Un instante después, los cuatro desaparecieron por la selva, llevándolos el elefante con trote rápido. Pero entonces, los gritos, los clamores y una bala que atravesó el sombrero de Phileas Fogg les anunció que el ardid estaba descubierto.
En efecto, sobre la inflamada hoguera se destacaba entonces el cuerpo del viejo rajá. Los sacerdotes, repuestos de su espanto, habían comprendido que acababa de efectuarse un rapto.
Al punto se precipitaron al bosque, siguiéndoles los guardias, que hicieron una descarga general; pero los raptores huían rápidamente, y en pocos momentos se hallaron fuera del alcance de las balas y de las flechas.
Había tenido buen éxito el atrevido rapto de Aouda, y una hora después Picaporte se estaba riendo todavía de su triunfo. Sir Francis Cromarty había estrechado la mano del intrépido muchacho. Su amo le había dicho: "Bien", lo cual en boca de este
gentleman
equivalía a una honrosa aprobación. A esto había respondido Picaporte que todo el honor de la hazaña correspondía a su amo. Para él no había habido más que una chistosa ocurrencia, y se reía al pensar que durante algunos instantes, él, Picaporte, antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos, había sido el viudo de la linda dama, un viejo rajá embalsamado.
En cuanto a la joven india, no había tenido conciencia de lo sucedido. Envuelta en mantas de viaje, se hallaba descansando en uno de los cuévanos.
Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría con rapidez por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se lanzaba al través de una inmensa llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy, pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por algún tiempo.
Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de la embriaguez, producida por la inhalación de los vapores del cáñamo, no abrigaba inquietud alguna.
Pero si el restablecimiento de la joven india no inquietaba el ánimo del brigadier general, no tenía igual tranquilidad al pensar en el porvenir. No vaciló, pues, en decir a Phileas Fogg que si Aouda se quedaba en la India, volvería a caer inevitablemente en manos de sus verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda la península, y ciertamente que, a pesar de la policía inglesa, recobrarían su víctima, fuese en Madrás, Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty, citaba en apoyo de su dicho un hecho de igual naturaleza que había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, la joven no estaría segura sino marchándose del Indostán.
Phileas Fogg respondió que tendría presentes estas observaciones y resolvería.
Hacia las diez, el guía anunciaba la estación de Allahabad. Allí arrancaba de nuevo la interrumpida vía, cuyos trenes recorren en menos de un día y una noche la distancia que separa a Allahabad de Calcuta.
Phileas Fogg debía pues llegar a tiempo para tomar el vapor que partía al día siguiente, 25 de octubre a mediodía, en dirección a Hong-Kong.
La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigos, etc., lo que encontrase. Su amo le abría ilimitado crédito.
Picaporte partió al punto y recorrió las calles de la población. Allahabad es la Ciudad de Dios, una de las más veneradas de la India, en razón de estar construida sobre la confluencia de los dos ríos sagrados, el Ganges y el Jumna, cuyas aguas atraen a los peregrinos de todo el Indostán. Sabido es, por otra parte, que, según las leyendas del ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a Brahma, baja hasta la Tierra.
Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni industria en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en dar setenta y cinco libras. Y luego se volvió triunfante a la estación.
Aouda empezaba a volver en sí. La influencia a que la habían sometido los sacerdotes de Pillaji, se iba disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban toda su dulzura hindú.
Cuando el rey poeta, Uzaf Uddaul, celebra los encantos de la reina de Almehnagara, se expresa así:
"Su brillante cabellera, regularmente dividida en dos partes, sirve de cerco a los contornos armoniosos de sus mejillas delicadas y blancas, brillantes de lustre y de frescura. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del amor, y bajo sus pestañas sedosas, en la pupila negra de sus grandes ojos límpidos, nadan como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros reflejos de la celeste luz. Finos, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como gota de rocío en el seno medio cerrado de una flor de granado. Sus lindas orejas de curvas simétricas, sus manos sonrosadas, sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del lotus, brillan con el resplandor de las más bellas perlas de Ceylán, de los más bellos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura que puede abarcarse con una sola mano, realza la elegante configuración de sus redondeadas caderas y la riqueza de su busto, en que la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros; y bajo los pliegues sedosos de su túnica, parece haber sido modelada en plata por la mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno."
Pero sin toda esa amplificación poética basta decir que Aouda, la viuda del rajá de Bundelkund, era una hermosa mujer en toda la acepción europea de la palabra. Hablaba inglés con suma pureza, y el guía no había exagerado al afirmar que esa joven parsi había sido transformada por la educación.
Entretanto, el tren iba a dejar la estación de Allahabad. El parsi estaba esperando. Míster Fogg le pagó lo convenido, sin darle un penique de más. Esto asombró algo a Picaporte, que sabía todo lo que debía su amo a la adhesión del guía. El parsi había en efecto arriesgado voluntariamente la vida en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios llegasen a saberlo, con dificultad se libraría de su venganza.
Quedaba también por ventilar la cuestión de Kiouni. ¿Qué harían de un elefante que tan caro había costado?
Pero Phileas Fogg había adoptado ya una resolución.
—Parsi —dijo al guía—, has sido servicial y adicto. He pagado tu servicio, pero no tu adhesión. ¿Quieres ese elefante? Es tuyo.
Los ojos del guía brillaron.
—¡Es una fortuna lo que Vuestro Honor me da! —exclamó.
—Acéptala —respondióle míster Fogg—; y aún seré deudor tuyo.
—Enhorabuena —exclamó Picaporte—. Toma, amigo mío, Kiouni eres animal animoso y valiente.
Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos terrones de azúcar, diciendo:
—¡Toma, Kiouni, toma, toma!
El elefante exhaló algunos gruñidos de satisfacción, y luego tomó a Picaporte por la cintura y lo levantó hasta la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una caricia al animal que lo volvió a dejar suavemente en tierra, y al apretón de trompa del honrado Kiouni respondió un apretón de manos del honrado mozo.
Algunos instantes después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte, instalados en un confortable vagón, cuyo mejor asiento iba ocupado por Aouda, corrían a todo vapor hacia Benarés.
Ochenta millas lo más separaban a esta ciudad de Allahabad, las cuales se recorrieron en dos horas.
Durante el trayecto, la joven recobró por entero los sentidos, quedando disipados los vapores embriagadores del "hag".
¡Cuál fue su asombro al encontrarse en el ferrocarril, en aquel compartimiento, vestida a la europea y en medio de viajeros que le eran completamente desconocidos!
Principiaron sus compañeros prodigándole cuidados y reanimándola con algunas gotas de licor; y después el brigadier general le refirió lo ocurrido. Insistió sobre la decisión de Phileas Fogg que no había vacilado en comprometer su vida para salvarla, y sobre el desenlace de la aventura debida a la audaz imaginación de Picaporte.
Míster Fogg dejó hablar sin decir una palabra. Picaporte, avergonzado, repetía que la cosa no merecía tanto.
Aouda dio gracias a sus libertadores con una efusión expresada con las lágrimas más que por sus palabras. Sus hermosos ojos, mejor que sus labios, fueron los intérpretes de su reconocimiento. Y después, llevándola su pensamiento a las escenas del
"sutty",
y viendo sus miradas esa tierra indígena donde tantos peligros la amenazaban, fue acometida de un estremecimiento de terror.
Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el ánimo de Aouda, y para tranquilizarla le ofreció con mucha frialdad conducirla a HongKong, donde viviría hasta que este asunto se olvidase.
Aouda aceptó la oferta con reconocimiento. Precisamente residía en Hong-Kong uno de sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales comerciantes de la ciudad, que es completamente inglesa, aun cuando se halla en las costas de China.
A las doce y media el tren se detenía en la estación de Benarés. Las leyendas Brahamánicas afirman que esta ciudad ocupa el sitio de la vetusta Casi, que estaba antiguamente suspendida en el espacio entre el cenit y el nadir, como la tumba de Mahoma. Pero en la época actual, más positiva, Benarés, la Atenas de la India, según los orientalistas, descansaba prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo por un momento entrever sus casas de ladrillo y sus chozas de cañizos, que le dan un aspecto absolutamente desairado sin color local alguno.
Allí debía detenerse sir Francis Cromarty. Las tropas con las cuales tenía que reunirse estaban acampadas algunas millas al norte. El brigadier general se despidió de Phileas Fogg, deseándole todo el éxito posible y expresando el voto de que repitiese el viaje de un modo menos original y más provechoso. Míster Fogg estrechó ligeramente los dedos de su compañero. Los cumplidos de Aouda fueron más afectuosos. Nunca olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty. En cuanto a Picaporte, fue honrado con un buen apretón de manos de parte del brigadier general. Conmovido, le preguntó cuándo podría prestarle algún servicio. Después se separaron.
Desde Benarés, la vía férrea seguía en parte el valle del Ganges. A través de los cristales del vagón, y con un tiempo sereno, aparecían el paisaje variado de Behar, montañas cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y trigo, ríos de estanques poblados de aligatores verdosos, aldeas bien acondicionadas y selvas que aun conservaban la hoja. Algunos elefantes y cebús de protuberancia iban a bañarse a las aguas del río sagrado; y también, a pesar de la estación adelantada y de la temperatura, ya fría, se veían cuadrillas de indios de ambos sexos, que cumplían piadosamente sus santas abluciones. Esos fieles enemigos encarnizados del budismo, son sectarios fervientes de la religión brahmánica que se encama en tres personas: Vishma, la divinidad solar; Shiva, la personificación divina de las fuerzas naturales; y Brahma, el jefe supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con qué ojo Brahma, Shiva y Vishma debían considerar a esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor pasaba silbando y turbaba las aguas consagradas del Ganges, espantando a las gaviotas que revoloteaban en la superficie, a las tortugas que pululaban en sus orillas y a los devotos tendidos a lo largo de sus márgenes!
Todo este panorama desfiló como un relámpago, y con frecuencia una nube de vapor blanco ocultó sus pormenores. Apenas pudieron los viajeros entrever el fuerte de Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur y sus importantes fábricas de agua de rosa; el sepulcro de lord Cornwallis, que se eleva sobre la orilla izquierda del Ganges; la ciudad fortificada de Buxar, Putna, gran población industrial y mercantil, donde existe el principal mercado del opio de la India; Monglar, ciudad, más que europea, inglesa como Manchester o Birmingham, nombradas por sus fundiciones de hierro y sus fábricas de armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el país de los sueños!
Después llegó la noche, y en medio de los rugidos de los tigres, osos y lobos que huían ante la locomotora, el tren pasó a toda velocidad y no se vio nada ya de las maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de Gour, ni Mounshedabad, que antes fue capital, ni Burdwan, ni Hougly, ni Chandemagor, ese punto francés del territorio indio, donde se hubiera engreído Picaporte al ver ondear la bandera de su patria.
Por último, a las siete de la mañana, llegaron a Calcuta. El vapor que salía para Hong-Kong no levaba el áncora hasta mediodía.
Según su itinerario, debía llegar a la capital de las Indias, el 25 de octubre, veintitrés días después de haber salido de Londres, y llegaba el día fijado. No tenía pues, ni adelanto, ni atraso.
Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y Bombay, quedaban perdidos, del modo que se sabe, en la travesía de la península indostánica; pero es de suponer que Phileas Fogg no lo sentía.
El tren se detuvo en la estación. Picaporte se apeó el primero, y fue seguido de míster Fogg, quien ayudó a su joven compañera a descender al andén. Phileas Fogg pensaba ir directamente al vapor de Hong-Kong, a fin de instalar allí convenientemente a mistress Aouda, de quien no quería separarse mientras estuviese en aquel país tan peligroso para ella.
Cuando míster Fogg iba a salir de la estación, se acercó a él un agente de policía diciéndole:
—¿El señor Phileas Fogg?
— Yo soy.
—¿Es ese hombre vuestro criado? —añadió el agente designando a Picaporte.
—Sí.
—Tened ambos la bondad de seguirme.
míster Fogg no hizo movimiento alguno que demostrase la menor sospecha. El agente era un representante de la ley, y para todo inglés, la ley es sagrada, Picaporte, con sus hábitos franceses, quiso hacer observaciones, pero el agente le tocó con su varilla, y Phileas Fogg le hizo seña de obedecer.
—¿Puede acompañarnos esta joven dama? —preguntó míster Fogg,
—Puede hacerlo —respondió el agente.