La voluntad del dios errante (9 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La voluntad del dios errante
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Esta herida infligida al jeque, sin embargo, habría precipitado un baño de sangre entre ambas tribus si Sond no hubiese amenazado al primer hombre que levantara su daga con enviarlo al Yunque del Sol, llenar su boca de sal y dejarlo allí atado a una estaca con un pellejo de agua colgando justo un poco más allá del alcance de su boca. Refunfuñando y murmurando amenazas para sus barbas, los hombres de Jaafar salieron lo más erguidos que pudieron de la tienda llevando a su caído jeque entre ellos, estirado en una manta.

Jaafar, por su parte, sólo tenía una orden que dar:

—Encontrad a mi hija.

Los hombres hranas se miraron inquietos entre sí. Zohra estaba todavía armada, no sólo con su cuchillo sino también con su magia que, si bien no podía ser mortal para ellos, sí podía hacer sus vidas más miserables que el Infierno de Sul. Los hombres, por consiguiente, se apresuraron a asegurar a su jeque que Zohra había sido localizada. Estaba en la tienda nupcial.

Esto no era mentira; ningún hombre honorable habría contado una mentira a un miembro de su propia tribu. Alguien había visto realmente a Zohra dirigiéndose a la tienda nupcial a continuación de su escapada del acto ceremonial. Para qué, nadie lo sabía, pero los hranas estaban haciendo apuestas respecto a cuánto duraría vivo Khardan una vez que entrase en aquella tienda. Nadie creía que pudiese superar los cinco minutos.

Jaafar albergaba sus dudas ante la noticia de que, al parecer, su hija había decidido someterse mansamente a aquel matrimonio. Pero, antes de que pudiera decir una palabra más, perdió el conocimiento. Dejando a su jeque herido al cuidado de sus esposas, los hombres hranas siguieron con gran sigilo la procesión del novio, esperando encontrar alguna manera de desbaratarla sin ser sorprendidos por el djinn.

Pero, en realidad, dos negros y desdeñosos ojos estaban observando todos aquellos procederes que tenían lugar en los campamentos. Mientras todos la suponían en su tienda nupcial, descansando entre cojines con una bata de seda,
kohl
en sus párpados,
henna
en las uñas y esencia de rosa, jazmín y azahar perfumando el aire, Zohra, lejos de tal idea, se hallaba en lo más alto del Tel vestida con un viejo caftán y unos pantalones que había robado a su padre. Con la mano en la brida de su caballo, miró hacia el campamento por última vez antes de abandonarlo para siempre.

El caballo era un magnífico semental, regalo de bodas de Majiid a Jaafar. (En realidad, era un regalo de Sond a Jaafar. El djinn sabía que Majiid terminaría, aunque reacio, por dar a su hijo en matrimonio; pero, por más tormentas que
hazrat
Akhran enviara sobre él, jamás daría uno de sus caballos a un hrana. Por consiguiente, Sond había asumido la responsabilidad de obsequiar al jeque con el regalo adecuado. Majiid no tenía idea de que aquel caballo faltaba. Sond había creado un aceptable sustituto que engañó a todo el mundo, hasta que un día Majiid intentó montarlo. Un desafortunado salto sobre una silla inexistente reveló que el caballo era sólo una ilusión. Un mes tardaron en curarse las contusiones del jeque, y unas cuantas semanas más tuvieron que pasar para que éste pudiera hablar de Sond sin una explosión de furia.)

Jaafar se había sentido complacido con el caballo, pero él nunca lo montaba: prefería montar el anciano y sarnoso camello que había comprado hacía mucho tiempo a la tribu del jeque Zeid. Su hija Zohra, sin embargo, se había enamorado del animal y determinó aprender a montar aunque muriese en el intento. Practicó varias veces en secreto durante el mes anterior a la boda, galopando por entre las colinas; y, siendo atlética por naturaleza, había adquirido bastante destreza. Pero tenía otro motivo para aprender a cabalgar: esto le proporcionaría el medio de escapar a su destino.

Robarle a un miembro de la propia tribu era un acto imperdonable, pero, puesto que el caballo era un regalo de boda, Zohra consideró que ella tenía más derecho al animal que su padre. Después de todo, era ella quien había soportado el insulto de aquella parodia de ceremonia nupcial. Después de todo lo que había tenido que pasar, se merecía aquella maravillosa bestia. Y, además, había dejado atrás todas sus joyas como pago por ella. Seguro que valían más que un caballo.

Al pensar en su joyería, Zohra lanzó un suspiro y acarició el morro del caballo. El animal frotó impacientemente su cabeza contra el cuello de la joven, ansioso por galopar, apremiándola a proseguir su viaje. Zohra le dio unas palmadas tranquilizadoras.

—Pronto nos iremos —prometió ella, pero no se movió.

Si una debilidad tenía esta fuerte mujer, era su amor por las joyas. Oír el campanilleo de unos pendientes de oro, ver el destello de los brazaletes de zafiro y rubí en sus esbeltos brazos, admirar el brillo de la plata y turquesa en sus dedos, todo esto casi hacía que valiese la pena ser una mujer. Casi… No del todo. Ésa era la verdadera razón por la que había ido a la tienda nupcial: para contemplar por última vez todas las joyas que le habían regalado. Joyas destinadas a adornarla… ¿para qué? ¿Para hacerla más bella a los ojos de uno de esos jinetes?

El labio de Zohra se encorvó en una sonrisa despectiva. Su mente se imaginaba las pesadas y torpes manos de aquel hombre quitando de un tirón los anillos de sus dedos, sacando con brusquedad las pulseras de sus brazos y arrojándolas despreocupadamente a un rincón de la tienda mientras él…, mientras él…

El caballo relinchó de repente, meneando la cabeza. Agarrando el cuchillo, Zohra se giró en redondo y asestó una cuchillada a lo que fuera que estaba a sus espaldas.

Una fuerte mano se cerro dolorosamente en torno a su muñeca. Sujetando a la mujer, el djinn Fedj se quedó mirando un momento la hoja que sobresalía de su pecho. Arrancándose la daga con rostro severo, se la devolvió a la encolerizada novia.

—¡Te ordeno que me dejes! ¡Regresa a tu anillo! —dijo Zohra con voz temblorosa.

—Soy el djinn de tu padre y, por consiguiente, princesa, sólo obedezco órdenes de él —respondió Fedj con calma.

—¿Te ha enviado él tras de mí? Aunque, poco importa. No pienso volver —declaró desafiante Zohra, desafío cuya fuerza se vio considerablemente disminuida por el conocimiento de que el poderoso djinn podía devolverla a la tienda de su padre en un abrir y cerrar de ojos.

Fedj estaba a punto de responder cuando un vocerío de ebrias risas que se elevaban desde el llano del desierto llamó la atención de ambos. Mirando hacia abajo, vieron cómo la procesión del novio avanzaba despacio a través del campamento. Al parecer, Khardan se había serenado después de la lucha en la tienda ceremonial, ya que ahora caminaba derecho y sin ayuda, riéndose y bromeando con varios compañeros menos despiertos que andaban tambaleándose junto a él. El frío aire nocturno del desierto llevó hasta los oídos de Zohra retazos de su conversación.

—He oído historias acerca de ese demonio de pastora —llegó, rica y melodiosa, la profunda voz de barítono del califa en medio de su arrogante y contagiosa risa—. Dicen que hizo promesa al dios de que ningún hombre la poseería. ¡Una impía promesa! Para seros sincero, amigos míos —Khardan se volvió hacia sus compañeros, quienes atendían a su califa con profunda admiración—, he llegado a creer que esa sacrilega promesa es la razón por la que
hazrat
Akhran ha querido unir a los akares con la tribu de nuestros enemigos. Estos pastores han pasado demasiado tiempo entre sus ovejas. Akhran necesitaba un hombre que cogiera a esta mujer y le enseñara los deberes de su sexo…

Zohra abrió la boca en una rabiosa inhalación. Sus oscuros ojos centellearon y su mano agarró con fuerza la empuñadura de su daga.

—He cambiado de parecer —dijo de pronto, con la respiración agitada—. Envíame de nuevo a la tienda nupcial, Fedj. ¡Ese sucio
spahi
va a aprender cuáles son los «deberes» de una mujer!

El propio djinn había palidecido de furia mientras oía al jactancioso príncipe vanagloriarse de sus proezas con las mujeres.

—¡Créeme, princesa! Nada me daría más placer que atravesar con cien espinas de cactus la parte de su anatomía que él valora más, pero…

Broncas risotadas estallaron de nuevo entre los acompañantes del califa. Volviéndose con cierta vacilación, Khardan prosiguió sin prisa su camino hacia la tienda de su novia. Con un suspiro, Fedj puso su mano sobre la mano armada de la princesa.

—¿Pero qué? —preguntó ella con enojo.

—Pero no me atrevo.
Hazrat
Akhran ha ordenado que esta unión ha de ser así, y así será. Debéis permanecer casados y ni una gota de sangre se ha de derramar entre las dos tribus hasta que florezca la Rosa del Profeta.

—¿Por qué? —preguntó ella con amargura—. ¿Cuál es la razón del dios? ¡Mira esa planta, tan fea! —y dio un puntapié, irritada, a uno de los numerosos cactus de rosa que crecían a sus pies.

Extendido sobre la ladera de la colina, y a la luz de una brillante luna, el cactus parecía una araña muerta.

—Las hojas se están secando y volviendo marrones, y se enroscan sobre sí mismas…

—Estamos en invierno, princesa —dijo Fedj, contemplando el cactus con no menos disgusto—. Tal vez sea ésa su costumbre en invierno. No conozco gran cosa acerca de esta flor, excepto que crece aquí y en ninguna otra parte del mundo…, una de las razones por las que se os ha ordenado residir en ese lugar. Respecto a «por qué»
hazrat
Akhran te obliga a contraer este indeseable matrimonio, conozco algo de lo que pasa en la mente del dios y, si te sirve de consuelo, puedo decirte que los alardes de ese inflado príncipe no son más que puras fanfarronadas. También puedo decirte, Zohra —añadió Fedj adquiriendo un tono más serio—, que, si no regresas con tu gente, ellos y tal vez todos los pueblos del desierto estarán condenados.

Zohra lanzó una mirada al djinn desde el rabillo de sus ojos negros. Aunque sombreados por largos y tupidos párpados, el fuego ardía en sus profundidades con más intensidad que un leño candente.

—Además, princesa —continuó Fedj con tono persuasivo mientras se situaba más cerca de Zohra—, Akhran sólo dijo que tú y él debíais casaros.
No
dijo que el matrimonio tuviese que ser consumado…

Los negros ojos de Zohra se estrecharon con gesto pensativo y, por fin, con gran alivio de Fedj, se dejó traslucir en ellos cierto aire divertido; malévolamente divertido, pero divertido en cualquier caso.

—Serías la primera esposa de Khardan, princesa —sugirió Fedj en voz baja, alimentando el fuego—. Él no podría tomar a otra mujer en su harén sin tu permiso.

El leve aire de diversión en sus ojos adquirió la intensidad de un vivo destello.

—Y sólo quedan unas pocas semanas para la primavera. Cuando la Rosa del Profeta florezca, el mandato del dios se habrá cumplido. Entonces podrás hacer lo que quieras con tu marido, tras hacerle la vida imposible en el ínterin.

—Mmmmm —murmuró Zohra.

Junto a ella, el caballo se movía inquieto, deseando bien emprender el vuelo a través del desierto o bien regresar con sus yeguas.

—Si accedo a volver —dijo despacio Zohra, mientras sus dedos seguían los intrincados relieves labrados en la empuñadura de hueso de la daga—, deseo una cosa más.

—Si está en mi poder proporcionártela, cuenta con ella, mi señora —respondió Fedj con cautela.

Nadie sabía lo que aquella gata salvaje podía pedir; cualquier cosa, desde un siroco que barriera a sus enemigos de las arenas del desierto, hasta una alfombra mágica que la llevase al otro extremo del mundo.

—Quiero un inmortal a mi exclusivo servicio.

Fedj soltó un profundo suspiro de alivio. Por fortuna, un djinn no era difícil de conseguir. Fedj tenía uno en mente, de hecho: un inmortal de segundo orden que le debía un favor desde hacía tres o cuatro siglos. Este djinn, un tal Usti, no sólo le debía un favor a Fedj, sino que Fedj le debía a él una mala pasada. Fedj había estado esperando la oportunidad, saboreando su venganza con anticipación durante varios cientos de años. Y ahí estaba su oportunidad.

—Tu deseo es una orden, princesa —dijo Fedj inclinándose con gesto humilde—. Por la mañana, hallarás sobre el suelo de tu tienda lo que parece ser un pequeño brasero de carbón de latón. Toma el brasero en tu mano, dale tres ligeros golpecitos con la uña de tu dedo y pronuncia su nombre: Usti. Tu djinn aparecerá.

—Preferiría una mujer.

—Ay, princesa. Las djinniyeh constituyen el más alto rango de nuestra especie y raramente se dignan tratar con mortales. Y ahora, ¿regresarás a la tienda nupcial? —preguntó Fedj conteniendo el aliento de ansiedad.

—Lo haré —dijo Zohra con magnanimidad.

Con una amplia sonrisa, Fedj dio unas palmaditas en la mano de la princesa. Si el djinn hubiese podido ver la cara de Zohra, oculta como estaba bajo los pliegues de su prenda facial, tal vez no se habría sentido tan complacido.

—¿Quieres que te transporte, princesa?

—No, tú cuida del caballo. —Zohra acarició con pena el morro del animal—. Otro día tendremos nuestra cabalgada —prometió al semental.

—¿Qué hay de los guardias? —dijo Fedj señalando con la cabeza a varios hombres fornidos de la tribu de su padre que montaban guardia alrededor de la tienda.

En aquel momento, observó que uno de los guardias estaba apoyado de extraña manera contra una palmera.

—Ah, ya veo que te has ocupado de ellos. ¿No estará muerto?

—¡No! —contestó Zohra con gesto burlón—. Es un sortilegio empleado normalmente para hacer dormir a los niños que echan dientes. Es probable que se despierte llamando a gritos a su madre —la princesa se encogió de hombros—, pero despertará. Hasta pronto, Fedj.

Zohra comenzó a descender la ladera del Tel, resbalando sobre la gravilla suelta y la arena. De pronto, se detuvo y se volvió para mirar al djinn.

—Por cierto, ¿cómo está mi padre? Oí que lo habían herido en la pelea.

—Está bien, princesa —respondió Fedj dándose cuenta de que hasta entonces no se lo había preguntado—. La espada no penetró ninguna de sus partes vitales.

—Le habría estado bien, si así hubiera sido —comentó ella fríamente. Y, volviéndose otra vez, siguió su descenso de la colina pisoteando sin reparos la Rosa del Profeta con sus botas.

La madre de Zohra, muerta diez años atrás, había sido una mujer inteligente, hermosa y de fuerte voluntad. Poderosa maga, no sólo había sido la primera esposa de Jaafar sino también su esposa favorita, y le había dado a éste muchos hermosos hijos y tan sólo una hija.

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