—¿Rapiñas? —dijo fuera de sí Sond volviéndose hacia Fedj.
—¡No puedes negarlo! —replicó Fedj volviéndose a su vez hacia Sond.
—Si tus bestias arrasadoras de hierba vagan por nuestra tierra consumiendo el sustento que está destinado a nuestros nobles corceles, ¡es entonces voluntad de Akhran que nosotros a cambio consumamos vuestras bestias!
—¿
Vuestra
tierra? El mundo entero es «vuestra tierra» según tu señor de cuatro patas, que nació así porque su padre visitó a su yegua por la noche en lugar de la tienda de su esposa.
Las dagas destellaron en las manos de los djinn.
—
¡Andak
! —sonó como un trueno la voz de Akhran—. ¡Terminad con esto y atendedme!
Clavándose el uno al otro furiosas miradas, y con la respiración agitada, ambos djinn volvieron a meter con reticencia sus armas en los fajines que ceñían sus esbeltas cinturas y encararon de nuevo a su dios. Un último intercambio de miradas, sin embargo, prometió que continuarían la disputa en un momento más apropiado y en un entorno más privado.
Akhran —quien era omnisciente cuando quería— vio y entendió este intercambio, y sonrió con dureza.
—Muy bien —dijo—, os «probaré» a los dos. ¿Son las desapariciones de los djinn de Quar de naturaleza similar a la desaparición de los inmortales de Evren y Zhakrin?
—No, oh Omnisobresaliente Señor —dijo Sond todavía enfurecido por el insulto de su congénere—. Los inmortales de los Dos Muertos, Evren y Zhakrin, fueron desapareciendo a medida que la fe en sus dioses se desvanecía.
—El poder de Quar no ha disminuido, oh Omníparo Señor —añadió Fedj tanteando el pomo de su daga con una enconada mirada de reojo a su semejante—. Antes al contrario, está creciendo, lo que hace aún más misteriosa la desaparición de sus djinn.
—¿Está tratando él directamente con los mortales? —preguntó Akhran sorprendido y algo disgustado.
—¡Oh, no, efendi! —se apresuraron a tranquilizar a su dios ambos djinn, que veían una vez más cernerse ante su vista los oscuros y aburridos Reinos de los Muertos—. En lugar de los numerosos djinn que una vez habitaron con la gente de Quar, el dios está consolidando cada vez más poder en manos de un tal Kaug, un
'efreet
.
El labio de Sond se encorvó de rencor cuando pronunció este nombre. La mano de Fedj se contrajo en torno a la empuñadura de su daga.
Akhran observó esta reacción y, obviamente molesto por la noticia, que no debería haber sido nueva para él si hubiese prestado atención a cuanto estaba sucediendo en el mundo y en el cielo, se acarició la barba pensativo.
—Una ingeniosa maniobra —musitó el dios—. Me pregunto… —y, sumido en profundos pensamientos, inclinó la cabeza, dejando caer hacia adelante los pliegues de su
haik
para esconder el rostro en la sombra.
Fedj y Sond, de pie ante su Señor, guardaban silencio mientras su tensión aumentaba con cada momento que pasaba. Aunque todos los djinn se habían inquietado ante las extrañas desapariciones y el creciente desorden que reinaba entre los inmortales, estos dos —lo mismo que su dios— se habían considerado a sí mismos por encima de la reyerta. Y tenían suerte, de hecho, si sabían algo acerca de ella. Aunque ninguno de los dos lo admitía, ambos habían recibido su información de Pukah, un joven djinn entrometido y curioso que pertenecía al califa Khardan, hijo del jeque Majiid al Fakhar.
Sensibles a los sentimientos y deseos de sus amos mortales, los djinn lo eran también a los estados de ánimo de su Eterno Señor. El peligro se aferraba a él como un envolvente perfume. Al captar un soplo de él, los djinn sintieron pinchazos y contracciones en la piel como un perro que olfatea a un enemigo. De pronto comprendieron que ya no iban a estar por más tiempo al margen de la reyerta, sino dentro de ella.
Por fin Akhran se movió. Levantando su cabeza, fijó en los dos djinn una negra y penetrante mirada.
—Llevaréis un mensaje a mi gente —les dijo.
—Tus deseos son órdenes para mí, efendi —dijo Sond con una reverencia.
—Oír es obedecer, efendi —dijo Fedj, inclinándose más todavía que Sond.
Akhran les dio el mensaje.
Mientras escuchaban, la boca de Sond se abrió tan de par en par que un enjambre de murciélagos podría haber tomado residencia dentro de aquella cavernosa abertura. A Fedj casi se le saltaron los ojos de las órbitas. Cuando el dios hubo terminado de transmitir sus instrucciones, los djinn se miraron el uno al otro como para asegurarse, por la cara de su compañero, de que habían oído correctamente las palabras de su Señor.
No había duda. Fedj se había quedado tres tonalidades más pálido. Sond tenía un tono verdoso alrededor de la nariz y los labios. Ambos djinn, tragando saliva, trataron de recobrar el habla. Sond, el más rápido de mente, fue como de costumbre el primero en emitir su opinión. Pero su garganta se espesó y se vio forzado a carraspear varias veces antes de lograr dar salida a sus palabras.
—Oh
Casi
Omnisciente Akhran, este plan tuyo es un buen…, puedo verdaderamente decir un gran plan… para derrotar a nuestros enemigos. Existe tan sólo un pequeño detalle que tal vez, en la inmensidad de tu genio, hayas podido pasar por alto. Se trata, me apresuro a añadir, de un asunto de muy
pequeña
importancia…
—Muy
pequeña —intervino Fedj.
—¿Y qué es? —preguntó Akhran mirando con impaciencia a los dos djinn.
Cerca de ellos, el noble corcel blanco del dios escarbaba en el suelo deseoso de partir y cabalgar en los vientos del cielo una vez más. Era evidente que Akhran, quien había permanecido ya en el mismo lugar más tiempo del que le apetecía, compartía los deseos de su caballo.
Los dos djinn se quedaron mirando sus respectivos pies desnudos, que se arrastraban sobre la arena, el uno pensando con anhelo en retirarse a su botella de oro y el otro a su anillo de oro. El gran caballo relinchó y sacudió su blanca crin. Akhran emitió un sonido sordo y retumbante desde las profundidades de su pecho.
—Señor —prorrumpió de pronto Sond—, ¡durante los últimos quinientos años nuestras dos familias se han matado entre sí nada más verse!
—¡Arghhh! —la mano de Akhran apretó la empuñadura de su cimitarra y, sacando ésta de su funda de metal, la blandió amenazadoramente. Ambos djinn se dejaron caer de rodillas encogidos de miedo ante su rabia—. ¡Estúpidas fragilidades humanas! ¡Todas estas peleas infantiles entre mi gente deben terminar o Quar se aprovechará de ellas y nos devorará uno a uno como a otras tantas semillas de granada!
—¡Sí,
hazrat
Akhran! —exclamaron temblorosos los djinn.
—Os encargaréis de hacer lo que os he dicho —continuó Akhran con creciente furia mientras cortaba temerariamente el aire con su cimitarra—, o juro por Sul que os cortaré las orejas, las manos y los pies, os sellaré en vuestras vasijas y os arrojaré a lo más profundo del mar de Kurdin. ¿Habéis entendido?
—Sí, Muy Amable y Misericordioso Señor —gimotearon los djinn con sus cabezas casi enterradas en la arena.
Con un último aspaviento, Akhran puso su pie, calzado en bota de cuero, sobre las partes traseras de cada djinn y, de un puntapié, los hizo caer cuan largos eran con sus panzas contra la arena. Sin más palabras, el dios se alejó impetuosamente y montó en su caballo. El animal se elevó de un salto por los estrellados cielos y ambos se perdieron de vista.
Entonces los djinn se levantaron escupiendo arena y se miraron el uno al otro con ojos recelosos y vengativos.
—Loado sea Akhran —dijo el uno.
—Alabado sea Su nombre —dijo rápidamente el otro para no ser menos.
«Y que encuentre un
qarakurt
en su bota esta noche», añadieron en silencio ambos mientras volvían de mala gana al mundo de los mortales para llevar a su gente un estremecedor mensaje de parte de su dios Errante.
—Es la voluntad de Akhran, sidi —dijo Fedj. El jeque Jaafar al Widjar lanzó un ronco suspiro.
—¿Qué he hecho yo para que
hazrat
Akhran envíe esta maldición sobre mí? —se lamentó, abriendo sus brazos de par en par, como interrogando a los cielos a través del agujero del tejado—. ¡Explícamelo, Fedj!
Ambos, djinn y amo, tomaron asiento en la espaciosa yurta del jeque instalada en el campamento de invierno de la tribu hrana. Los pastores hranas vivían entre las rojas colinas rocosas que se alzaban fuera del límite occidental del desierto de Pagrah. En verano, las ovejas eran llevadas a pastar a alturas más elevadas. El invierno obligaba a los nómadas a descender al desierto, donde sus rebaños vivían de la esparcida vegetación que encontraban allí hasta que la nieve se retiraba y podían regresar a las colinas en primavera.
Era una vida difícil, manteniendo día tras día una constante lucha por sobrevivir. Las ovejas eran la fuente de vida de la tribu; su lana les proporcionaba ropas y cobijo, y su leche y su carne les proporcionaban el alimento. Si
hazrat
Akhran era bueno con los hranas y los rebaños crecían lo bastante, podían llevar ovejas y corderos a la ciudad de Kich y venderlos en los
suks
—los mercados— consiguiendo con ello dinero para lujos tales como la seda, perfumes, té y tabaco. Si
hazrat
Akhran se olvidaba de ellos, el ganado disminuía y nadie pensaba en perfumes, sino sólo en sobrevivir al invierno en el desierto.
Por fortuna, los últimos años habían sido prósperos… no gracias a Akhran, pensaba con enojo Fedj aunque no se atrevía a decir semejante sacrilegio en voz alta. ¿Cómo podía el djinn darle a su jeque la explicación que éste anhelaba? Fedj no sabía muy bien cómo revelar el desorden reinante entre los dioses a los mortales que los adoraban. Y tampoco veía cómo el enloquecido plan de su Eterno Señor iba a ayudar a volver las cosas a la normalidad. Hincado de rodillas ante su amo mortal, el djinn miraba desesperado a su alrededor buscando inspiración en los diseños de las multicoloreadas alfombras que cubrían las paredes de fieltro de la yurta.
Fedj sabía que Jaafar se lo iba a tomar muy mal. ¡Su amo se tomaba todo de un modo tan personal! Que un cordero nacía muerto, o una tarántula mordía a un niño…, era seguro que el jeque se echaría a sí mismo la culpa de las catástrofes y vagaría por ahí durante días en estado de obnubilación. Y ahora este golpe. Fedj lanzó un suspiro. Podría ser que Jaafar jamás se recobrara de él.
—¡Maldito! ¡Maldito!
El jeque se mecía hacia adelante y hacia atrás en el banco, entre sus cojines. En verdad, parecía que los hados estaban conspirando contra él, comenzando por su aspecto físico. Aunque tenía poco más de cuarenta años, Jaafar parecía más viejo. Su pelo estaba casi completamente gris, y su piel, curtida y arrugada por los años pasados en las colinas. Era bajo y delgado, con unos miembros enjutos y nerviosos que se asemejaban a las patas de una avutarda. Las largas y fluidas vestiduras de los pastores disimulaban su corta estatura. Dos franjas de gris en su barba, discurriendo desde las comisuras de su boca, le daban cierto aspecto ceñudo que no era feroz…, sólo triste. Sus negros ojos, casi escondidos en las sombras de su
haik
—largos pliegues de tela blanca atada en torno a la cabeza con un
agal
, un cordón dorado—, eran grandes y acuosos y siempre ligeramente rojos a lo largo de sus bordes, lo que daba la impresión de que estaba a punto de estallar en lágrimas en cualquier momento. La única ocasión en que podía verse a estos ojos perder su eterna aflicción era ante la mención del nombre de su mortal enemigo, Majiid al Fakhar, jeque de los akar.
Los tristes ojos habían resplandecido con fuego tan sólo unos momentos antes, y Fedj tenía cierta esperanza de que el odio y la ira vinieran a reemplazar al abatimiento de Jaafar. Por desgracia, las llamas se habían extinguido para dar paso a las proverbiales lamentaciones del jeque acerca de su mala suerte.
Fedj volvió a suspirar. La yurta no proporcionó ninguna ayuda al djinn. Así que miró hacia arriba, a través del agujero del techo, buscando consejo en los cielos. Advirtió que eso resultaba irónico, mientras contemplaba el humo que se elevaba en espiral del brasero de carbón vegetal y escapaba de la tienda. La noche en el desierto podía ser muy fría, y el djinn agradecía el calor del carbón ardiendo pues había vivido durante tanto tiempo entre los mortales que había caído en el hábito de experimentar sensaciones físicas.
La redonda yurta tenía casi dos metros de altura y ocho de diámetro. El armazón de la tienda estaba hecho de postes de madera atados unos a otros con tiras de cuero para formar las paredes laterales. Encima de ellos, había unos palos arqueados atados a un tope circular del tamaño de una rueda de carro. Este aro central se dejaba abierto para proporcionar ventilación y servir de escape al humo del carbón quemado que, en un espacio tan estrechamente cerrado, podría asfixiar a un hombre. El esqueleto de la yurta estaba cubierto, por dentro y por fuera, de fieltro hecho de pelo de camello tejido, fuertemente sujeto con cuerdas. Las paredes interiores aparecían a veces estampadas con coloridos diseños o, en habitáculos más ricos como el del jeque, estaban cubiertas de tapices de colores tejidos por sus esposas.
El suelo de la yurta estaba hecho de un fieltro más recio, una capa de hierba seca y, encima, otra capa de fieltro, dejando un espacio vacío en el centro para el brasero. I.a puerta, con marco de madera, se dejaba abierta en el verano y, en invierno, se cubría con cortinas de felpudo de fieltro. Fedj daba gracias por estar a cubierto. Sólo los sirvientes acurrucados junto a la parte trasera de la tienda eran testigos de la muestra de debilidad de su señor.
Fedj se había asegurado de que él y Jaafar estarían solos antes de comunicarle al jeque el mandato del dios. A aquella hora de la noche, después de la
eucha
u hora de cenar, normalmente habría habido muchos amigos del jeque sentados con él en la yurta, aspirando humo a través del agua perfumada de los narguiles, bebiendo café amargo y té dulce y regalándose unos a otros con historias que Fedj había oído un millar de veces, contadas por los abuelos y bisabuelos. Al cabo de algunas horas los hombres se dispersarían para irse a las tiendas de sus mujeres o dirigirse hacías los rebaños si es que les correspondía el turno de vigilancia nocturna de éstos.
El jeque Jaafar al Widjar, por su parte, seleccionaría la tienda de la esposa preferida del momento, tomando grandes precauciones para mantener la visita en secreto. Ésta era una vieja costumbre, heredada de días más violentos en que los asesinos acechaban en las sombras esperando matar al jeque cuando éste se hallaba en su momento más vulnerable: a solas con su mujer.