—¡Sond! —voceó escrutando a través de la golpeante arena que se empezaba a arremolinar en torno a ellos aun cuando el grueso de la tormenta estuviera todavía a cierta distancia de allí—. ¡Sond!
—Sí, sidi —respondió el djinn surgiendo de pronto de las arenas.
—¡Mira… allí! —señaló Majiid—. ¿Qué ves?
Sond miró atentamente a la tormenta que se cernía. Sus ojos se estrecharon. Luego se volvió hacia su amo con una expresión desencajada.
—
¡'Efreet
!
La nube amarilla descendía sobre ellos. Dirigiéndola, del mismo modo en que los generales dirigen el avance de su ejército, había dos grandes seres, tan altos como las nubes de arena, agitándose ante ella. De sus ojos salían deslumbrantes relámpagos y de sus bocas redoblaba el trueno. En sus manos sostenían árboles desarraigados, mientras que sus gigantescos pies levantaban enormes nubes de polvo según se precipitaban sobre el campamento. Más y más cerca cada vez estaban los
'efreets
, arremolinándose y danzando sobre las arenas como derviches.
—¿Han sido enviados por
hazrat
Akhran? —rugió Majiid.
En ese momento, un golpe de viento atizó al gran hombre casi haciéndolo caer. Viendo que todo el mundo, en el campamento, había ya tomado refugio en sus tiendas, él volvió a la suya.
—Sin duda alguna, sidi —respondió a voz en grito Sond.
Majiid agitó un puño desafiante hacia los
'efreets
y, después, se sumergió en la tienda mientras su djinn se refugiaba con presteza en su botella. Los sirvientes del jeque estaban desviviéndose por tranquilizar al caballo de su señor que se precipitaba hacia uno y otro lado amenazando con echar la tienda abajo.
—¡Alejaos! —gritó Majiid—. ¡Él huele vuestro miedo!
Con unas caricias en el morro y unas palmadas reconfortantes en el cuello, el jeque calmó al asustado animal. Bajo ninguna circunstancia habría permitido nunca Majiid que la magia de las mujeres tocara a su caballo. Pero, al ver el temblor del animal y lo desorbitado de sus ojos, el jeque empezó a pensar que esta vez podría hacer una excepción.
A punto estaba de ir a la tienda de su primera esposa para solicitar su ayuda, cuando oyó el roce de unos ropajes y sintió el olor a rosas que, dondequiera que él estuviese, traía siempre a su mente la imagen de la madre de Khardan.
—Lees mi mente, Badia —dijo con tono gruñón mientras ella se aproximaba, y entonces se dio cuenta de que debía de haber estado allí sentada en su tienda todo el tiempo.
Con sus cuarenta y tantos años, y madre de siete hijos, Badia era todavía una mujer hermosa y Majiid estaba orgulloso de ella. Aunque él raramente dormía en su cama —prefería a sus esposas más jóvenes para el placer—, Majiid seguía visitando a menudo por la noche la tienda de Badia para charlar y recibir consejo de ella, pues, con los años, había llegado a depender de su sabiduría.
Sonriendo a su esposo, Badia colgó el
feisba
del cuello del caballo y susurró unas palabras arcanas. El animal lanzó un profundo suspiro y se tumbó; apoyó la cabeza en el regazo de su amo y cerró los ojos en un pacífico sueño. Majiid acarició la crin de su caballo y estiró la mano para coger el brazo de su esposa, que se disponía ya a salir.
—No salgas ahora, tesoro mío —le dijo—. Quédate conmigo.
Las paredes de la tienda se elevaron y agitaron como si estuvieran vivas, mientras el viento cantaba una extraña y amenazadora canción en las cuerdas que la sostenían con firmeza. La luz tomó un color ocre pálido, tan lóbrego que resultaba tan difícil ver como si fuese de noche. Fuera se podía oír un lento e insistente zumbido, como de un molino de grano: la nube de arena, acompañada por los
'efreets
, se hallaba casi encima de ellos.
Sentándose en los cojines junto a su esposo, Badia apoyó la cabeza en su brazo. Llevaba el rostro velado para protegerse contra la tormenta e iba vestida con una capa de invierno hecha de fino brocado, bordada con hilo de oro y forrada de pelo. Varios anillos adornaban los dedos que se agarraban con fuerza al fornido brazo de Majiid; en los lóbulos de sus orejas brillaba el oro y unas pulseras campanilleaban suavemente en sus muñecas. Sus ojos estaban ribeteados de
kohl
, y su negro cabello, recorrido por mechas grises, era tupido y largo y caía en una sola trenza sobre su hombro.
—Será una mala tormenta —dijo ella—. ¿Has visto a los
'efreets
que viajan con ella?
En aquel momento, una ráfaga de viento cargado de arena sacudió la tienda. Aunque protegidos por la magia y la destreza de los nómadas en asegurar sus tiendas contra las tormentas del desierto, Majiid y su esposa casi se vieron asfixiados por la arena que se arremolinaba en cada abertura, dando la impresión de que incluso atravesaba el robusto tejido de la tienda.
Majiid se echó una tela sobre la cabeza mientras mecía protectoramente entre los brazos a su esposa, quien apoyaba la cabeza contra su pecho. Por unos momentos, sintió deseos de poder pedirle a su mujer que lanzara un conjuro tranquilizador sobre él. Podía oír a los
'efreets
recorriendo el campamento con estruendosas pisadas y golpeando las tiendas con sus gigantescos puños mientras sus voces aullaban con furia. La nariz, boca y orejas del jeque se llenaron de arena; tomar aire se había convertido en una dolorosa sensación. Sentía como si estuviera asfixiándose poco a poco. Desde algún lugar del campamento, oyó agudos chillidos y roncos lamentos y adivinó que alguien no había asegurado lo bastante su tienda; probablemente algún joven que no había establecido todavía su harén y no tenía madre, tal vez, que lanzara un conjuro de protección sobre él.
Nada podía hacerse por él salvo esperar que pudiese encontrar refugio en la tienda de algún amigo o pariente.
Pasó una hora y la tormenta no había disminuido su furia. Más bien parecía empeorar. La luz amarilla adquirió un feo tono marrón. El viento los azotaba desde todas las direcciones imaginables. Por encima de los aullidos de los
'efreets
, Majiid podía oír las lamentaciones de su gente, el llanto de los niños y los sollozos de las mujeres, e incluso las voces de sus bravos guerreros profiriendo exclamaciones de terror.
—¡Sond! —gritó el jeque tosiendo y escupiendo arena de su boca.
—¿Sidi? —se oyó una diminuta voz desde el interior de la botella dorada.
—¡Sal de ahí! —ordenó Majiid medio ahogado.
—Preferiría no tener que hacerlo, sidi —respondió el djinn.
—¿Cuánto va a durar esta maldita tormenta?
—Hasta que tu noble hijo, Khardan, acceda a cumplir la voluntad del Muy Sagrado Akhran, sidi —contestó Sond.
Majiid juró amargamente.
—¡Mi hijo no se casará con una pastora de ovejas!
La mano gigante de un
'efreet
arremetió contra la tienda, arrancando una de sus fuertes cuerdas y abriendo de un rasgón una de las paredes. Badia gritó aterrorizada y se postró en el suelo implorando misericordia a
hazrat
Akhran. Los sirvientes huyeron por debajo de los faldones de la zarandeada tienda y se precipitaron al exterior soltando alaridos a pleno pulmón. Majiid, con el rostro desencajado por una ira que competía con su miedo, levantó la tela que le tapaba la cara para protegerse la piel contra las mordientes ráfagas de arena y salió tambaleándose de la tienda para asegurar las cuerdas una vez más.
Al instante, los
'efreets
se apoderaron de él. Tras voltearlo una y otra vez hasta que ya no supo distinguir los pies de la cabeza, enviaron al jeque en una danza de tumbos y tropezones a través del campamento, arrojándoselo el uno al otro, lanzándolo contra las tiendas y echándoloa rodar por las hondonadas hasta dejarlo casi enterrado en la arena. Desorientado, casi completamente cegado por la arena acumulada en sus ojos y cerca de la asfixia a causa del polvo que llenaba su boca y nariz, una ráfaga arrancó por fin del suelo a Majiid haciéndolo volar por los aires. Atrapado por los
'efreets
, éstos le hicieron dar más y más vueltas de campana y lo enviaron rodando por el rocoso suelo barrido por el viento. Lo detuvo el brusco y doloroso choque contra una palmera doblada en dos por el huracán, con su fronda besando la tierra en obediencia al dios del desierto.
Restregándose la arena de sus ojos, Majiid miró con esfuerzo hacia arriba quejándose de dolor. Los
'efreets
se elevaban como dos torres por encima de él, girando con tanta rapidez que el jeque se sentía mareado sólo con mirar. Cegadores relámpagos seguían brotando de aquellos ojos que miraban fijamente a Majiid sin visible emoción mientras sus cuerpos se retorcían y agitaban en torno a él.
Durante un brevísimo instante, la tormenta amainó, como si los
'efreets
estuviesen conteniendo su aliento, esperando. Majiid lanzó otro quejido; tenía algunas costillas rotas como resultado de su desbocada danza a través del campamento y creía que se había dislocado un tobillo en la última caída. El jeque era un luchador, descendiente de una larga línea de luchadores. Como cualquier veterano guerrero, reconocía los poderes sobrenaturales cuando los veía.
Decididamente, no se podía luchar contra un dios.
El jeque Majiid al Fakhar inclinó la cabeza. Apretando el puño con impotente rabia, golpeó con él contra la arena. Después, levantó la cabeza y se quedó mirando a los sonrientes
'efreets
con gesto agrio.
—¡Sond! —rugió. Su grito resonó con toda claridad por el campamento—. ¡Traedme a mi hijo!
Pese a que los cartógrafos del emperador de Tara-kan le habían dado sin duda algún nombre fantasioso, los habitantes del desierto llamaban el Tel —palabra que significa colina— a aquel saliente rocoso que tan inesperada como inexplicablemente se elevaba en el centro del desierto de Pagrah. Gente sencilla y lacónica, cuyo duro entorno les había enseñado a ser ahorrativos con todo, incluso con el aliento, no veían la necesidad de llamar a las cosas más que lo que eran ni de añadir frivolos embellecimientos. Era una colina, y colina la llamaban.
Siendo el punto más elevado en cientos de kilómetros a la redonda, y localizado en el corazón del desierto, el Tel se convirtió naturalmente en un prominente mojón de referencia. Las distancias se medían desde él: tal o cual pozo se hallaba a tres días a caballo del Tel, la ciudad de Kich estaba a una semana a caballo del Tel, y así. Situado en el centro de nada, el Tel y su oasis vecino se hallaban, de hecho, por lo menos a dos días de cabalgada de cualquier lugar, que es lo que hacía tan extraordinario el hecho de encontrar a dos tribus de nómadas acampadas a sus flancos, una al este y la otra al oeste.
Al sur del Tel, en un punto que era equidistante de ambos campamentos tribales, se elevaba una enorme tienda ceremonial. Medía siete postes de largo y tres de ancho y estaba hecha de amplias bandas de lana cosidas entre sí, bandas que parecían proceder de diferentes fuentes, ya que los colores de la tienda chocaban violentamente entre sí: un lado era de un oscuro y sobrio carmesí y el otro de un flamígero y deslumbrante anaranjado. Una
bairag
, bandera tribal, revoloteaba con la brisa del desierto en cada extremo de la tienda; la una era carmesí y la otra anaranjada.
La tienda ceremonial, robusta y estable en sus extremos, parecía ser más inestable en el centro, como si los trabajadores de las dos tribus que la habían erigido hubiesen sido distraídos por algo. Varias manchas de sangre en el suelo, junto al centro de la tienda, tal vez explicaban lo vacilante y desigual de los postes centrales.
Quizás eran también estas manchas de sangre las que explicaban el inusitado número de aves carroñeras que volaban en círculos por encima de la enorme tienda. O tal vez se debiera simplemente a la inusitada cantidad de gente que acampaba en torno al oasis. Cualquiera que fuese la razón, los buitres circulaban sin cesar en el cielo por encima del Tel, proyectando sobre las tiendas la sombra de sus alas, negras contra el dorado crepúsculo…; un mal presagio para un día de boda.
Ni la novia ni el novio notaron, sin embargo, aquel signo de mal augurio. El novio había pasado el día aceptando los ofrecimientos de
qumiz
—leche de yegua, fermentada— y, al atardecer, estaba tan ebrio que apenas podía distinguir entre cielo y tierra y, mucho menos, notar la presencia de las huesudas aves aleteando en ansiosa anticipación sobre su cabeza. La novia, vestida para la ocasión con una
paranja
de la más fina seda blanca bordada con hilo dorado, iba cubierta con una profusión de velos; podría decirse, incluso, que era una inusitada profusión de velos, puesto que en general no era costumbre entre su gente vendar los ojos a la novia antes de la ceremonia nupcial.
Tampoco se acostumbraba a atar estrechamente las muñecas de la novia con tiras de piel de oveja, ni escoltarla hasta la tienda entre su padre y los hombres más fuertes de éste en lugar de hacerlo su madre, sus hermanas y otras mujeres del serrallo. La madre de la novia estaba muerta, no tenía hermanas y las otras esposas de su padre estaban encerradas en su tienda, rodeadas por un cordón de guardias, como solían disponerse cuando se esperaba una incursión enemiga.
Ninguna música acompañaba la procesión de la novia a través de su campamento hasta la tienda nupcial. Nadie tañía el
dutar
, ni había repique de panderetas ni lamentos de
surnai
. La marcha se llevó a cabo en silencio en su mayor parte; silencio tan sólo roto por los juramentos y maldiciones de los hombres responsables de llevar a la sonrojada novia a la tienda ceremonial, mientras la joven aprovechaba toda ocasión posible para lanzar patadas contra las espinillas de sus escoltas.
Por fin la novia, debatiéndose todavía, pudo ser arrastrada hasta el interior de la pomposa e inestable tienda ceremonial. Allí, sus escoltas la dejaron agradecidos junto a su padre, cuyo único comentario al recibir a su hija en su día de boda fue:
—¡Aseguraos de que no ponga sus manos en un cuchillo!
La procesión del novio a través de su campamento fue considerablemente menos penosa para sus escoltas que la de la novia, debido al hecho de que la mayoría de los escoltas se hallaban en el mismo estado de euforia etílica que el novio. Su djinn, Pukah, estaba sereno. Varios de los
aksakal
, los ancianos de la tribu, habían permanecido sobrios también —por orden del jeque Majiid— para no correr el riesgo de que el novio no llegara a su propia boda; pequeño asunto éste olvidado por las infatuadas mentes del califa y sus
spahis
, quienes estaban reviviendo gloriosas batallas.