Este artículo tuvo mucha boga. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones de Phileas Fogg bajaron considerablemente.
Durante los primeros días que siguieron a la partida del
gentleman,
se habían empeñado importantes sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el mundo de los apostadores de Inglaterra es un mundo más inteligente y más elevado que el de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por eso, no tan sólo fueron los individuos del Reform-Club quienes establecieron apuestas considerables en pro o en contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas Fogg fue inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de
"studbook".
Quedó convertido en valor de Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se hacían enormes negocios. Pero cinco días después de su salida, el artículo del
"Boletín de la Sociedad de Geografía"
hizo crecer las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en paquetes. Tomado primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por veinte, por cincuenta y aun por ciento.
Sólo conservó un partidario, el viejo paralítico lord Albermale. El honorable
gentleman,
clavado en su butaca, hubiera dado su fortuna por poder hacer el mismo viaje aunque fuera de diez años, y apostó cuatro mil libras en favor de Phileas Fogg. Y cuando al propio tiempo le demostraban lo necio y lo inútil del proyecto, se limitaba a responder: "Si la cosa es factible, bueno será que sea inglés quien primero lo haga."
Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el mundo, y no sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento cincuenta, y aun por doscientos, cuando siete días después de su marcha un incidente completamente inesperado hizo que ya no se quisiera a ningún precio.
En efecto, durante aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía metropolitana había recibido un despacho telegráfico así concebido:
Suez a Londres.
Rowan, director policía
administración central, Scotland Yard.
Sigo al ladrón del banco, Phileas Fogg. Enviad sin tardanza mandato de prisión a Bombay, (India Inglesa).
FIX,
detective.
El efecto de este despacho fue inmediato. El honorable
gentleman
desapareció para dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía, depositada en el Reform-Club con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al hombre cuyas señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo que tenía de místeriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida repentina, y pareció evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del mundo y apoyándose en una apuesta insensata, no tenía otro objeto que hacer perder la pista a los agentes de la policía inglesa.
He aquí las circunstancias que ocasionaron el envío del despacho concerniente al señor Phileas Fogg.
El miércoles 9 de octubre se aguardaba, para las once de la mañana, en Suez, el paquebote
"Mongolia"
de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de hélice y entrepuente, que desplazaba dos mil ochocientas toneladas y poseía una fuerza nominal de quinientos caballos.
El
"Mongolia"
hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay por el canal de Suez. Era uno de los de mayor velocidad de la Compañía, habiendo sobrepujado siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y de nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay.
Aguardando la llegada del
"Mongolia",
dos hombres se paseaban en el muelle en medio de la multitud de indígenas y de extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado por la grandiosa obra del señor Lesseps.
Uno de aquellos hombres era el agente consular del Reino Unido, establecido en
Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del gobierno británico y de las siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar todos los días navíos ingleses que atraviesan el canal, abreviando así en la mitad, el antiguo camino de Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza.
El otro era un hombrecillo flaco, de aspecto bastante inteligente, nervioso, que contraía con notable persistencia los músculos de sus párpados. A través de éstos brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía amortiguar a voluntad. En aquel momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo estarse quieto.
Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de aquellos detectives ingleses que habían sido enviados a diferentes puertos después del robo perpetrado en el Banco de Inglaterra. Debía este Fix vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen el camino de
Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirlo, aguardando un mandato de prisión.
Precisamente hacía dos días que Fix había recibido del director de la policía metropolitana las señas del presunto autor del robo, o sea, de aquel personaje bien portado que había sido observado en la sala de pagos del Banco.
El detective, engolosinado sin duda por la fuerte prima prometida en caso de éxito, aguardaba con una impaciencia fácil de comprender la llegada del
"Mongolia".
—¿Y decís, señor cónsul —preguntó por décima vez—, que ese buque no puede tardar?
—No, señor Fix —respondió el cónsul—. Ha sido visto ayer a la altura de Port Said, y los ciento sesenta, kilómetros del canal, no son nada para un andador como ése. Os repito que el
"Mongolia"
ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo reglamentario.
—¿Viene directamente de Brindisi? — Preguntó Fix.
—Del mismo Brindisi, donde toma el correo de Indias, y de donde ha salido el sábado a las cinco de la tarde. Tened paciencia, pues, porque no puede tardar en llegar. Pero no sé cómo, por las señas que habéis recibido, podréis reconocer a vuestro hombre si está a bordo del
"Mongolia".
—Señor cónsul —respondió Fix—, esas gentes las sentimos más bien que las reconocemos. Hay que tener olfato, y ese olfato es un sentido especial nuestro, al cual concurren el oído, la vista y el olor. He agarrado durante mi vida a más de uno de esos caballeros, y con tal que mi ladrón esté a bordo, os respondo que no se me irá de las manos.
—Lo deseo, señor Fix, porque se trata de un robo importante.
—Un robo soberbio —respondió el agente entusiasmado—. ¡Cincuenta y cinco mil libras! ¡No siempre tenemos semejantes ocasiones!
¡Los ladrones se van haciendo muy mezquinos! ¡La raza de los Sheppard se va extinguiendo! ¡Ahora se hacen ahorcar tan sólo por algunos chelines!
—Señor Fix —respondió el cónsul—, habláis de tal manera que os deseo ardientemente buen éxito; pero, os repito, lo creo difícil en las condiciones en que os encontráis. ¿Sabéis que con las señas que habéis recibido, ese ladrón se parece absolutamente a un hombre de bien?
—Señor cónsul —respondió
dogmáticamente el inspector de policía—, los grandes ladrones se parecen siempre a los hombres de bien. Ya comprenderéis que los que tienen traza de bribones no tienen más que un recurso, que es el de ser probos, sin lo cual serían presos con facilidad. Las fisonomías honradas son las que con más frecuencia hay que desenmascarar. Convengo en que este trabajo es dificultoso, siendo más bien hijo del arte que del oficio.
Entretanto, el muelle se iba animando poco a poco. Marineros de diversas nacionalidades, comerciantes, corredores, mozos de cordel y
"fellahs"
afluían allí para esperar la llegada del vapor, que no debía estar muy lejos.
El tiempo era bastante hermoso, pero el aire frío, a consecuencia del viento que soplaba del Este. Algunos minaretes se destacaban sobre la población bajo los pálidos rayos del sol. Hacia el Sur se prolongaba una escollera de dos mil metros, cual un brazo, sobre la rada de Suez. Por la superficie del Mar Rojo circulaban varias lanchas pescadoras o de cabotaje, algunas de las cuales han conservado el elegante gálibo de la galera antigua.
Mientras andaba por entre toda aquella gente, Fix, por hábito de su profesión, estudiaba con rápida mirada el semblante de los transeúntes.
Eran entonces las diez y media.
—¡Pero no acabará de llegar ese vapor! — Exclamó al oír dar la hora en el reloj del puerto.
—Ya no puede estar lejos —respondió el cónsul.
—¿Cuánto tiempo ha de estacionarse en Suez? —Preguntó Fix.
—Cuatro horas, el tiempo de embarcar su carbón. De Suez a Adén, a la salida del Mar Rojo, hay mil trescientas diez millas, y necesita proveerse de combustible.
—¿Y de Suez se marcha directamente a Bombay?
—Directamente y sin descarga.
—Pues bien —dijo Fix—, si el ladrón ha tomado pasaje en ese buque, tendrá el plan de desembarcar en Suez, a fin de llegar por otra vía a las posesiones holandesas o francesas de Asia. Bien debe saber que no estaría seguro en la India, que es tierra inglesa.
—A no ser que sea muy entendido — respondió el cónsul—, porque ya sabéis que un criminal inglés siempre está mejor escondido en Londres que en el extranjero.
Después de esta reflexión, que dio mucho que pensar al agente, el cónsul regresó a su despacho, situado allí cerca. El inspector de policía se quedó solo, entregado a una impaciencia nerviosa y con el extraño presentimiento de que el ladrón debía estar a bordo del
"Mongolia";
y en verdad, si el tunante había salido de Inglaterra con intención de irse al Nuevo Mundo, debía haber obtenido la preferencia del camino de la India, menos vigilado o más difícil de vigilar que el Atlántico.
Fix no estuvo mucho tiempo entregado a sus reflexiones, porque la llegada del vapor fue anunciada por algunos silbidos. Todo el tropel de ganapanes y de
"fellahs"
se precipitó sobre el muelle en tumulto algo inquietante para los miembros y trajes de los pasajeros. Se destacaron de la orilla unos diez faluchos para ir al encuentro del
"Mongolia".
Pronto se percibió el gigantesco casco de este buque, que pasaba entre las márgenes del canal, y daban las once cuando vino a atracar en la rada, mientras que el vapor se desprendía con estrepitoso ruido por los tubos de escape de la máquina.
Eran los pasajeros bastante numerosos a bordo. Algunos se quedaron en el entrepuente contemplando el pintoresco panorama de la ciudad, pero la mayor parte desembarcaron en las lanchas que se habían arrimado al
"Mongolia".
Fix examinaba escrupulosamente a todos los que desembarcaban.
En aquel momento se le acercó uno de ellos —después de haber repelido vigorosamente a los
"fellahs"
que lo asediaban con sus ofertas de servicio— y le preguntó con mucha cortesía si podía indicarle el despacho del agente consular inglés. Y al mismo tiempo, este pasajero presentaba un pasaporte, sobre el cual deseaba que constase el visado británico.
Fix tomó instintivamente el pasaporte, y con rápida mirada lo leyó, escapándose por poco cierto movimiento involuntario. El papel tembló en sus manos. Las señas que constaban en el pasaporte eran idénticas a las que había recibido del director de la policía británica.
—Este pasaporte no es vuestro —dijo Fix al pasajero.
—No —respondió éste—, es el pasaporte de mi amo.
—¿Y vuestro amo?
—Se ha quedado a bordo.
—Pero —repuso el agente— es necesario que se presente en persona en el despacho del consulado a fin de identificarlo.
—¿Y eso es necesario?
—Indispensable.
—¿Y dónde está la oficina?
—Allí en la esquina de la plaza —respondió el inspector, indicando una casa que distaba unos doscientos pasos.
—Entonces, voy a buscar a mi amo, que no tendrá mucho gusto en molestarse.
Después de esto, el pasajero saludó a Fix y se volvió a bordo del vapor.
El inspector volvió al muelle y se dirigió con celeridad al despacho del cónsul; en seguida, por petición suya, urgente, fue introducido a la presencia de dicho funcionario.
—Señor cónsul —le dijo sin más preámbulo—, tengo poderosas presunciones para creer que nuestro hombre ha tomado pasaje a bordo del
"Mongolia".
Y Fix refirió lo que había pasado entre el criado y él con motivo del pasaporte.
—Bien, señor Fix —respondió el cónsul—, no sentiría ver el rostro de ese bribón. Pero tal vez no se presentará si es lo que suponéis. Un ladrón no procura dejar detrás de sí rastros de su paso, sobre todo no siendo obligatoria la formalidad del pasaporte.
—Señor cónsul —respondió el agente—, si como debemos suponerlo es hombre entendido, vendrá.
—¿A hacer visar su pasaporte?
—Sí. Los pasaportes nunca sirven más que para molestar a los hombres de bien y facilitar la fuga de los tunantes. Os aseguro que ése estará en regla, pero espero que no lo visaréis.
—¿Y por qué no? Si el pasaporte es regular —respondió el cónsul— no tengo derecho a negarme a visarlo.
—Sin embargo, señor cónsul, será necesario que yo detenga aquí a ese hombre hasta haber recibido de Londres un mandato de prisión.
—¡Ah! Eso es cuenta vuestra, señor Fix — respondió el cónsul—, pero yo no puedo...
El cónsul no terminó su frase. En aquel momento llamaban a la puerta de su gabinete, y el ordenanza de la oficina introducía a dos extranjeros, uno de los cuales era precisamente el criado que había conversado con el agente de policía.
Eran efectivamente amo y criado. El primero sacó el pasaporte, rogando lacónicamente al cónsul que se sirviera visarlo. Tomó éste el documento Y lo leyó atentamente, mientras Fix, en un rincón del gabinete, observaba o más bien devoraba al extranjero con sus ojos.
Cuando el cónsul terminó su lectura, dijo:
—¿Sois Phileas Fogg, "esquíre"?
—Sí, señor —respondió el
gentleman.
—¿Y ese hombre es vuestro criado?
—Sí. Un francés llamado Picaporte.
—¿Venís de Londres?
—Sí.
—¿Y vais adónde?
—A Bombay.
—Bien. Ya sabéis que la formalidad del visado no es necesaria, y que ya no exigimos la presentación del pasaporte.