La voluntad del dios errante (6 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La voluntad del dios errante
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Los últimos años habían sido prósperos para los akares, lo mismo que para sus primos los hranas. La presente noticia marcaría el ascenso de la estrella de Khardan en los cielos. Sin duda, ahora los akares se convertirían en la tribu más poderosa de todo Pagrah.

—¡Hombres y mujeres akares! ¡Ahora sí que tenemos de verdad algo que celebrar! —retumbó la voz de Majiid por todo el campamento—. ¡
Hazrat
Akhran, alabado sea su nombre, ha dado a conocer Su voluntad respecto al matrimonio de Khardan!

Sond oyó el griterío de alegría de la multitud congregada. Las jóvenes casaderas lanzaron gritos sofocados, rieron con nerviosismo y juntaron esperanzadas sus manos. Las madres de dichas jóvenes comenzaron a planear la boda en sus cabezas, mientras los padres se pusieron de inmediato a pensar en la dote que toda muchacha lleva consigo.

Suspirando, el djinn miró con anhelo hacia su botella de oro, que descansaba en un esquina de la tienda de Majiid, junto a la pipa favorita del jeque.

—¡Doblaré el dinero del premio! ¡Que comience el juego! —gritó Majiid.

Mirando a través de los pliegues de las cortinas, Sond vio al jeque, vestido con sus hábitos negros y los pantalones blancos de montar hechos a medida, saltar sobre el lomo de su alto corcel, un animal inmaculadamente blanco con una larga y suelta crin y una cola que barría las arenas.

—¡Sond! ¡Ven aquí! ¡Te necesitamos! —gritó Majiid torciéndose sobre su montura para mirar atrás, hacia la tienda—. Sond, venga, hijo de… oh, estás ahí —dijo el jeque, algo desconcertado al ver al djinn surgir de en medio del desierto y erguirse junto a su estribo—. Apártate. Cuando todo esté listo, das la señal —voceó Majiik señalando con la mano a lo lejos, a una distancia de unos doscientos metros.

Sond hizo un último intento.

—Sidi, ¿no deseas saber a quién eligió
hazrat
Akhran…?

—¿Quién? ¿Qué importa quién? ¡Una mujer es una mujer! ¡Debajo del cuello, todas son iguales! ¿No ves que mis hombres están ansiosos de diversión?

—Lo primero es lo primero, Sond —dijo Khardan, acercándose al galope y dando una vuelta tras otra con su caballo en torno al djinn—. Mi padre tiene razón. Las mujeres abundan como los granos de arena. Los diez
tumans
de plata que mi padre está ofreciendo como premio al ganador ya no son tan fáciles de conseguir.

Lanzando un profundo suspiro y sacudiendo su tocada cabeza, Sond levantó del suelo el cadáver de la oveja recién sacrificada. Después, elevándose en vuelo por los aires, el djinn se deslizó por encima del suelo rocoso del desierto, barrido por el viento. Cuando encontró un lugar apropiado, aclaró primero la zona de cactus y matorrales y luego dejó caer el sangriento cuerpo al suelo. Entonces, irguiéndose de pie junto al cuerpo, con sus pantalones agitándose por el viento del desierto, Sond dio la señal: una bola de fuego azul estalló en el aire sobre su cabeza. Al verla, los
spahis
espolearon los flancos de sus caballos con agudos y salvajes gritos y se lanzaron en una loca carrera en busca del trofeo. Sond, con la cabeza inclinada y arrastrando los pies, inició el lento regreso al lado de su amo.

—Adivino, por la largura de tu cara, que la voluntad de
hazrat
Akhran va a ser difícil de tragar para tu señor —dijo una voz a su oído—. ¡Dime el nombre de la muchacha!

Sobresaltado, Sond se volvió y se encontró frente a Pukah, el djinn perteneciente a Khardan.

—Lo oirás junto con todos los demás —respondió Sond con altivez—. Por supuesto, no te lo voy a decir cuando aún no se lo he dicho a mi Señor.

—Haz lo que quieras —dijo tranquilamente Pukah mientras observaba a los jinetes galopar hacia el cadáver de la oveja—. Además, ya conozco su nombre.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es.

—Imposible.

—No tanto. Hablé con Fedj anoche, o con lo que quedó de él después que hubo terminado Zohra.

Sond lanzó una ardiente exhalación.

—¡Confraternizas con nuestro enemigo!

—No, nada de enemigo. ¿Lo has olvidado? ¡Confraternizo con nuestro
hermano
!

—¿Y por qué Fedj, ese hijo de cabra, te lo iba a decir? —preguntó Sond picado.

—Me lo debía —contestó Pukah encogiendo sus bien formados hombros.

—¿Se lo has dicho a…?

—¿Mi amo? —Pukah contempló a Sond con mirada burlona—. ¿Y verme sellado en mi canasta durante los próximos veinte años por ser portador de semejantes noticias? ¡No, gracias! —y soltó una carcajada, plegando los brazos por delante del pecho.

Las palabras de Pukah trajeron a su mente un desagradable recuerdo. Pensando en la amenaza de Akhran, Sond se alejó taciturno del joven y sonriente djinn y fingió concentrarse en la contemplación del fuego.

El objeto del
baigha
consiste en ver qué jinete puede traer la porción más grande del cuerpo de la oveja al jeque Majiid. Sesenta caballos con sus jinetes galopaban ahora frenéticamente a través del desierto, cada uno de ellos decidido a ser el portador del trofeo. El rápido caballo y la destreza de Khardan le daban a éste la ventaja; el califa era casi siempre el primero en alcanzar el cuerpo. Así fue también ahora, pero eso no significaba que hubiese ganado. Dando un brinco desde su caballo, Khardan agarró el sangrante trofeo y, estaba luchando por levantarlo hasta su montura, cuando fue alcanzado por otros diez hombres al menos.

Nueve de ellos saltaron de sus sillas y, cayendo de lleno sobre Khardan, intentaron arrebatarle el cuerpo mediante rudos forcejeos. Enseguida el animal quedó desmembrado. Un jinete —Achmed, hermano menor de Khardan— permaneció a lomos de su caballo, inclinándose peligrosamente desde su silla en un intento de atrapar la porción ganadora y salir con ella a todo galope antes de que los otros pudiesen montar otra vez. Pero, antes de que tuviese la oportunidad, el resto de los jinetes habían llegado para unirse a la refriega. Los espectadores gritaban enloquecidos desde ambos lados, a una distancia prudencial del juego, aunque apenas podía verse más que nubes de arena y, de vez en cuando, un rápido vislumbre de algún caballo encabritado o de un jinete que caía.

Cada hombre se debatía con ferocidad por arrancar un pedazo de oveja de las manos de su camarada. Era una confusión de jinetes empapados de sangre que caían, se levantaban y volvían a caer, cascos que se estampaban contra el suelo, caballos que relinchaban de excitación y que, a veces, resbalaban y caían también para, enseguida, ponerse de nuevo en pie con bien entrenada presteza. Por fin Achmed, tras lograr apoderarse de una pierna trasera, se alejó a todo galope de vuelta hacia el entusiasmado jeque.

Saltando sobre sus caballos, varios hombres dejaron atrás al grupo, luchando todavía por el resto del animal, para perseguir al vencedor. Khardan iba a la cabeza. Alcanzando a su hermano, el califa saltó desde su silla llevándose por delante a Achmed, oveja y caballo, que fueron a parar, con él, a la arena del desierto. Los otros tres jinetes, incapaces de detener a tiempo a sus enloquecidos corceles, saltaron por encima de los cuerpos que rodaban por el suelo. Girando después sus caballos, los
spahis
regresaron y la lucha comenzó de nuevo.

Varias veces el jeque tuvo que apartarse al galope del camino para escapar del tumulto que se organizaba alrededor de él, mientras sus atronadores vociferaciones y gritos de animación venían a añadirse a la confusión. Al cabo de una hora todo el mundo, hombres y caballos, se hallaban exhaustos. Majiid ordenó a Sond dar la señal de alto. Una bola de fuego, esta vez roja, estalló en el aire con un ruido explosivo justo por encima de las cabezas de los contendientes. Al menos veinte de ellos —riéndose y con sus cuerpos llenos de contusiones, heridas y cubiertos de sangre (gran parte de la cual procedía de la oveja)— acudieron tambaleándose hasta su jeque portando sangrientos trofeos en sus manos.

A un ademán de Majiid, uno de los
aksakal
—ancianos de la tribu— se adelantó a caballo llevando en su mano una rudimentaria balanza. Sentado en su montura, pesó con cuidado, uno tras otro, cada uno de aquellos pedazos de carne ensangrentados y rebozados de arena, para proclamar por fin a Achmed ganador de los diez
tumans
.

Arrojándole los brazos al cuello, Khardan abrazó con entusiasmo a su joven hermano de diecisiete años, aconsejándole ahorrar el dinero para su viaje anual de venta de caballos a la ciudad de Kich.

Achmed se volvió después hacia su padre para recibir de él la misma recompensa, una recompensa que habría sido para él más preciosa que ninguna cantidad de plata. Pero Majiid estaba demasiado excitado por las revelaciones del dios concernientes a su hijo mayor para prestar atención al más joven. Retirando a Achmed con el brazo hacia un lado, el jeque invitó con un gesto a Khardan a acercarse a él.

Achmed se echó un poco para atrás para dar paso, como de costumbre, a su hermano mayor. Si el joven suspiró por ello, nadie lo oyó. Otro habría albergado amargos celos en su corazón ante tal favoritismo. En el corazón de Achmed sólo había admiración y amor por su hermano mayor, quien había sido para él más un padre que un hermano.

Con los brazos y pecho teñidos con la sangre de la oveja muerta, y en la boca dibujada una amplia sonrisa —que mostraba unos dientes blancos resplandecientes contra su negra barba—, Khardan abordó eufórico al apesadumbrado djinn.

—Muy bien, Sond —dijo el joven califa entre risas—. He perdido el
baigha
. Sin duda tendré más suerte en el amor. Dime el nombre de mi prometida, escogida por el Sagrado Akhran.

Sond tragó saliva. Por el rabillo del ojo vio a Pukah sonriéndole maliciosamente y haciendo el gesto de un hombre taponando una botella y arrojándola lejos de sí. Enrojeciendo de cólera, el djinn encaró al jeque Majiid y a su hijo.

—Es la voluntad de
hazrat
Akhran —dijo Sond en voz baja, con los ojos fijos en su amo— que Khardan, califa de su pueblo, se case con Zohra, hija del jeque Jaafar al Widjar. La boda ha de tener lugar en el Tel de la Rosa del Profeta antes de la próxima luna llena —el djinn extendió sus manos en un gesto de disculpa—. Un mes a partir de hoy. Así habla
hazrat
Akhran a su gente.

Sond mantuvo su mirada en el suelo, sin atreverse a levantarla. Podía adivinar la reacción de su amo, el jeque, por el terrible y ensordecedor silencio que retumbaba en oleadas alrededor del djinn. Nadie hablaba ni hacía el menor ruido. Si algún caballo resoplaba, enseguida era sofocado por su dueño apretando una rápida mano sobre el morro del animal.

Tanto duró el silencio que, por fin, Sond, temeroso de que a su señor le hubiese dado un ataque, se atrevió a mirar hacia adelante. El rostro del jeque estaba de color púrpura, sus ojos desorbitados de rabia y el bigote casi sobresalía recto hacia fuera erizado de ira. Sond jamás había visto a su amo tan enfadado y, por un momento, el fondo del mar de Kurdin fue un refugio de paz y calma en comparación con él.

Pero fue Khardan quien habló, rompiendo el terrible silencio.

—La voluntad de
hazrat
Akhran… —Tras una profunda y temblorosa inhalación, repitió—: ¡La voluntad de
hazrat
Akhran es que yo mezcle la turbia sangre de los hranas —dijo exhibiendo sus manos teñidas de carmesí y mirándolas con repulsión— con la noble sangre de los akares! —El rostro del joven aparecía pálido bajo su barba negra y sus oscuros ojos brillaban con más intensidad que el sol reflejado en acero bruñido—. ¡Esto es lo que pienso de la voluntad de
hazrat
Akhran!

Y, cogiendo la cabeza de la oveja del montón de piernas, visceras, costillas y cuartos traseros, Khardan la arrojó a los pies de djinn. Después, sacó la cimitarra y la hundió en el cráneo del animal.

—¡Ésa es mi respuesta, Sond! ¡Llévale eso a tu dios Errante… si puedes encontrarlo!

Khardan escupió en la cabeza de oveja. Luego extendió su ensangrentada mano y la puso en el hombro de un hombre que se erguía junto a él, el cual inclinó la cabeza.

—Abdullah, ¿tú tienes una hija?

—Varias, califa —respondió el hombre con un profundo suspiro.

—Me casaré con la mayor. Padre, haz los preparativos.

Y, girando sobre sus talones, y sin dirigir una sola mirada al djinn, Khardan se retiró hacia su tienda limpiándose la sangre de sus manos mientras caminaba.

Aquella noche, el desierto de Pagrah se vio azotado por la peor tormenta que pudiera recordar el más viejo de los
aksakal
.

Capítulo 3

El día se había hecho cada vez más caluroso, algo inusual para finales del invierno en el desierto. El sol aporreaba despiadadamente y era difícil respirar aquel aire ardiente. Los caballos estaban nerviosos e inquietos, mordisqueándose entre sí y a sus cuidadores, o bien apretándose unos con otros en cuanta sombra pudiera encontrarse bajo una alta duna de arena que atravesaba el lado norte del oasis donde los akares estaban ahora acampados.

A media tarde, uno de los jinetes envió a un muchacho corriendo con un mensaje para el jeque. Emergiendo de su tienda, Majiid lanzó una mirada a la ominosa vista que se presentaba en el horizonte occidental y de inmediato dio la voz de alarma. Una nube amarilla, destacando vividamente contra una masa azul oscura de nubes, se deslizaba desde el pie de las colinas en dirección hacia ellos. Al parecer tan alta como las mismas colinas, la nube amarilla se estaba moviendo en contra del viento a una velocidad increíble.

—¡Tormenta de arena! —gritó Majiid por encima del creciente viento que, en marcado contraste con el calor abrasador, era húmedo y tremendamente frío.

Hombres, mujeres y niños del campamento corrieron a sus tareas; los hombres a asegurar las tiendas, mientras sus mujeres lanzaban conjuros mágicos de protección so-bre ellos, y los niños a acorralar las cabras y otros pequeños animales o a llenar los pellejos de agua en las charcas del oasis. Algunas de las mujeres de los harenes corrieron hacia las manadas de caballos donde los jinetes estaban atando a los animales al abrigo de la duna. En torno al cuello de las bestias, las mujeres colgaron
feisha
—amuletos— dotados de mágicos efectos calmantes para apaciguar a los caballos asustados, permitiendo así a los hombres envolver las cabezas de los animales en unas telas suaves para protegerlos contra la acribillante y cegadora arena.

Los hombres metieron a sus caballos favoritos en las tiendas. El propio Khardan condujo a su negro semental, no permitiendo que nadie más lo tocase y susurrando palabras de ánimo al oído del animal mientras lo llevaba a su propia vivienda. Las esposas de Majiid regresaron llevando el caballo de éste. Al ver el rápido avance de la tormenta, el jeque les hizo un gesto para que se apresurasen a traer al animal al interior de su tienda.

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