmente!

—¡Te lo prometo!

Shirley tenía un aspecto que amenazaba tormenta.

Cuando ella le había preguntado ¿sabes dónde está Gary? Shirley había respondido ni idea balanceando las llaves de la furgoneta.

Miss Farland iría. Para presumir. Fui yo quien la descubrió, diría a los presentes, ha sido gracias a mí que... y untaría una tonelada de confitura sobre su propio mérito. Resulta patética con su boca rojo vampiro y sus andares de canario anoréxico. Se había puesto inyecciones de bótox para la inauguración y estaba hinchada como el trasero de un lactante. ¡Ni siquiera podía sonreír!

También había invitado a algunas chicas del Saint-Martins. Para verlas verdes de envidia. A sus profes.

A sus compañeros de piso, con la excepción de Jean el Granulado. Eso le mortificaría, pero a ella le importaba un pimiento.

Veamos, veamos, no me olvido de nadie...

Quizás Charlotte Bradsburry asome su naricita para husmear. Escribiría un artículo devastador que le daría publicidad.

Agyness Deyn también acudiría. Nicholas conocía a su novio y éste había prometido llevar a su chica... Y quien dice Agyness dice una nube de paparazzis. Simplemente habrá que procurar que no me eclipse, calculó Hortense, arreglármelas para no perder el primer plano en las fotos...

Qué raro que su madre no la hubiera llamado para decirle a qué hora llegaría con Zoé a la estación de Saint-Pancras. No era propio de ella.

—¿Estás al día con las invitaciones? —preguntó Hortense.

—Están todas enviadas, han respondido casi todos —dijo Nicholas.

—Recuerda que la heroína soy yo. Si ves a alguna asquerosa que intenta acoplarse, la echas rápidamente...

—Entendido, Princesa... ¿Vamos a comer algo? Me muero de hambre...

—¿Crees que podemos dejarlo todo aquí?

—¿Qué quieres decir?

—¿Nadie destrozará mis escaparates?

—¿Estás loca o qué?

—Tengo un mal presentimiento...

—Querrás decir que tienes un montón de enemigos que van a por ti...

—No me gustaría que un rival lleno de odio viniese a rociar mis modelos con pintura roja...

—¡Que no! La tienda está llena de vigilantes y todo está cerrado con llave...

Hortense salió a su pesar.

—Casi tengo ganas de quedarme a dormir...

—Me decepcionas, Hortense... ¿Tienes miedo?

—Te digo que tengo un mal presentimiento... ¿Me prestas tu móvil para llamar a mi madre?

—¿No tienes el tuyo?

—Sí, pero yo pago y tú no. Es un teléfono profesional...

—Y si digo que no...

—Nunca te explicaré el misterio de la vida sexual entre el hombre y la mujer... ¡y tu papel en esa jungla despiadada!

Le entregó el móvil.

Joséphine ya no sabía qué hacer.

No iría a Londres para la inauguración de Hortense.

Tenía su historia y no quería soltarla.

Había encontrado la libreta negra del Jovencito y la leía atentamente tomando notas, dejándolas macerar para que eclosionara una historia, como alguien que cada mañana al despertar espera que de un capullo brote una flor. Corre descalzo hasta la jardinera, la observa, espera y después se va diciendo seguro que mañana brotará. Estaba a punto de asistir al nacimiento de su novela y no tenía ninguna gana de perder el hilo viajando a Londres. Temía que Cary y el Jovencito se desvaneciesen como había ocurrido con las dos señoras gordas.

Cada noche, se quedaba mirando al teléfono y diciéndose tengo que llamarla, tengo que decírselo... pero temblaba de miedo.

Esa noche, la víspera de la apertura, a las doce en punto, ya no podía posponerlo más. Apoyó la mano sobre el teléfono y...

Shirley le había contado lo duro que había trabajado Hortense.

También le había dicho que Gary no estaría, que se había ido a Escocia para encontrar a su padre, que no sabía cuándo volvería.

—¿Y tú qué tal?

—¿Quieres la verdad? Estoy jodida, pero me cuido... Estoy haciendo clases de respiración, voy en bici, visito mataderos...

—¿Has vuelto a Hampstead?

—No... Evito el agua helada. En Londres hace un frío que pela.

—Deberías ir...

—¿Vienes para la exposición de tu hija?

—¡Pues me parece que no!

Shirley había soltado un grito:

—Joséphine, ¿seguro que eres tú la que está al teléfono?

—Sí...

—¿Eres tú la que no lo deja todo tirado para venir a postrarte y honrar a Hortense?

—Tengo la idea para un libro, Shirley. No un ensayo universitario, sino una novela inspirada en una historia real. La amistad romántica entre un joven francés y una estrella de cine americano... ¿Recuerdas aquella libreta negra que encontré en el cuarto de la basura? Está tomando forma poco a poco. La historia crece dentro de mí. Debo seguir concentrada.

—Pues sí que... ¡Han cambiado a mi amiga! ¿Es la influencia positiva de Serrurier?

Joséphine había soltado una risita incómoda.

—No. Lo he decidido yo solita... ¿Crees que Hortense se lo tomará a mal?

—¿Acaso no se lo has dicho todavía?

—No me atrevo, estoy aterrorizada.

—Lo comprendo... ¡Little Princess se va a enfadar!

—Tengo miedo de que crea que ya no la quiero.

—¡Oh! Si es por eso ¡todavía tienes margen!

—Entonces ¿qué hago?

—Coges el teléfono y la llamas... Oye, ¿no fuiste tú la que el otro día me dio la lata diciéndome aquello de «es ahora, o nunca»?... ¿Un pensamiento filosófico de nuestra querida Iphigénie? Pues venga, descuelga el teléfono y díselo... ¡Ahora!

—Tienes razón...

Pero no lo conseguía. Me llamará mala madre, madre egoísta, corazón de piedra, voy a hacerle daño y no podré sobrevivir. La quiero tanto, es sólo que... Tengo miedo de perder mi historia...

Iba a marcar el número de Hortense cuando sonó el teléfono.

—¿Mamá?

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