—¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido?
—Sin duda que sí —respondió Gualterio Ralph—. Opino como míster Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más rápidas.
—Y que el ladrón se escape con más facilidad.
—Os toca jugar a vos —dijo Phileas Fogg.
Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida:
—Hay que reconocer que habéis encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses...
—En ochenta días tan sólo —dijo Phileas Fogg.
—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el
"Morning Chronicle"
.
De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y vapores
De Suez a Bombay, vapores
De Bombay a Calcuta, ferrocarril
De Calcuta a Hong-Kong (China), vapores
De Hong-Kong a Yokohama (Japón), vapor
De Yokohama a San Francisco, vapor
De San Francisco a Nueva York, ferrocarril
De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril
TOTAL
—¡Sí, ochenta días! —exclamó Andrés Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta mayor—. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc.
—Contando con todo —respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no respetaba la discusión el
whist.
—¡Pero si los indios o los indostanes quitan las vías! —Exclamó Andrés Stuart—; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros!
—Contando con todo —respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió—: Dos triunfos mayores.
Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:
—Teóricamente tenéis razón, señor Fogg; pero en la práctica...
—En la práctica también, señor Stuart.
—Quisiera verlo.
—Sólo depende de vos. Partamos juntos.
—¡Líbreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.
—Muy posible, por el contrario —respondió Fogg.
—Pues bien, hacedlo.
—¿La vuelta al mundo en ochenta días?
—Sí.
—No hay inconveniente.
—¿Cuándo?
—En seguida. Os prevengo solamente que lo haré a vuestra costa.
—¡Es una locura! —Exclamó Andrés Stuart, que empezaba a resentirse por la insistencia de su compañero de juego—. Más vale que sigamos jugando.
—Entonces, volved a dar, porque lo habéis hecho mal.
Andrés Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:
—Pues bien, sí, míster Fogg, apuesto cuatro mil libras...
—Mi querido Stuart —dijo Fallentin—, calmaos. Esto no es formal.
—Cuando dije que apuesto —respondió Stuart—: es en formalidad.
—Aceptado —dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió—: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring hermanos. De buena gana las arriesgaría.
—¡Veinte mil libras! —Exclamó John Sullivan—. ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista os puede hacer perder!
—No existe lo imprevisto —respondió sencillamente Phileas Fogg.
—¡Pero, míster Fogg, ese transcurso de ochenta días sólo está calculado como mínimo!
—Un mínimo bien empleado basta para todo.
—¡Pero a fin de aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los vapores y de los vapores a los ferrocarriles!
—Saltaré matemáticamente.
—¡Es una broma!
—Un buen inglés no se bromea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta —respondió Phileas Fogg—. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿aceptáis?
—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Falletín, Sullivan, Fianagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.
—Bien —dijo Fogg. El tren de Dover sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.
—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.
—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg—. Por consiguiente— añadió consultando un calendario del bolsillo—: puesto que hoy es miércoles 2 de octubre deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform-Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras depositadas actualmente en la casa de Baring Hermanos os pertenecen de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.
Se levantó acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. No había ciertamente apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras —mitad de su fortuna— sino porque preveía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.
Daban entonces las siete. Se ofreció a míster Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.
—¡Yo siempre estoy preparado! — Respondió el impasible caballero; y dando las cartas, exclamó—: Vuelvo oros. A vos os toca salir, señor Stuart.
A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas al
whist,
se despidió de sus honorables colegas y abandonó el ReformClub. A las siete y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.
Picaporte, que había empezado a estudiar concienzudamente su programa, quedó sorprendido al ver a míster Fogg culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville-Row no debía volver sino a medianoche.
Phileas Fogg había subido primero a su cuarto y luego llamó.
—Picaporte
Picaporte no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.
—Picaporte —repuso míster Fogg sin gritar más que antes.
Picaporte apareció.
—Es la segunda vez que os llamo —dijo el señor Fogg.
—Pero no son las doce —respondió Picaporte sacando el reloj.
—Lo sé, y no os reconvengo. Partimos dentro de diez minutos para Dover y Calais.
Al rostro redondo del francés asomó una especie de mueca. Era evidente que había oído mal.
—¿El señor va a viajar? —preguntó.
—Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo.
Picaporte, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.
—¡La vuelta al mundo! —dijo entre dientes.
—En ochenta días —respondió míster Fogg—. No tenemos un momento que perder.
—¿Y el equipaje? —dijo Picaporte, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda y viceversa.
—No hay equipaje. Sólo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias, y lo mismo para vos. Ya compraremos en el camino. Bajaréis mi
"mackintosh"
y mi manta de viaje. Llevad buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada. Vamos.
Picaporte hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto de míster Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla, y empleando una frase vulgar de su país dijo para sí:
—¡Esto sí que es... ! ¡Yo que quería estar tranquilo!
Y maquinalmente hizo sus preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Estaba su amo loco? No... ¿Era broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que volvería a ver con gusto la gran capital, porque un
gentleman
tan economizador de sus pasos se detendría allí... Sí, indudablemente; ¡pero no era menos cierto que partía, que se movía ese
gentleman,
tan casero hasta entonces!
A las ocho, Picaporte había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta, y se reunió con míster Fogg.
Míster Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el
"Brandshaw's Continental
Railway, Steam Transit and general Guide",
que debía suministrar todas las indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de las manos de Picaporte, lo abrió, y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países.
—¿No habéis olvidado nada? —preguntó.
—Nada, señor.
—Bueno; tomad este saco.
Míster Fogg entregó el saco a Picaporte.
—Y cuidadlo —añadió—. Hay dentro veinte mil libras.
Por poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente.
El amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta.
A la extremidad de Saville-Row había un punto de coches. Phileas Fogg y su criado montaron en un "cab", que se dirigía rápidamente a la estación de Charing-Cross, donde termina uno de los ramales del ferrocarril del Sureste.
A las ocho y veinte, el "cab" se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero.
En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a míster Fogg y le pidió limosna.
Míster Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo:
—Tomad, buena mujer, me alegro de haberos encontrado.
Y pasó de largo.
Picaporte tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas. Su amo acababa de dar un paso dentro de su corazón.
Míster Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a Picaporte la orden de tomar dos billetes de primera para París, y después, al volverse, se encontró con sus cinco amigos del ReformClub.
—Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso os servirá para comprobar mi itinerario.
—¡Oh, míster Fogg —respondió cortésmente Gualterio Ralph— es inútil! ¡Nos bastará vuestro honor de caballero!
—Más vale así —dijo míster Fogg.
—No olvidéis que debéis estar de vuelta... —observó Andrés Stuart.
—Dentro de ochenta días —respondió míster Fogg—; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores.
A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimiento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en marcha.
La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Picaporte, atolondrado todavía, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco.
Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Picaporte dio un verdadero grito de desesperación.
—¿Qué es eso? —Preguntó míster Fogg.
—Que... en mi precipitación... en mi turbación... he olvidado...
—¿Qué?
—¡Apagar el gas de mi cuarto!
—Pues bien, muchacho —respondió fríamente míster Fogg—, seguirá por cuenta vuestra.
Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, el ruido grande que su partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el ReformClub y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo. Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.
Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se hubiese tratado de otro negocio del "Alabama". Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros —que pronto formaron una considerable mayoría— se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al mundo de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este mínimum de tiempo, con los actuales medios de comunicación, era no solamente imposible: era insensato.
El
"Times",
el
"Standard",
el
"Evening- Star",
el
"Morning-Chronicle"
y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg. Únicamente el
"Daily-Telegraph"
lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue tratado como maniático y loco, y a sus colegas del ReformClub se les criticó por haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor.
Se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo que hace relación con la geografía. Así es que no había lector, cualquiera que fuese la clase a que perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg
Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos —las mujeres principalmente— se decidieron por él, sobre todo cuando el
"llustrated
London
News"
publicó su retrato, tomado de una fotografía depositada en los archivos del Reform-Club. Ciertos
gentlemen
se atrevían a decir: "¿Y por qué no había de suceder? Cosas más extraordinarias se han visto". Estos solían ser los lectores del
"Daily- Telegraph".
Pero pronto se advirtió que hasta este mismo periódico empezaba a enfriarse.
En efecto, un largo artículo publicado el 7 de octubre en el
"Boletín de la Sociedad de Geografía",
trató la cuestión desde todos los aspectos y demostró claramente la locura de la empresa. Según este artículo, el viajero lo tenía todo en contra suya, obstáculos humanos, obstáculos naturales. Para que pudiese tener éxito el proyecto, era necesario admitir una concordancia maravillosa en las horas de llegada y de salida, concordancia que no existía ni podía existir. En Europa, donde las distancias son relativamente cortas, se puede en rigor contar con que los trenes llegarán a hora fija; pero cuando tardan tres días en atravesar la India y siete en cruzar los Estados Unidos, ¿podían fundarse sobre su exactitud los elementos de semejante problema? ¿Y los contratiempos de máquinas, los descarrilamientos, los choques, los temporales, la acumulación de nieves? ¿No parecía presentarse todo contra Phileas Fogg? ¿Acaso en los vapores no podrían encontrarse durante el invierno expuesto a los vientos o a las brumas? ¿Es quizá cosa extraña que los más rápidos andadores de las líneas transoceánicas experimenten retrasos de dos y tres días? Y bastaba con un solo retraso, con uno solo, para que la cadena de las comunicaciones sufriese una ruptura irreparable. Si Phileas Fogg faltaba, aunque tan sólo fuese por algunas horas a la salida de algún vapor, se vería obligado a esperar el siguiente, y por este solo motivo su viaje se vería irrevocablemente comprometido.