—Ya lo sé, señor —respondió Phileas Fogg—, pero deseo conste mi paso por Suez.
—Como gustéis.
Y el cónsul, después de haber firmado y fechado el pasaporte, lo selló. Míster Fogg pagó los derechos; y, después de haber saludado con frialdad, salió seguido de su criado.
—¿Y bien? —Preguntó el inspector.
—Y bien —respondió el cónsul—, tiene trazas de un perfecto hombre de bien.
—Posible —respondió Fix—, pero no se trata de esto. ¿No os parece, señor cónsul, que ese flemático caballero se parece rasgo por rasgo al ladrón cuyas señas tengo?
—Convengo en ello: pero ya sabéis, todas las señas...
—Ya estoy harto de saberlo —respondió Fix—. El criado me parece menos impenetrable que el amo. Además, es francés y no podrá contenerse de hablar. Hasta luego, señor cónsul.
Dicho esto, el agente salió y se fue en busca de Picaporte.
Entretanto, míster Fogg, después de salir de la casa consular, se había dirigido al muelle. Allí dio algunas órdenes al criado, y después se embarcó en una lancha y volvió a bordo del
"Mongolia",
metiéndose en su camarote. Tomó allí su libro de anotaciones, que llevaba los siguientes apuntes:
"Salida de Londres, el miércoles 2 de octubre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde.
"Llegada a París, el jueves 3 de octubre a las siete y veinte de la mañana.
"Llegada por Monte Cenis a Turín, el viernes 4 de octubre a las seis y treinta y cinco minutos de la mañana.
"Salida de Turín el viernes a la siete y veinte minutos de la mañana.
"Llegada a Brindisi el sábado 5 de octubre a las cuatro de la tarde.
"Embarcado en el
"Mongolia",
el sábado a las cinco de la tarde."Llegada a Suez, el miércoles 9 de octubre a las once de la mañana.
"Total de horas transcurridas, ciento cincuenta y ocho y media, o sea seis días y medio".
Míster Fogg escribió estas fechas en un itinerario dispuesto por columnas, que indicaba, desde el 2 de octubre hasta el 21 de diciembre, el día de la semana, el del mes, las llegadas reglamentarias y las efectivas en cada punto principal, París, Brindisi, Suez, Bombay, Calcuta, Singapore, Hong-Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva York, Liverpool, Londres, y que permitía calcular el adelanto obtenido o el retraso experimentado en cada punto del trayecto.
Este método itinerario lo tenía de esta suerte en cuenta todo, y míster Fogg sabía siempre si adelantaba o atrasaba.
Por consiguiente, inscribió también aquel día, miércoles 9 de octubre, su llegada a Suez, que cuadrando con la llegada reglamentaria no le daba ventaja ni desventaja.
Después se hizo servir de almorzar en su camarote. En cuanto a ver la población, ni siquiera pensaba en ello, porque pertenecía a aquella raza de ingleses que hacen visitar por sus criados los países por donde viajan.
Fix había tropezado en pocos instantes con Picaporte, que todo lo examinaba y miraba, no creyéndose obligado a no hacerlo.
—Pues bien, amigo mío —le dijo Fix saliéndole al encuentro—; ¿habéis visado el pasaporte?
—¡Ah! Sois vos —respondió el francés—. Muchas gracias. Estamos perfectamente en regla.
—¿Y os estáis enterando del país?
—Sí; pero andamos tan aprisa que me parece viajar en sueños. ¿Es cierto que estamos en Suez?
—En Suez.
—¿En Egipto?
—En Egipto, perfectamente.
—¿Y en África?
—En África.
—¡En África! —Repitió Picaporte—. No puedo creerlo. ¡Figuraos, caballero, que yo me imaginaba no ir más lejos de París, y me he tenido que contentar con ver esa famosa capital, desde las siete y veinte de la mañana hasta las ocho y cuarenta, entre la Estación del Norte y la de Lyón, a través de los cristales de un coche y lloviendo a chaparrones! ¡Lo siento! ¡Me hubiera gustado volver a ver el cementerio del
Pére Lachaise
y el circo de los Campos Elíseos.
—¿Conque tanta prisa tenéis? —preguntó el inspector de policía.
—Yo no, pero sí mi amo. A propósito, ¡tengo que comprar calcetines y camisas! Nos hemos marchado sin equipaje; tan sólo con un saco de noche.
—Voy a llevaros a un bazar donde encontraréis todo lo que necesitéis.
—Sois bien complaciente —respondió Picaporte.
Y ambos echaron a andar. Picaporte no cesaba de charlar.
—Sobre todo, es menester no faltar para la hora de salida del buque.
—Aún tenéis tiempo —respondió Fix—; no son más que las doce.
Picaporte sacó un gran reloj.
—¿Las doce? ¡Vaya! ¡Si no son más que las nueve y cincuenta y dos minutos!
—Vuestro reloj atrasa —respondió Fix.
—¡Mi reloj! ¡Un reloj de familia que procede de mi bisabuelo! No discrepa ni cinco minutos al año. ¡Es un verdadero cronómetro!
—Y yo veo lo que es —respondió Fix—. Habéis conservado la hora de Londres, que va atrasada unas dos horas con la de Suez. Es preciso cuidar de poner vuestro reloj con el mediodía de cada país.
—¡Yo tocar mi reloj! —Exclamó Picaporte— . ¡Jamás!
—Entonces, no marchará con el sol.
—¡Peor para el sol, caballero! No será él quien tenga razón.
Y el buen muchacho se metió el reloj en el bolsillo con soberbio ademán.
Algunos instantes después, Fix le decía:
—¿Conque habéis salido de Londres con precipitación?
—¡Ya lo creo! El miércoles último a las ocho de la noche, míster Fogg, contra su costumbre, volvió de su círculo, y tres cuartos de hora después nos habíamos marchado.
—Pero, ¿adónde va vuestro amo?
—Siempre adelante. ¡Está dando la vuelta al mundo!
—¿La vuelta al mundo? —Exclamó Fix.
—Sí, señor. ¡En ochenta días! Dice que es una apuesta; pero, sea dicho entre nosotros, no lo creo. Eso no tendría sentido común. Debe haber algún otro motivo.
—¡Ah! Es muy original ese míster Fogg.
—Ya lo creo.
—¿Luego es rico?
—¡Ciertamente, y lleva consigo una bonita suma de billetes de banco, nuevecitos! ¡Y no ahorra por cierto el dinero! ¡Como que ha prometido una prima magnífica al maquinista del
"Mongolia"
si llegamos a Bombay con buen adelanto!
—¿Y hace mucho tiempo que conocéis a vuestro amo?
—¿Yo? —Respondió Picaporte—. He entrado a servirle precisamente el día de nuestra marcha.
Imagínese el efecto que estas respuestas debían producir en el ánimo ya sobreexcitado del inspector de policía.
Aquella salida precipitada de Londres poco después del robo; aquella fuerte suma con que se hacía el viaje; aquella prisa de llegar a países remotos: aquel pretexto de una apuesta excéntrica, todo confirmaba y debía confirmar a Fix en sus ideas. Hizo hablar todavía más al francés, y adquirió la convicción de que ese mozo no conocía a su amo; que éste vivía aislado en Londres; que se le suponía rico sin saber el origen de su fortuna: que era un hombre impenetrable, etc. Pero al propio tiempo Fix pudo cerciorarse de que Fogg no desembarcaba en Suez y se iba directamente a Bombay.
—¿Está lejos Bombay? Preguntó Picaporte.
—Bastante lejos —respondió el agente—. Todavía necesitáis unos doce días por mar.
—¿Y dónde está Bombay?
—En la India.
—¿En Asia?
—Naturalmente.
—¡Diantre! Es que voy a deciros... Hay una cosa que me trastorna... Mi mechero.
—¿Qué mechero?
—Mi mechero de gas que se me ha olvidado apagar y que está ardiendo por mi cuenta. He calculado que sale a dos chelines cada veinticuatro horas, justo seis peniques más de lo que gano, y ya comprenderéis que a poco que el viaje se prolongue...
¿Comprendió Fix el negocio del gas? Es poco probable. Ya no escuchaba nada y estaba tomando una resolución. El francés y él habían llegado al bazar. Fix dijo a su compañero que hiciera sus compras, le recomendó que no faltase a la salida del
"Mongolia",
y volvió con premura al despacho del agente consular.
Fix, ahora firme en su convicción, había recobrado toda su serenidad.
—Señor —dijo al cónsul—; ya no abrigo duda ninguna. Tengo a mi hombre. Se hace pasar por un excéntrico que quiere dar la vuelta al mundo en ochenta días.
—Entonces, ¿es un ladino que cuenta con volver a Londres después de haber hecho perder su pista a todas las poblaciones de ambos continentes?
—Eso lo veremos —respondió Fix.
—Pero, ¿no os equivocáis? —Preguntó de nuevo el cónsul.
—No me equivoco.
—Entonces, ¿por qué ha tenido ese ladrón el empeño de hacer visar su pasaporte en Suez?
—¿Por qué?... No lo sé, señor cónsul —dijo el agente—, pero oídme...
Y en pocas palabras refirió lo más importante de su conversación con el criado del susodicho Fogg.
—En efecto —dijo el cónsul—; todas las presunciones están contra él. ¿Y qué vais a hacer?
—Expedir un despacho a Londres con petición urgente de un mandamiento de prisión, embarcarme en el
"Mongolia",
seguir al ladrón hasta la Indias, y en aquella tierra inglesa salirle al encuentro cortésmente con mi orden en la mano.
—Después de pronunciar estas palabras con frialdad, el agente se despidió del cónsul y se dirigió al telégrafo, donde envió al director de la policía metropolitana el despacho ya mencionado.
Un cuarto de hora más tarde, Fix, con su ligero equipaje en la mano y bien provisto de dinero, se embarcaba en el
"Mongolia",
y muy luego el rápido buque surcaba a todo vapor las aguas del Mar Rojo.
La distancia entre Suez y Adén es exactamente de mil trescientas millas, y el pliego de condiciones de la Compañía concede a sus vapores un transcurso de ciento treinta y ocho horas para andarlo. El
"Mongolia"
cuyos fuegos se activaban considerablemente, marchaba de modo que pudiese adelantar la llegada reglamentaria.
La mayor parte de los viajeros embarcados en Brindisi iban a la India. Unos se encaminaban a Bombay y otros a Calcuta, pero por la vía de Bombay, porque desde que un ferrocarril atraviesa en toda su anchura la península hindú, ya no es necesario doblar la punta de Ceylán.
Entre los pasajeros del
"Mongolia"
había algunos funcionarios civiles y oficiales de toda graduación. De éstos pertenecían unos al ejército británico propiamente dicho, otros mandaban tropas indígenas de cipayos, todos con muy buenos sueldos, aun ahora después que el gobierno se ha sustituido a los derechos y cargas de la antigua Compañía de las Indias. Los subtenientes tenían trescientas libras de sueldo, los brigadieres dos mil quinientas y los generales cuatro mil.
Se vivía por lo tanto, bien, a bordo del
"Mongolia"
entre aquella sociedad de funcionarios, con los cuales alternaban algunos jóvenes ingleses que con un millón en el bolsillo iban a fundar a lo lejos establecimientos de comercio. El
"purser",
hombre de confianza de la Compañía, igual al capitán a bordo, lo hacía todo con suntuosidad, en el
"lunch"
de las dos, en la comida de las cinco y media, en la cena de las ocho, las mesas crujían bajo el peso de la carne fresca y de los entremeses que suministraba la carnicería y la repostería del vapor. Las pasajeras, de las cuales había algunas, mudaban de traje dos veces al día. Había músico y hasta baile cuando el mar lo permitía.
Pero el mar Rojo es muy caprichoso y con frecuencia proceloso, como todos los golfos largos y estrechos. Cuando el viento soplaba de la costa de Asia o la de África, el
"Mongolia",
de casco fusiforme tomado de través, sufría espantosos vaivenes. Las damas desaparecían entonces; los pianos callaban; los cantos y las danzas cesaban a un tiempo. Y entretanto, a pesar de la ráfaga y a pesar de las olas, el vapor, impelido por su poderosa máquina, corría sin tardanza hacia el estrecho de Bab-el-Mandeb.
¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre inquieto y ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del buque, de los movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un accidente a la maquina, en fin, de todas las averías posibles que obligando al
"Mongolia"
a arribar a algún puerto hubiesen comprometido el viaje?
De ningún modo; o si pensaba en estas eventualidades, no lo dejaba cuando menos traslucir. Era siempre el hombre impasible, el miembro imperturbable del Reform-Club, a quien ningún incidente o accidente podía sorprender. No parecía mucho más conmovido que el cronómetro de a bordo. Raras veces se le veía sobre el puente. Poco cuidado le daba observar aquel Mar Rojo, tan fecundo en recuerdos y teatro de las primeras escenas históricas de la humanidad. No acudía a reconocer las curiosas poblaciones diseminadas por sus orillas y cuyos pintorescos perfiles se destacaban de vez en cuando en el horizonte. Ni siquiera pensaba en los peligros de aquel golfo, de que siempre han hablado con espanto los antiguos historiadores Estrabón, Arriano, Artemidoro, Edris, en el cual no se aventuraban los navegantes antiguamente sin haber consagrado su viaje con sacrificios propiciatorios.
¿Qué hacía entonces aquel hombre original encarcelado en el
"Mongolia"?
Hacía primeramente sus cuatro comidas diarias, sin que nunca el cabeceo ni los vaivenes pudieran desconcetar máquina tan maravillosamente organizada. Y después jugaba al
whist.
Había encontrado compañeros para el juego tan rabiosamente aficionados como él; un recaudador de impuestos que iba a Goa, un ministro, el reverendo Décimo Smith, que regresaba a Bombay, y un brigadier general del ejército inglés, que se iba a reunir con su cuerpo a Benarés. Estos tres personajes tenían por el
whist
igual pasión que míster Fogg, y jugaban horas enteras con no menos silencio que él.
En cuanto a Picaporte, no le atacaba el mareo. Ocupaba un camarote de proa y comía concienzudamente. Debemos decir que este viaje, hecho en tales condiciones, no le disgustaba, y procuraba sacar partido de él. Bien mantenido, bien alojado, veía tierras, y por otra parte tenía la esperanza de que esta broma acabaría en Bombay.
Al día siguiente de la salida de Suez, 29 de octubre, no dejó de darle gusto el encuentro que hizo en el puente del obsequioso personaje a quien se había dirigido al desembarcar en Egipto.
—No me engaño —le dijo al acercarse con amable sonrisa—; vos sois el caballero que fue tan pacientemente en servirme de guía por las calles de Suez.